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Lunes, 14 de marzo de 2016
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Desocupado

Por Gabriela Gervasoni
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Para mí que sabía, seguro le contó mi vieja, o Daniela, quién sabe ¿qué me tiene que preguntar si estoy de franco? Ni hay que contestarle. Él se debe creer que lo envidio, pero yo no lo envidio, bah, no le tengo esa envidia mala, me gustaría tener lo que él tiene, pero no todo, ojo: ni la mujer, ni la semejante casa que se hizo arriba del taller, ni el auto siquiera, le envidio esa especie de libertad que tiene. Esa cocinita que tiene en el taller no se puede creer: anafe, alacena, una barra y dos banquitos, y la pava siempre en el fuego, bajito, el mate preparado; así veinte años, desde que me acuerdo el tipo tiene la pava en el fuego y el mate a punto, antes usaba Taragüi, pero la última vez que fui me dijo que estaba comprando Rosamonte, que no sé ni a cuánto estará el kilo. Y lo miro al Rudy y digo: puta, yo podría estar ahí, podría haberlo hecho yo, si me iba a quedar sin nada mejor hubiera sido estar en bolas con veinte años, no ahora que estoy hecho mierda. Si Daniela no se hubiera quedado embarazada, vendía el Taunus, me armaba flor de taller y hasta me sobraba para tener una reserva, pero no sé que me pasó, qué sé yo; en cambio el Rudy no, él se hubiera matado antes de cumplir horario, de laburar un feriado, desde que se levanta hasta que se va a dormir el tipo hace lo que se le cantan las bolas y siempre con la pava en el fuego, lo vi sacar una bujía y todavía con la llave de trinquete en la mano pasarle un mate a alguien, le cuenta no sé qué de Central y después el tipo sigue, labura como si no lo sintiera, como si fuera parte de la vida, trabaja ahí, con la vieja a media cuadra, la mujer en la planta alta, la panadería en la esquina, todo a mano. Y yo podría estar ahí, agarrando esa pava negra de tanto estar al calor y de tanta grasa. Daniela lloraba hoy, calmáte que lo voy a solucionar, le digo, pero ni yo me lo creo, me meto en el baño y grito para adentro. Aunque me dijeron que el abogado del sindicato es una fiera me imagino que debe ser un garca, como todos los abogados, digo: puta, al final siempre me cagan, y para colmo el pelotudo éste que me mira como si me estuviera gozando.

Aunque trató de esquivarlo, Rudy lo vio pasar por la vereda de enfrente y lo llamó con un chiflido, como hacía siempre.

‑¡Maestro! ‑estiró la "e", afinando la voz.

‑¿Qué hacés, Rudy? ‑preguntó con un desdén imposible de disfrazar.

‑¡Eh, papi...! qué cara que está la merluza. Vení, tomate un mate si estás al pedo.

Fabián volvió a pensar que alguien le había contado a Rudy lo de su despido y se sintió peor. Aumentó la presión en el pecho y el sudor en las manos. Ahora que era un desocupado, que estaba al pedo, como su vecino había sentenciado, el encuentro era de lo más incómodo.

‑No puedo, tengo que esperar a Aldana que viene en bondi.

‑Te pasó algo, loco ‑afirmó Rudy; no fue una pregunta, y Fabián estuvo muy atento a ese detalle.

‑Nada, pelotudo, metéte en tus cosas.

Las luces amarillentas y anaranjadas que se iban encendiendo volvían a iluminar la cuadra. Como un atardecer triste que no quiere morir.

Fabián recorrió los treinta metros hasta la parada de colectivo en silencio, fumando un cigarrillo dulzón robado a su hija. Si a Aldana le gustaba ese tipo de tabaco seguramente fumaba porro, pensó. La vio bajar del colectivo con la cartera cruzada sobre el pecho, aplastándola con la mano derecha. Hacía mucho que no la miraba y sintió lástima por ella. La vio aterrada, vulnerable; cuidando su cartera como si tuviera adentro algo de valor y además, como si caminara con vergüenza. Cuando se cruzaron las miradas ella lo saludó levantando las cejas oscuras, arqueándolas en un gesto que mezclaba asombro y alegría.

‑¡Pá!, hola. ¿Me viniste a buscar? Qué exagerado.

‑Es peligroso, mirá, ya casi no se ve. Qué te hacés la canchera si estás muerta de miedo, mirá como tenés la cartera. Te dije mil veces que no te la crucés, tonta ‑mientras hablaba le iba sacando la cartera. Aldana lo dejó hacer.

‑Mamá me contó.

Fabián siguió caminando sin contestar, le hubiera pedido otro cigarrillo, pero entre ellos no estaba blanqueado que fumaban, los dos lo hacían a escondidas del otro. También hubiera querido contarle todo gritando, puteando. Podés creer, Aldana, podés creer que estos hijos de puta me echan como a un perro, como si yo fuera una mierda. Veinte años poniendo el lomo, viajando, sin estar ni para los cumpleaños ni para el primer día de clases ni para nada, arriesgándome la vida en la ruta; todo para nada, para que me den una patada en el culo y me dejen así, en la vía. Y me tengo que aguantar a tu madre quemándome la cabeza y al boludo éste del Rudy que no sé que se cree porque hizo dos mangos y tiene taller propio. Y el domingo soportar a tu tío y a tu abuelo, gozandome también, tratandome como a un desocupado, como al fracasado de la familia. Podés creer, hija, a esta altura de la vida pasar por esto; como si yo me lo mereciera. Pero no se animó. Las palabras se apagaron en el silencio amargo de su garganta. Respiró profundo y tomó a Aldana de la mano. Lo hizo con firmeza, como si algún tipo de seguridad le quedara dentro del cuerpo y pudiera transmitirla.

‑Papi... Pá... ‑lo llamaba su hija como tratando de despertarlo.

‑¿Qué?

‑Nada, nada... Vamos que tengo un hambre bárbaro.

Aunque cruzaron de vereda, Rudy los vio pasar frente al taller cuando salía por la pequeña puerta de hierro. Los tres levantaron la mano derecha a modo de saludo.

Ahora, la luz de mitad de cuadra estaba totalmente encendida, ya no era amarillenta ni anaranjada, era blanca como el vestidito corto de Aldana y las ojotas de Fabián.

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