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Miércoles, 9 de marzo de 2016
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Una ventana abierta

Por Valeria Gianfelici
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Desde la parada del colectivo puedo ver que dejé una ventana abierta. El cielo indica que va a llover. Se va a inundar la habitación y con el agua va a entrar la tierra que traiga la tormenta. Si no es eso, será una paloma, esa plaga que está tomando la ciudad. Cualquier cosa puede entrar al departamento ahora que lo miro desde la parada del colectivo. Pero vos, no.

Esa costumbre de ignorarme que tenés desde la segunda vez que me dejaste se vuelve cada vez más desesperante. Hace un calor insoportable y lo único que quiero es darme una ducha. Que el agua me corra por todo el cuerpo desde la cabeza. Que me pese el pelo. Cuando era chica me gustaba cómo se alargaba bajo el agua. Jugaba a hacerme peinados majestuosos con la espuma del champú que se deshacían por su propio peso. Tu ducha tiene algo de eso, cada gota es un masaje, un descontracturante preciso que se localiza ahí donde deposito todas las tensiones y frustraciones del día: entre el final el cuello y el principio de los hombros.

Ya está llegando el colectivo. Tengo unos veinte minutos para leer. El chofer que me lleva desde hace unos meses no responde cuando lo saludo y las ganas de empezar el día en paz se diluyen. Por suerte todavía puedo continuar la lectura que dejé anoche. Nosotros nunca nos dijimos buen día al despertar. Nos decíamos hola y una vez te pusiste incómodo porque me descubriste mirándote cuando todavía estabas dormido. El chofer sigue manejando como en un rally y no voy a llegar a terminar este capítulo. El de antes me contestaba los saludos. Iba a la velocidad ideal. Percibía mi tiempo de lectura. Los momentos que me tomaba para releer alguna línea. Los segundos que me colgaba mirando por la ventanilla cuando alguna combinación de palabras me gustaba mucho. Teníamos esa química.

Todavía no me pasé. Las nubes están cada vez más cargadas, el cielo va tomando ese tono intenso que anticipa la lluvia y mi ventana sigue abierta. Las palomas ya habrán hecho su nido. Cuando llegue me voy a encontrar con la familia Ingalls de las palomas. Ojalá hubieras tardado menos en hablar de tu deseo de convertirte en el Sr. Ingalls de una familia ensamblada. Estás perturbado y no encuentro la forma de ayudar.

Una gota se deshace sobre la página del libro. Los picos de los extremos mantienen su perfecta redondez. Cayó sobre un punto. Pude terminar el capítulo. Por algún motivo el chofer detiene un poco la marcha. Mejor, porque así tengo tiempo de confirmar que en la próxima esquina debo bajar, levantarme del asiento y acercarme a la salida.

Antes de tocar el timbre miro al chofer. El también está molesto por el calor. Lleva una toalla en las rodillas que usa para secarse la transpiración de la cara y el cuello. Ahora entiendo que con esas condiciones, sus días no deben ser tan buenos. Me estoy compadeciendo con este tipo. A mí qué me importa si hoy se le quemaron las tostadas o si se golpeó el dedo meñique del pie con la mesa de luz. Yo también tengo calor. No puedo hacer nada con tu ridículo sentimiento de soledad. Dejé mi ventana abierta y se largó a llover torrencialmente.

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