Sobre la columna de madera dejábamos trocitos de queso. Sospechábamos, -mejor dicho sabÃamos- que en ese hueco de la columna se escondÃan los despreciables ratones. SuponÃamos que eran grandes por el tamaño de las mordidas. Las ratoneras no habÃan logrado nada contra ellos. TenÃamos que engañarlos nosotros los niños, con artificios de inocencia. Probamos con trocitos de pan viejo pero no les gustaban, lo único por lo que expresaban gusto era el queso casero de la abuela. La abuela nos separaba un trocito de queso que podÃamos usar, el resto se lo vendÃa a las tiendas.
CaÃa la tarde y nos frotábamos las manos los tres porque llegaba la hora de la cacerÃa. Ya habÃamos ido a cazar antes con el abuelo y el tÃo, pero Ãbamos a punta de escopeta; era fácil, veÃamos bien lo fácil que era, no se rompÃan la cabeza pensando, solamente pim pum pan y ya tenÃan cuatro o cinco liebres o unas cuantas perdices que después la abuela preparaba al escabeche. Yo no las podÃa comer porque les sentÃa el olor a pluma y tripas de cuando las pelábamos y limpiábamos allá atrás en el galpón. Esto de cazar ratones era distinto, porque nunca los veÃamos realmente, solamente los imaginábamos, no sabÃamos de qué color eran ni de qué tamaño; la única forma de saber algo acerca de ellos era deduciendo e imaginando al dÃa siguiente, cuando encontrábamos los restos de queso mordisqueado y desparramado por encima de la columna. Nunca se llevaban todo, era como si estuvieran llenos, creÃa que no era el único lugar en el que comÃan, pero nunca faltaba nada en la alacena de la abuela ni habÃa agujeros en los bolsones de granos y harina de la casa. Probamos de todo, un dÃa le pedimos veneno a Abuelo, dijo que era peligroso que lo toquemos, que mejor lo ponÃa él; nos preparó cuatro o cinco trozos que después colocó en las posiciones que le indicamos encima de la columna. Nos ponÃamos en un futón que habÃa en la cocina a dormir los tres con la esperanza de oÃr a los agonizantes ratonzuelos después de probar el queso envenenado, pero para nuestra sorpresa, al despertar, estaban los trozos de queso intactos. Eran criaturas muy inteligentes. Les tenÃamos de todo menos cariño, cada vez estábamos más empedernidos en destruirlos, los abuelos participaban en las crónicas de la cacerÃa al dÃa siguiente cuando discutÃamos acerca de cómo habÃan evadido nuestras trampas y mientras pensábamos cómo podrÃamos hacer para atraparlos con las manos en la masa. Les alumbrábamos la cueva con la linterna durante toda la tarde pero no veÃamos más que polvo, alguna araña patalarga y pelusa. Hasta les hemos colocado anzuelos a los trozos de queso y nos hemos quedado en vela toda la noche con el hilito en las manos con la esperanza de que piquen y poder engancharlos del labio o de la cola. No habÃa caso, en el único momento en el cual tenÃamos noticias de ellos era cuando dejábamos queso fresco y sano en la entrada de su cueva y nos dormÃamos tan profundamente que ni aunque nos hayan venido a morder los talones nos hubiésemos despertado. Despertábamos y hablábamos de ellos, dormÃamos y soñábamos con ellos. SÃ, soñábamos con atraparlos, a veces me los figuraba gigantezcos y babeantes, con enormes dientes amarillos y manchados, de ojos colorados y rabiosos. Los aborrecÃa, odiaba a esos ratones que no caÃan en nuestras trampas, esas criaturas invisibles que rondaban la casa sólo por la noche y nos dejaban a modo de burla, un mordisqueo en el sagrado queso de la nona, ni siquiera tenÃan la cortesÃa de llevárselo todo, con lo rico que son los quesos de mi abuela, no, nos ninguneaban dejando apenas los desperdicios de ese queso que moldearon sus cariñosas manos de arruga.
Una noche, estábamos dormidos como siempre, desmayados en el futón, los trozos de queso fresco velaban encima de la columna cuando un ruido me despertó, era un rechineo muy suave, tan suave que al abrir los ojos tuve que dejar de respirar para poder oÃrlo, pero mientras soñaba lo oà tan fuerte que hubiera sido imposible no despertarme. Era luna nueva y una noche muy cerrada, por el ventiluz de la cocina no entraba más que espesa oscuridad. Tanteé muy lentamente la linterna que dejaba siempre abajo del futón, sacudà a mis primos con suavidad, se incorporaron en silencio. La encendà de golpe, en dirección a la columna. En el pantallazo de luz lo primero que vi fueron unos dientes largos y amarillos, manchados y algo gastados que estaban royendo uno de los cubos de queso, y seguidamente, detrás de esos dientes... a Abuelo, encandilado por la luz de la linterna que le entraba de lleno en la cara. Fue casi como cuando descubrÃ, más tarde, a mi tÃa debajo de la máscara y el traje de Papá Noel que nos traÃa los bolsones de regalo cada navidad. Fue asà como depronto mi abuelo se convirtió en la cara del dulce engaño, fue asà como mi nono de pronto se habÃa convertido en todo lo que habÃamos odiado durante esos dÃas de absurda cacerÃa. Sentimos una desilusión enorme, gigantezca, suprema; ¡Tanta noche en vela, tanto rompernos la cabeza pensando la forma, tantas ganas de destruir, tanto odio acumulado, tanto sagrado queso de la abuela... para nada!
julianaamandolesi@gmail.com
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar|República Argentina|Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.