--Me tienen los huevos llenos--, dijo Pato con esa forma de pronunciar la sÃlaba "hue" como si precisamente tuviera un huevo duro en la boca. Hasta puso la boca en forma de huevo. Era tan gráfica y onomatopéyica que aunque yo no estuviese de acuerdo hubiera resultado imposible contradecirla. Pero a mà también me producÃa un fastidio padre llamar a mi viejo para que nos viniera a buscar.
--Me tienen los huevos llenos los viejos con la paranoia de los asaltos y las violaciones, y también estos boludos que se están poniendo por demás de densos--, reafirmó.
TenÃamos plata para el taxi y los boludos que nos cargoseaban nos tenÃan los huevos llenos a las dos, no habÃa otra forma mejor para decirlo.
Fuimos a tomar el taxi. Cuando nos acercábamos, el tipo, como cualquier otro tipo, mal disimulaba la forma de mirarnos el culo. Pato exageraba los movimientos de caderas. En eso de aprovecharse de la debilidad de los machos era peor que yo. Mientras subÃamos al auto, el tipo dejó de disimular y se dio vuelta con la cabeza fuera de la ventanilla para mirarnos.
--Capaz que el viaje nos sale gratis--, le dije por lo bajo. Ella se rió aparatosamente para que el tipo se diera cuenta que nos burlábamos de él.
Los boludos protestaban a los gritos porque nos Ãbamos. Eran boludos hasta para decir groserÃas, cero originalidad. Los ignoramos. Ahora la vÃctima era el taxista. Pato y yo nos ponÃamos de acuerdo sin proponérnoslo, con solo mirarnos. Eramos gemelas en todo lo que sentÃamos y pensábamos. Por el espejito clavamos la mirada de nena inocente asomando a la vida y al unÃsono le dijimos la dirección para después reÃrnos sin dejar de mirarlo.
El tipo arrancó mudo con cara de nada. Tomó por la avenida Guillote, hasta ahà el camino era el previsible. Los ojos le oscilaban, miraban al frente y al espejito del medio al ritmo de un reloj de péndulo. El resto de la cara era piedra. Buscamos la posición donde mejor nos pudiera ver por el espejo y nos pusimos a reÃr y a cuchichear boludeces que el tipo no alcanzara a oÃr. Pato acercó su cara a centÃmetros de la mÃa, abrió los ojos y levantó las cejas. Asentà cortito con la cabeza. Nos dimos un piquito y nos reÃmos más fuerte. El tipo, una esfinge, pero lo estábamos matando, él y nosotras lo sabÃamos. Cuando se detuvo en un semáforo de improviso abrió la puerta y salió del auto. Paramos de reÃr. Pasó por delante del auto hasta el espejo retrovisor de la derecha y lo presionó de un costado para acomodarlo. Volvió por el mismo camino, entró y chequeó con la vista que el espejo haya quedado como él querÃa. El semáforo se puso en verde, arrancó y esa fue la señal para que las dos siguiéramos con lo nuestro.
Alguna vez delante de algún boludo nos habÃamos dado algún que otro piquito, pero este tipo era un desafÃo a mayor escala. Nos dábamos un piquito y mirábamos al espejito, otro piquito y otra mirada al espejito. Cara de póker no se inmutaba. En algún momento, no sé cómo, empezamos a darnos besos de lengua. Nunca antes lo habÃamos hecho pero se sentÃa rebien, mejor que con los tipos. Ella se iba a quedar conmigo a dormir en casa, quién sabe qué podrÃa pasar esa noche. Seguro las dos pensábamos en eso. La saliva nos brotaba generosa y tibia, fluÃa, iba y venÃa. Me volqué sobre ella, quedamos inclinadas y apretadas. Pasé mi mano por debajo de su mini deslizándola hacia las nalgas, ella giró un poco la cadera como para asegurarse de que el tipo viera bien por el espejito y yo aproveché para levantarle más la minifalda. Fue entonces cuando dobló a la derecha por una calle oscura. Pato y yo nos detuvimos en seco. Seré una boluda inconsciente, pero en ese momento en vez de sentir miedo por lo que nos podrÃa pasar, pensaba en que odiarÃa tener que dar la razón a mi viejo que me tenÃa los huevos llenos con que nos querÃa ir a buscar porque tenÃa miedo a pasar cerca de la Villa Xipolitakis que según él era el epicentro de las violaciones y los delitos.
--Esto es una boca de lobo ¿Por qué no fuiste hasta Cacho Castaña?--, le pregunté grave.
El tipo no contestó, seguÃa con cara de piedra. Se internaba cada vez más. Adelante, en una esquina vimos unos negros borrachos chupando. Enseguida las dos buscamos el botón para poner el seguro a las puertas. El de mi lado no estaba, se habrÃa roto o lo sacaron. Bajamos las cabezas lo más que pudimos para intentar que no vieran que éramos mujeres. De golpe los negros hicieron silencio y el tiempo pareció detenerse por un instante, como cuando dicen que pasa un ángel. En este caso era un ángel que no anunciaba nada bueno para nosotras. Los negros clavaron la vista en el taxi.
--¡De acá no salen vivos!-- nos gritaron.
Cara de póker siguió como si nada. Saqué el celular para llamar a mi viejo, a la cana o a qué se yo quien.
--No llamen a nadie, no pasa nada.
Dobló en la siguiente esquina. TodavÃa era más oscuro y no se veÃa nada. Paró el taxi.
--No llamen a nadie. En serio se los digo.
Pato y yo, paralizadas mirándonos solamente.
El tipo bajó del auto. No podÃamos ni hablar pero seguro pensábamos lo mismo. Si nos bajábamos y salÃamos corriendo los negros nos iban a agarrar, si querÃamos usar el celular lo más probable es que no nos diera tiempo a llamar y serÃa peor. Miramos adentro del taxi buscando algo que nos pudiera servir de arma para defendernos: nada. ¿Pato se habrá fijado en el número del taxi? ¿Las cámaras del boliche habrán registrado el número o la patente? Al menos éramos dos. Nos preparamos para recibirlo con patadas cuando abriera la puerta trasera, pero el tipo caminó unos pasos alejándose del auto. Se paró frente a un árbol y se puso a mear. Exageró los movimientos. En un momento hasta pareció masturbarse lentamente. Se sacudió pomposo. Todos los gestos eran como si estuviera manipulando una manguera de medio metro. Nos dio una cierta curiosidad que nos hizo olvidarnos del miedo. Estiramos la cabeza para ver, pero estaba demasiado oscuro. Hizo el movimiento de recoger la manguera y subir el cierre. Volvió. Me pareció que antes de entrar se quedó un instante frente a la ventanilla como esperando que apreciáramos el tamaño del bulto que quedaba a la altura de nuestra vista. Sugestionada como estaba parecÃa inmenso y me dio más curiosidad. Arrancó. Dos cuadras más adelante quiso doblar y frenó de golpe. La calle estaba cortada con un vallado, murmuró una puteada y volvió sobre su huella. Empezó a dar vueltas para un lado y para otro. ParecÃa conocer esas calles que se enmarañaban caóticas como una enredadera sin guÃas. En varios lugares habÃa grupos de negros borrachos. Algunos intentaron ponerse enfrente del taxi para hacer que parara.
--¡Hey, tÃo! ¡Compartilas! ¡No seas hijo de puta!
--¡Acá a media cuadra hay un descampado! ¡Dale viejo, entregalas, no seas garca!
El tipo no se dejó amedrentar y siguió. Me dio la impresión que no hubiera dudado en pasarlos por encima de ser necesario. Miré a Pato y en su cara vi la misma confianza. Era raro, pero nos sentÃamos a salvo mientras nos llevara ese tipo. Al fin y al cabo seguro que es el que la tiene más grande, pensé. Me causó gracia mi propio pensamiento y se me escapó una risita. Pato se contagió y se rió un poquito más alto. Nos potenciamos las dos. Un rato después el ataque de risa habÃa crecido hasta hacerse tan rabioso e imparable como no recuerdo haber tenido jamás. El tipo miraba por el espejito exactamente igual que desde el principio.
Cara de póker, ojos pendulares, negros borrachos y calientes gritándonos cosas, risa irrefrenable, lascivia en los ojos de Pato y en los mÃos: era como un orgasmo prolongado. Lamenté cuando enfrente, a unas pocas cuadras, venÃa una calle iluminada. Llegamos, era la avenida Bambino Veira. Estábamos rumbo a casa de nuevo. De a poco fuimos aminorando el ataque de risa sin extinguirlo del todo. Paró en casa.
--Bajen, no les cobro nada.
Al final era cierto que no nos iba a cobrar.
--Gracias-- dijimos a dúo. Nos bajamos. TodavÃa nos quedaban algunas risitas. No quisimos ni mirarlo. A ambas nos pareció mejor irnos caminando tomadas de la cintura moviendo exageradamente el culo y dándonos piquitos. SabÃamos que él iba a valorar eso más que cualquier otra cosa.
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