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Viernes, 29 de abril de 2016
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Abuelos ratones

Por Juliana Mandolesi
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Sobre la columna de madera dejábamos trocitos de queso. Sospechábamos, -mejor dicho sabíamos- que en ese hueco de la columna se escondían los despreciables ratones. Suponíamos que eran grandes por el tamaño de las mordidas. Las ratoneras no habían logrado nada contra ellos. Teníamos que engañarlos nosotros los niños, con artificios de inocencia. Probamos con trocitos de pan viejo pero no les gustaban, lo único por lo que expresaban gusto era el queso casero de la abuela. La abuela nos separaba un trocito de queso que podíamos usar, el resto se lo vendía a las tiendas.

Caía la tarde y nos frotábamos las manos los tres porque llegaba la hora de la cacería. Ya habíamos ido a cazar antes con el abuelo y el tío, pero íbamos a punta de escopeta; era fácil, veíamos bien lo fácil que era, no se rompían la cabeza pensando, solamente pim pum pan y ya tenían cuatro o cinco liebres o unas cuantas perdices que después la abuela preparaba al escabeche. Yo no las podía comer porque les sentía el olor a pluma y tripas de cuando las pelábamos y limpiábamos allá atrás en el galpón. Esto de cazar ratones era distinto, porque nunca los veíamos realmente, solamente los imaginábamos, no sabíamos de qué color eran ni de qué tamaño; la única forma de saber algo acerca de ellos era deduciendo e imaginando al día siguiente, cuando encontrábamos los restos de queso mordisqueado y desparramado por encima de la columna. Nunca se llevaban todo, era como si estuvieran llenos, creía que no era el único lugar en el que comían, pero nunca faltaba nada en la alacena de la abuela ni había agujeros en los bolsones de granos y harina de la casa. Probamos de todo, un día le pedimos veneno a Abuelo, dijo que era peligroso que lo toquemos, que mejor lo ponía él; nos preparó cuatro o cinco trozos que después colocó en las posiciones que le indicamos encima de la columna. Nos poníamos en un futón que había en la cocina a dormir los tres con la esperanza de oír a los agonizantes ratonzuelos después de probar el queso envenenado, pero para nuestra sorpresa, al despertar, estaban los trozos de queso intactos. Eran criaturas muy inteligentes. Les teníamos de todo menos cariño, cada vez estábamos más empedernidos en destruirlos, los abuelos participaban en las crónicas de la cacería al día siguiente cuando discutíamos acerca de cómo habían evadido nuestras trampas y mientras pensábamos cómo podríamos hacer para atraparlos con las manos en la masa. Les alumbrábamos la cueva con la linterna durante toda la tarde pero no veíamos más que polvo, alguna araña patalarga y pelusa. Hasta les hemos colocado anzuelos a los trozos de queso y nos hemos quedado en vela toda la noche con el hilito en las manos con la esperanza de que piquen y poder engancharlos del labio o de la cola. No había caso, en el único momento en el cual teníamos noticias de ellos era cuando dejábamos queso fresco y sano en la entrada de su cueva y nos dormíamos tan profundamente que ni aunque nos hayan venido a morder los talones nos hubiésemos despertado. Despertábamos y hablábamos de ellos, dormíamos y soñábamos con ellos. Sí, soñábamos con atraparlos, a veces me los figuraba gigantezcos y babeantes, con enormes dientes amarillos y manchados, de ojos colorados y rabiosos. Los aborrecía, odiaba a esos ratones que no caían en nuestras trampas, esas criaturas invisibles que rondaban la casa sólo por la noche y nos dejaban a modo de burla, un mordisqueo en el sagrado queso de la nona, ni siquiera tenían la cortesía de llevárselo todo, con lo rico que son los quesos de mi abuela, no, nos ninguneaban dejando apenas los desperdicios de ese queso que moldearon sus cariñosas manos de arruga.

Una noche, estábamos dormidos como siempre, desmayados en el futón, los trozos de queso fresco velaban encima de la columna cuando un ruido me despertó, era un rechineo muy suave, tan suave que al abrir los ojos tuve que dejar de respirar para poder oírlo, pero mientras soñaba lo oí tan fuerte que hubiera sido imposible no despertarme. Era luna nueva y una noche muy cerrada, por el ventiluz de la cocina no entraba más que espesa oscuridad. Tanteé muy lentamente la linterna que dejaba siempre abajo del futón, sacudí a mis primos con suavidad, se incorporaron en silencio. La encendí de golpe, en dirección a la columna. En el pantallazo de luz lo primero que vi fueron unos dientes largos y amarillos, manchados y algo gastados que estaban royendo uno de los cubos de queso, y seguidamente, detrás de esos dientes... a Abuelo, encandilado por la luz de la linterna que le entraba de lleno en la cara. Fue casi como cuando descubrí, más tarde, a mi tía debajo de la máscara y el traje de Papá Noel que nos traía los bolsones de regalo cada navidad. Fue así como depronto mi abuelo se convirtió en la cara del dulce engaño, fue así como mi nono de pronto se había convertido en todo lo que habíamos odiado durante esos días de absurda cacería. Sentimos una desilusión enorme, gigantezca, suprema; ¡Tanta noche en vela, tanto rompernos la cabeza pensando la forma, tantas ganas de destruir, tanto odio acumulado, tanto sagrado queso de la abuela... para nada!

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