Renata es mi hija, tiene cuatro años y es hermosa. Pelo rizado, piel morocha, bien morocha ahora por el sol. Corre por la playa, corre ahà donde el mar le llega a los tobillos. Corre y se salpica y salpica y allá el océano corta el cielo.
Yo hubiera preferido ir de vacaciones a la tierra de mi padre, Jujuy. Todos los años irÃa a la quebrada de Humahuaca. Es el único lugar del mundo donde siento que el polvo de las calles, las cortinas de las puertas, la madera, el empedrado, el gesto sutil de la boca, el silencio, son amables. Pero vinimos a la costa. A un lugar llamado Mar Azul. Vinimos porque mi mujer, Cecilia, quiso traer a los chicos a la playa.
Rosario, la ciudad donde vivimos limita con el rÃo Paraná. A Renata y mi otro hijo, Felipe, un dÃa los llevamos a un bar de la costanera, y al ver la arena corrieron gritando ¡El mar! ¡El mar! Con Cecilia nos miramos, dulzura y anhelo, y ella dijo: los tenemos que llevar al mar.
Esto no es el mar, chicos, dijo ella. Es el rÃo.
Yo habÃa ido muchas veces a la costa. San Bernardo, Mar de Ajo, Mar del Plata, Villa Gesell. Pero ahora habÃamos elegido Mar Azul. Un pequeño poblado de unas pocas manzanas que iba desde el bosque a la playa. Tranquilo, nada de delirios adolescentes, pocas sombrillas, brisa, arena y el agua salada y espumosa. Cecilia tenÃa razón, habÃa que llevar a los chicos al mar, pero a pesar de eso, en mi intimidad querÃa ir a Jujuy. Pero, en fin, no hay que ser tan pelotudo en la vida y cuando el sentido común es del otro, bien.
Yo también querÃa ver a mis hijos corriendo en la playa. En realidad la que corre es Renata. Felipe es medio cagón y se anima al barullo del mar solo si es en mis brazos. Qué más pedirle tiene dos años y medio. Es como la vida, al principio lo llevaré de la mano, con la puerta de retorno abierta (lo intentaré al menos) y después él se arrojará al agua, al destino. Ahora Felipe prefiere jugar con el balde y la arena.
Renata sigue corriendo. Levanta almejas del suelo. Corre.
No parece de cuatro años, dice Cecilia. A ella le brillan las mejillas.
Yo recuerdo el tÃtulo de un libro de Sacheri, Ser feliz era esto.
De repente, recuerdo, los quilombos de la ciudad que me espera, los hijos de puta que te meten el dedo en el orto, los que quieren toda la plata para ellos, los que te apuran, te empujan a bocinazos o puteadas o verdugueos o coimas. ¿Cómo mierda ser feliz?
Pero es verdad, el pelotudo era yo, tenÃa la estúpida facilidad de siempre pensar cosas que me dolÃan, malos momentos, de ver siempre la cara oscura de la gente, de la calle, de la vida, segundas intenciones.
Renata me pasa bronceador por los hombros, siento sus manitos suaves.
Asà no te arde, me dice y esa sola frase justificaba mi vida entera, debÃa justificarla.
Cecilia se puso a cebar mate. Yo no tomaba mate antes de conocer a Cecilia. Me puse a mirar el mar, azul, vasto, era como mirar el cielo de noche. Mi padre. Mi mamá le decÃa gatito y yo recuerdo a mi padre con panza e inteligencia desde siempre. Era tan inteligente que era insoportable, parecÃa tener las respuestas a todo; parecÃa elegir siempre bien. Lo peor de todo era que no solo parecÃa sino que casi siempre sus decisiones eran correctas. ¿Hay que tomar la ruta a la izquierda o la derecha?
A la izquierda decÃa mi papá y era hacia la izquierda. Era inteligentemente insoportable.
Casi no tenÃa recuerdos de mi padre en la playa. Una vez habÃamos ido a Mar del Plata, mi mamá, mi hermano y yo, mi tÃo y su familia. Mi papá se habÃa quedado trabajando.
¿Trabajando para que nosotros fueramos felices?
¿Trabajando porque le gustaba? ¿Su pasión?
¿Trabajando? ¿Condenado? ¿Por qué?
Tengo un recuerdo, ahora: mi padre y un amigo mirándole el culo a una mina con una tanga negra en una playa de Brasil. Mi madre y la otra mujer bajo una sombrilla. Yo leyendo a Stephen King y escuchando a mi padre decir algo de ese culo. Mi padre nunca decÃa nada de ningún culo, de ningunas tetas, cuando por televisión se veÃa un culo mi papá miraba hacia abajo o hacÃa algún chiste que lo sacaba de situación, como si sintiera culpa o vergüenza. Pero en ese momento, aquel amigo suyo, de algún modo, estaban mirando ese culo, y hablando, y yo me encontré sorprendido, avergonzado, confundido, y algo en mÃ, un sentimiento impreciso de orgullo al escuchar a mi padre decir: que lindo culo.
Con Felipe ahora hacÃamos torres de arena. Cuando le salÃan mal llorisqueaba, pero una vez, dos veces, si le salÃan mal le decÃa: Felipe, hay que volver a intentarlo. Hasta que al rato de tanto insistir con sonrisas y voz cálida, cuando se le rompÃa la torre, yo le preguntaba ¿Felipe qué hay que hacer? Y él empezó a decir entre carcajaditas: hay que volver a intentarlo. Yo sentÃa un orgullo minúsculo, un orgullo a medida de ese encuentro cariñoso que tenÃa con mi hijo, con la esperanza de que ese "hay que volver a intentarlo" quedara grabado en algún lugar de su alma, de su esencia, y cuando fuera grande y una mujer le dijera "te quiero como amigo", o un gerente "usted está despedido" o un profesor "no aprobó, Felipe", él se fuera a un bar, en soledad, con un libro, se pidiera un café y cuando lo estuviera tomando de a sorbos dijera "no pasa nada, hay que volver a intentarlo".
Era la frase que yo nunca habÃa aprendido, o nunca habÃa querido aprender, o habÃa querido aceptar que era asÃ, asà de simple "habÃa que volver a intentarlo", y por no haberlo hecho me habÃa reventado varias veces la cabeza en cuarenta pedazos dejándome cicatrices que me iban a doler el resto de mi vida. En fin.
Renata, Felipe ahora upa de Cecilia, y yo parado a un costado. Escrutaba el océano, cuando en una de esas miradas a lo largo de la
playa, a unos metros más allá habÃa un muchacho tirado en la arena, cubierto de arena, parecÃa dormido, borracho dirÃa por la botella de cerveza a un costado. Entonces de repente Renata. Siempre hacÃa lo mismo, parecÃa sentir, presentir mis inquietudes y me dijo:
--Papá ¿Ese muchacho está enfermo?
Me quedé mudo.
--Papi, vos sos doctor, andá a curarlo.
De repente, sentà la demanda embestirme. Orgullo, vergüenza, deber, tristeza, ternura. Empecé a caminar hacia el muchacho y sentÃa la mirada de Renata sobre mÃ, como si me estuvieran evaluando en un examen universitario.
Me paré junto al muchacho. Estaba moreno por el sol, con el pelo largo, enredado, una mejilla contra la arena, en cuero, el cuero lleno de arena, y los ojos cerrados. Una botella de cerveza junto a la cabeza.
Me arrodillé, una rodilla sobre el suelo, lo sacudÃ, amablemente, del hombro.
El muchacho abrió, despegó, despertando, uno de los ojos. Después el otro ojo y se incorporó sobre uno de los brazos.
¿Qué pasa?, me preguntó.
Nada, dije. QuerÃa saber... (de reojo miré a Renata que me observaba) querÃa saber si necesitabas algo, dije.
El muchacho miró hacia el mar, una gaviota, el sol alto en el medio del mundo.
¿Dónde está mi padre?, preguntó el muchacho.
En un botella, dije. Miré el cadáver de vidrio marrón sobre la arena; una ventisca y miré el océano. Me sorprendà por lo que yo mismo habÃa dicho. Pero asà como estaba, perplejo, algo habló desde mi:
Papá está en una botella que arrojamos al mar.
Me encogà de hombros. Me alejé del cuerpo lleno de arena como una milanesa veraniega y que se quedaba hablando solo ¿Solo?
Miré allá donde la playa terminaba, habÃa arbustos, un árbol, autos y un chico se acercaba hundiendo sus pies en la arena con una plancha bajo el brazo. HabÃa un bar, un pequeño bar.
¡Voy a comprar una coca!, le grité a Renata.
Ella me saludó con la mano en alto y corrió hacia el mar.
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