"...las aguas suben en una estrÃa azul que rompe las paredes..."
Olga Orozco. Para ser otra cosa.
Se ha puesto la tarde sobre la muerte.
Los vivos hemos salido de testigo. El repentino despertar de las ranas junto al Paraná crecido no ha dicho una palabra.
Más que atardecer ha sido inmolación.
Lo sentÃ.
Lo vivÃ.
El rÃo no anunció este sacrificio, debió muy bien hacerlo y por amor, pero no habló, no dijo nada. Se fue con un adiós sin remolino, con el silencio como tiro de gracia.
Fue a su vez hervidero de bichos mendigando sangre, todas las pieles expuestas a demonios repelentes, mientras las mordeduras del sol dejaron de cocinar al mundo.
Se ha movido la luz hasta lo incansable, hasta la inocencia, hasta morir en sà misma o en Perez (CabÃn nueve, para ser especÃficos), hasta volverse verdad de evangelio y de mosquito que canta la aguda sinfonÃa número veinte para orejas.
Atardeció en Rosario y me escarbé los dientes y me comà las uñas hasta descomponerme, todo se pareció al cielo de esas poquitas horas. Fue fulminante el modo en que ese giro se anudó a mi cuello mientras el hilo infinito de un abismo procuró que los pechos rebuscaran la luna.
Se oÃan voces de náufragos gritar eternidad de mar que raspa entrañas. Recordé a mi abuelo y su tapicerÃa pues se vinieron además otros cambios de cuero en la extensa barranca llena de agua.
Disolución de nubes y paciencia, quÃmica de dondequieras y dispongas, huesecitos de la mañana trasera caÃan, uno me rompió el coco, otro el reverso de cascotes a mansalva.
Pensé cuántas tardes habrÃa por cada corazón.
Conté mis sentimientos en hÃgados, riñones y fetas humanas (imaginé la última que mi vida le otorgue al universo, la felicidad fue tanta que no entré por la boca de nadie).
Cuánta tardecita cabe en un torneo de amor. Cuánta. Poca. Mucha. Tarde sólida que desapareció con lápida adentro, como ese hijo que engendramos todas las veces que fuimos a la cama. Todas.
No fue una ceremonia ni nada de hacerse el oriental.
Fue un atardecer más que enterró inconsciencias y espejos en el patio de atrás, podÃa ser el último y eso lo hizo único. En el rescate de la coraza solar me senté con mi bujÃa de tristeza y el centelleo de la estupidez que me caracteriza.
Aquà estoy sin poder hacer nada, la noche me dio ojos de mirar más cerca, no es lo mismo; el vértigo de poseer un alma es peor sin luz y, entre remordimientos, luzco el poema en un jardÃn botánico.
Era una torre combustible alzada por un dios sin nombre donde ardÃan las cosas pero no las palabras, tuve sed sospechosa. El volumen del rÃo no bastaba.
No preparé mi lazo de cazar ocasos, sino me lo robaba, lo pegaba en este diario, asà cada uno hoy amanecÃa confundido entre las ocho y las veinte (me iba a reÃr bastante). Pero, como les digo, busqué el lacito y se ve que lo usaron acá en casa, entonces los avatares devinieron sin remedio y detrás de un cristal donde se entreveÃa melancolÃa en kilos.
Pasó un tren a la velocidad del plenilunio. Ya esto no es cielo sino una porquerÃa.
Lo sé. Pero no puedo guardar verdades en el sótano, está lleno.
Atardeció a la incesante hora del mejor acontecimiento. El rÃo está tan alto que daba de beber; sol apagado en agua y en voluptuosas e inteligibles frases.
No quiero ser más yo, deseo convertirme en el manojo de rayos que algún hombre se roba.
El rÃo lleva aún coraje vital, suben las Yarará e irradian un secreto, es difÃcil pensarlas en Córdoba y Corrientes, se han metido en la urbe con dolores de parto, la gente teme porque lo natural le llega tristemente cerca.
Atrás del pensamiento está el fenómeno, atrás de este temblor de inundaciones rosarinas vivo yo.
La tarde arrastró mi valentÃa y el último destello trota diseminando mucha soledad.
Pobreza y soledad.
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