Los dÃas de lluvia eran una aventura en la chacra. Se supendÃan las tareas en el campo, y más descansados los hombres ganaban los galpones y cosÃan y reparaban los arneses que se iban deteriorando con el uso del tiempo. Se reemplazaban las maderas rotas de las barandas de los carros y se ponÃan clavos a las que estaban flojas. Las mujeres venÃan con sus pavas y sus mates y sus frituras saltadas en fina grasa de cerdo para la delicia de todos, enpezando por la gente menuda, como nosotros.
Si era la época de la juntada de maÃz, las familias que habÃan venido del pueblo o de otros o de otras provincias repasaban sus maletas y sus guantes -quienes los tenÃan- o reponÃan el cuero del deschalador al que llamaban "aguja". Si el temporal tardaba dÃas en irse habÃa que aprovechar el escampe para la caza de patos, perdices y hasta liebres. Se cargaban los cartuchos, pues todo se hacÃa en la casa y con sólo silbarle a los perros la emprendÃan hacia el cañadón más cercano. A mà en particular me gustaba acompañar a Pichón, que se calzaba unas botas de caña alta y mientras iba pisando negligentemente los charquitos que tenÃan un fondo de gramilla cantaba por lo bajo el tango Patotero sentimental, mientras yo lo seguÃa con mis botines "Patria" con suela de cuero muy grueso o de simple madera, el pecho se me henchÃa de felicidad y excitación porque estaba en un lugar donde el rigor y las órdenes estaban ausentes. Seguramente mi padre habÃa tomado otro camino, hacia el Canal Hondo, entre pajonales y espadañas que escondÃan nutrias brillosas de agua.
Pichón tenÃa una ventaja muy grande sobre el resto de los hombres jóvenes como mi padre -de todos modos su edad se estarÃa acercando a los treinta- o tÃo Domingo, más de cincuenta o Nando o Sete, muy cercanos a él, y también estaba ChiquÃn, que pasaba los setenta, pero Pichón era un adolescente muy sumiso y muy juguetón que habÃa sido criadio por los tÃos.
Esos dÃas de lluvia eran los más lindos, con los pastos que pisoteaban los perros y los animales estrenaban sus cueros nuevos: los caballos corriendo hacia el sol que morÃa, las vacas llamando a sus crÃas con un mugido triste, las gallinas que aparecÃan debajo de los palos donde dormÃan.
Y los pájaros entre los alto sauces verdes que no habÃan cedido esta vez una sola rama al fragor inuual de las tormentas que habrÃa estrenecido el trigal y levantado la chapa de una parve donde se guarecÃan las ancas de los caballos a su reparo que amparaba un ejèrcito de pavos que fueron sorprendidos en un alfalafar lejano con sus flores blancas cubiertas de agua.
Ese atardecer, es paz, ese silencio y ese escampe tranquilo como el fin de un planeta al que por esta vez perdonaron las piedras y el furor impiadoso del agua.
En esa paz Ãbamos Pichón y yo, protegido por sus años que eran pocos pero suficientes para mÃ, porque pronto lo verÃa cobrar alguna pieza en el aire en que un silbido hiende el espacio como un látigo presuroso buscando el horizonte tan blando.
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