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Sábado, 16 de abril de 2016
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Calor

Por Leonel Giacometto
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"Las cosas son relativas, tan pronto emanan calor, como se vuelven frías./ Tan pronto son fuertes, como se vuelven débiles./ Tan pronto andan por arriba, como se estrellan". Lao Tse / Tao te king

Más adelante, después de pagar, él dejará sobre el mostrador de la tienda, cerca de ella, un papelito gris doblado en dos, escrito con tinta negra, a máquina y en minúscula, que ella leerá despacio, escondida en el baño y en voz alta para comprender mejor las palabras.

Shilla había llegado al país en barco, escondida en un pesquero porque no tenía papeles ni pasaporte. Aunque llegó con quince personas más, llegó sola, sin parientes ni amigos. Su destino, como el de las otras quince personas, era Ciudad del Cabo, pero algo había salido mal. En un barco equivocado, Shilla llegó al puerto de Buenos Aires una fría madrugada de agosto, hacía casi tres años. A la deriva por varias semanas, estuvo convencida que, si bien esa ciudad no era Ciudad del Cabo, Buenos Aires estaba en algún lugar de Sudáfrica.

El deja sobre el mostrador de la tienda, cerca de ella, un papelito gris doblado en dos, escrito con tinta negra, a máquina y en minúscula. Ella lo lee despacio, escondida en el baño y en voz alta para comprender mejor las palabras. Necesitará del diccionario bilingüe de los padres de Cheng para algunos términos. Lo buscará y volverá a encerrarse en el baño. Al releer la frase ella intentará recordar el rostro del hombre que había dejado sobre el mostrador, cerca de ella, ese papelito gris doblado en dos, escrito con tinta negra, a máquina y en minúscula. Pero no podrá, no logrará la unión de la boca con la nariz ni la de los ojos con los pómulos. Sabrá, sí, que ese hombre es el que viene todos los viernes por la tarde desde hace dos meses a comprar camisas a rayas y remeras blancas; que siempre demora más de lo usual en el probador y que su talle es mediano.

Cheng, que era hija de un matrimonio de comerciantes de ropa casi original, tenía doce años cuando una mañana nublada de agosto, yendo al supermercado, vio a Shilla, que por entonces tenía diecinueve años, durmiendo acurrucada y en posición fetal debajo de un enorme jacarandá. Se acercó lentamente para verla mejor, se arrodilló a su lado y le corrió el mechón oscuro que ocultaba parte de su rostro (Shilla tenía los cabellos largos, lacios y azulados). Asustada, Shilla se despertó ante el primer contacto de la mano de Cheng con sus cabellos y se sentó nerviosa y muda apoyando toda la espalda en el tronco del jacarandá. Hubo un silencio mínimo en que las dos se miraron a los ojos; después Cheng se presentó. De alguna manera, las palabras dichas por Cheng (en coreano), iluminaron la palidez del rostro de Shilla, quien después de decir su nombre preguntó por Ciudad del Cabo. Cheng arqueó los labios finos hacia arriba y volvió a correrle el mechón oscuro que ocultaba parte de su rostro. Sorprendida, Shilla supo que Sudáfrica había quedado atrás, que Buenos Aires era la capital de un país llamado Argentina, que Cheng había nacido en Corea del Sur pero después emigró junto a su familia, que podía ir con ella a conocer a sus padres, que la recibirían amablemente y le ofrecerían hospedaje por unos días, que tenía hambre.

El papelito gris doblado en dos, escrito con tinta negra, a máquina y en minúscula dice: "El calor es la forma de energía que se trasmite entre dos cuerpos a diferente temperatura, siempre del cuerpo de mayor temperatura al de menor temperatura". Shilla piensa en alguna clase de broma que no entiende y sale del baño después de haber ingresado por segunda vez (diccionario mediante). Camina hacia el salón de la tienda acomodándose los cabellos, que los lleva cortos, rapados atrás y con el flequillo en punta gracias al jabón. Descarta la idea de una broma. Se esfuerza, sí, por memorizar las palabras del papelito gris mientras atiende a los clientes. Entonces recordará sus manos. Las verá acariciar las camisas a rayas que ella le muestra todos los viernes, y lo verá a él, después, frotarse suave de abajo hacia arriba el cuello, ante la duda de cuál llevar. Se dará cuenta, al recordar el vello del reverso de las palmas, que todos los viernes, desde hace dos meses, ella le muestra las mismas camisas a rayas. Y las remeras blancas, se dirá en su idioma, son todas iguales. Pero él siempre quiere verlas. Una vez más intentará recordar su rostro, el color de sus ojos, el tamaño de sus labios, el largo de sus cabellos. Pero no, sólo recordará sus manos con vello formando una gruesa línea oscura en el reverso de las palmas y las uñas pequeñas y mal cortadas, que en una ráfaga mental se parecerán a las de su hermanito menor, a quien dejó durmiendo y sin despedirse cuando se escapó una noche rumbo a Ciudad del Cabo.

Los padres de Cheng, quienes primero desconfiaron de la extraña soledad de Shilla en el país, sintieron una leve pero aguda punzada mutua en la zona del corazón cuando ella, después de devorar un queso de soja, relató su vida en Corea. Sentada y encorvada hacia delante en un catre en el depósito de la tienda, Shilla lloró al recordar a sus cuatro hermanos. Después, acariciada por Cheng, contó cómo eran maltratados por su madre, cómo vivían todos hacinados en un pequeño cuarto, cómo un día desapareció su padre llevándose todos los vestidos de su madre, cómo ésta frecuentaba a otros hombres, cómo tenía la mano izquierda su hermanito menor, cómo lo iría a buscar un día y cómo una mañana, después de ser tocada en sus partes íntimas por un hombre de su mamá, decidió abandonar el pequeño cuarto. Por último habló de Ciudad del Cabo y de la equivocación geográfica. Aunque sabían de antemano el riesgo que implicaba tener una joven indocumentada en el país, los padres de Cheng decidieron que Shilla se quedaría, por unas semanas, durmiendo en el catre del depósito. Después le explicaron las posibilidades, peligrosas para ella, peligrosas para ellos, de que su madre hubiera denunciado su desaparición y que alguien, de alguna manera, la encontrara. Pero nada sucedió cuando pasaron las semanas y el catre se convirtió en su morada. Y nada siguió sucediendo cuando al año, hablando tímidamente el castellano gracias a Cheng, comenzó a atender la tienda por las tardes. A riesgo de hacer un desastre, Cheng le había cortado los largos y lacios cabellos dejando la nuca rapada y un flequillo que, a veces, Shilla endurecía con un pan de jabón blanco que siempre le recordaba el piletón donde lavaba la ropa de sus hermanos, y el frenético movimiento de sus brazos sobre aquellas telas descoloridas.

Es miércoles y Shilla se siente algo confundida. Se nota extraña al hablar, olvida el significado de algunas palabras, confunde otras. Una y otra vez repite para sí la frase del papelito gris pero no sabe qué pensar. No recuerda más que el vello del reverso de las palmas de sus manos -de las manos de él-, y sus pequeñas uñas que la entristecen al ver en ellas la inocencia de un hermano que, quizás, no verá nunca más. Y sin embargo, ahora, mientras busca en un estante la caja de medias grises de hilo, ella vuelve a ver, acariciando delicadamente el contorno de sus ojos apenas alargados, apenas rasgados y cerrados ante esa forma de energía que transmiten sus manos, las manos de él, que había dejado sobre el mostrador de la tienda, cerca de ella, un papelito gris doblado en dos, escrito con tinta negra, a máquina y en minúscula, que después ella leyó despacio, escondida en el baño y en voz alta para comprender mejor las palabras; ve, también, sus dedos con uñas pequeñas, como los de su hermanito menor, sobre el teclado de una vieja máquina de escribir; escucha el ruido que se produce al presionar las teclas con esos dedos y ve, por último, cómo la frase se va formando en el papelito gris. Y entonces, por primera vez, ella siente, siente cómo algo se mece cerca de su estómago, como la quietud deja paso a los interrogantes sobre el calor, cómo las ráfagas de energía se preparan para la transmisión y cómo las manos de él aumentarán, en breve, la temperatura de su cuerpo.

Está alejada del mostrador porque es viernes y porque falta media hora para cerrar la tienda. Lo que se mecía suavemente en su estómago, ahora se mueve con la fuerza de un ciclón. Recuerda en perfecto castellano la frase del papelito gris y espera. Acaricia los dedos plásticos de un maniquí. Lo hace despacio y algo oculta porque la madre de Cheng está atendiendo a una señora, cerca. Algo ingresa en su ojo derecho y le produce un dolor. Cierra los ojos y se caricia con movimientos circulares el ojo derecho. El dolor, la molestia persiste. Atraviesa el salón y se dirige al baño con los ojos semicerrados. Entonces él ingresará a la tienda y se sorprenderá levemente al no encontrarla y caminará derecho hacia el mostrador. Lo atenderá la madre de Cheng y le mostrará dos camisas a rayas y una remera blanca, que él no se probará y que pagará de inmediato. La madre de Cheng las colocará en una bolsa de nylon blanco y se las entregará al tiempo que le dirá "gracias". Shilla regresará del baño caminando despacio con el ojo derecho algo irritado. Verá, esfumado, el cerrarse de la puerta principal de la tienda y sobre el mostrador, un papelito gris doblado en dos que recogerá lentamente y leerá despacio en el baño. No necesitará del diccionario bilingüe ya que en el papelito gris sólo encontrará la dirección de una plaza y un horario. El la esperará en silencio debajo de la copa de un jacarandá, quien sabe si el mismo jacarandá donde ella durmió acurrucada tres años atrás, y la verá llegar tímida pero decidida. Se saludarán dándose la mano y ella sentirá una leve presión. Caminarán sin rumbo y hablarán; él lo hará pausado para que ella comprenda bien aquello de la energía y los cuerpos. Llegarán a la zona del puerto y ella le mostrará el lugar donde estaba el barco que la había traído al país. Le contará de Ciudad del Cabo y, triste, de su hermanito menor. El le tomará la mano derecha y le acariciará el dedo meñique. Ella sonreirá y le dirá "gracias" en coreano.

Shilla regresa del baño con el ojo derecho algo irritado. Ve, esfumado, el contorno de la puerta principal de la tienda y sobre el mostrador, un vestido azul que la madre de Cheng coloca en una bolsa de nylon blanco y entrega, diciéndole "gracias", a la señora que acaba de atender.

Cuento publicado en antología bilingüe (español-coreano) del concurso "Cruzando culturas", organizado por la Embajada de Corea en Argentina, 2006.

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