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Martes, 7 de junio de 2016
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Papeles y amistad

Por Alberto Giordano
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Un sábado a la mañana, en Montevideo, Elvio Gandolfo me invitó a conocer la redacción del "Cultural", el mítico suplemento del diario El País, que dirigían Alsina Thevenet, Rosario Peyrou y un tal Lázlo, al que Elvio nombraba mucho. Tiene que haber sido en 2002, porque a Emilia todavía le gustaban los Teletubbies (lo mejor del aquel viaje fue haber consigo un Tinky Winky a pilas, inhallable en Argentina, que le traje de regalo. Lo descubrí en una juguetería cerca de la plaza de los Treinta y Tres, camino a un congreso universitario).

La redacción ocupaba un departamento no más grande que el que uso de estudio. Estaba vacía y menos desordenada de lo que había imaginado. Elvio aprovechó para hacer una llamada telefónica y yo, para revisar viejos suplementos apilados sobre un escritorio. Debo haber pensado en robar alguno, me conozco, pero no hizo falta: enseguida que colgó, Elvio se puso a revisar la pila conmigo, eligió unos diez números y me los regaló. Este podría haber sido el segundo en el top ten de los recuerdos de aquel viaje memorable. Pero después de visitar la redacción del "Cultural", recorrimos afanosamente las librerías de Tristán Narvaja, hasta encontrar un ejemplar del Diario de Ángel Rama que había editado Trilce el año anterior -Elvio recomendaba su lectura con vehemencia. No me canso de repetir, porque es verdad aunque exagero, que la lectura de ese diario cambió mi vida profesional, diría que afortunadamente. Comenzó en el Buquebús, de regreso a Buenos Aires.

Hace unos días, revisando papeles, encontré uno de los suplemento que me regaló Elvio, uno que tiene en la contratapa una ingeniosa "Defensa de la crítica destructiva", firmada por Jorge Ibargüengoitia. Me detuve en los subrayados. Como ejemplo de la inutilidad y la mala fe de la llamada "crítica constructiva", el autor propone este caso: "Un señor escribe un artículo en que dice: 'Quisiéramos ver a este excelso pintor creando nuevas formas, buscando nuevos caminos, en una palabra, quisiéramos verlo lanzarse'. ¿Por qué? En primer lugar, el autor de estas líneas está usando el 'noi majestaticus', que es una ridiculez; en segundo lugar, crear nuevas formas es algo completamente abstracto y, en rigor, imposible; en tercero, si alguien no crea nuevas formas es por una de dos razones, porque no puede, o porque no le conviene, y en cuarto, lo más probable es que el pintor aludido, al leer el artículo, también quisiera ver al autor lanzarse: de un balcón." La crítica destructiva, en cambio, siempre que sea imaginativa, además de cruel y certera, puede ser beneficiosa para quien la ejerce (no hay crítica que pueda serlo para el criticado): lo ayuda a liberarse de complejos y a colocarse "sobre terreno más firme, porque puede tener la seguridad de que no está haciéndole un favor a nadie. Además -concluye Ibargüengoitia-, si se hace con suficiente ingenio, la conversación se mejora, y los que escuchan, no sólo se divierten, sino que comprenden que más vale no meterse a las patadas con semejante lengua viperina".

Ahora que se volvieron grandes amigos, y se reúnen periódicamente para intercambiar anécdotas y hallazgos literarios, me gusta recordar una reseña ligeramente destructiva de Los misterios de Rosario, la insólita novela de César Aira, que Gandolfo publicó en Página/12, a mediados de los 90. Hasta las personas que habían servido de pretexto para la invención de personajes grotescos y melodramáticos, los amigos rosarinos de Aira, quedaban malparadas. Era ingeniosa, mordaz e imaginativa. ¿Quién sería capaz de decidir si, además, era certera?

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