Fue en 1955 cuando lo vimos a tÃo Angel viniendo a toda marcha por el largo camino de tierra que llevaba a nuestra casa, ya se anticipaba la desgracia en el polvo que levantaba de los matorrales y por el trigo que se turbaba amargamente hacia su Ford A.
Cuando terminó de llegar, con su cara colorada y pegoteada de lágrimas ya secas y de tierra, tomando una gran bocanada de aire finalmente nos dijo: Finó el abuelo VÃctor, familia.
"¿Qué?". "¡¿Cómo?!". "¡¿Y ahora?!", dijimos casi al unÃsono, y mi prima Gladys largó enseguida el llanto abrazada al pollerón espeso de la tÃa Herminia, que con una mano le acariciaba la cabeza y con la otra apretaba en el brazo de su marido el grueso pullover que una vez supo tejerle.
Yo sentà precisamente en ese momento, justo sobre la palabra "finó", cómo la bolsita de alcanfor se desprendió del revés de mi camisa y se resbaló de mi pecho hasta quedar detenida por la pollera que depronto sentà muy ajustada y calurosa. El calor subió y me tomó la cara como una lepra. SÃ, yo también lloré. Pensé que era el corazón que se me habÃa caÃdo hasta la cintura, pero no, no era. Era solamente esa bolsita, la bolsita de alcanfor.
Todos estábamos consternados por la repentina muerte del abuelo, todavÃa ni siquiera sabÃamos de qué manera habÃa ocurrido, sólo sabÃamos lo que tÃo Angel sabÃa, y que la noticia nos dolÃa a todos. TÃo habÃa dicho textualmente: "Llegó el telegrama a la estación del pueblo, de ahà le avisaron a Carlitos, el del correo, y éste que es tan amigo mÃo imagÃnense familia, enseguida estaba en casa para darnos la penosa noticia. Asà que ahà nomás agarré el auto y me vine disparando... Pobre, pobre Gran Papá..." Gran Papá, asà le decÃamos a veces al abuelo VÃctor.
Mamá preparó una ollada de mate cocido.
Esa misma nochecita el tÃo Eugenio habló con José, dueño del único colectivo del pueblo, para que a primera hora pase a buscarnos a todos los del campo ya que éramos tantos que no entrábamos en un auto ni en dos. Luego, el pequeño colectivo regresarÃa a Villada (de donde salió) para subir al resto de la familia y emprender el viaje hasta San Jerónimo, donde vivÃa ya hacÃa unos cuántos años nuestro difunto Gran Papá. ¡Y asà fue que partimos! con el olor a naftalina de esa ropa negra que no sacábamos nunca del fondo del placard porque mamá nos explicó un dÃa que sólo la usarÃamos si ocurrÃa una tristeza grande. HabÃa dicho "grande" levantando el mentón y separando los huesudos dedos de las manos, una noche antes de dormirnos, mientras la llamita de la vela al costado de la cama ya se ahogaba para siempre en la cera. Era ésta, finalmente, la tristeza en la que le harÃamos honor a aquella oscura ropa de cuervo y a nuestro Gran Papá.
Me angustiaba pensar que los encuentros con los primos de Villada sólo ocurrÃan de vez en cuando, y que la única cosa que por ahà nos unirÃa más seguido que la navidad serÃa la desgracia. Pero asà eran las cosas. Eramos una masa de tela negra rumbo a la enorme casa del abuelo VÃctor, de la cuál recordaba apenas el piso de ladrillo y el espacioso zaguán que desembocaba en un mueble de caoba bien lustrada en donde la abuela guardaba sus dulces caseros y la miel. También recordaba, mientras avanzaba el colectivo, el eco de las risotadas de mis tÃas y tÃos solteros, bien de noche, una vez que me quedé a dormir allá. Gran Papá tenÃa quince hijos, de los cuales cinco nunca se casaron y vivÃan con él y la abuela.
"San Jerónimo", dijo en voz alta José. Escuchamos a un tren largar su humareda. Con las movedizas indicaciones del tÃo Angel, dimos finalmente con la casa del abuelo. Comenzamos a bajar de a uno.
"Qué crueldá", me acuerdo que dijo papá arrugando la pera y mirando hacia la entrada de la casa, "Ni un cartel le han puesto al pobre viejo..." Era cierto.
Cuando estuvimos todos abajo, fue mi tÃo Oscar quien tomó enérgicamente el picaporte y abrió la puerta. En la casa habitaba el puro silencio. Nos preguntamos si ya lo habrÃan enterrado (nadie lo preguntó en voz alta pero todos lo pensamos). Papá atravezaba la penumbra de la casa con los ojos abiertos y los brazos separados del torso. Mamá se apretaba el rosario que le colgaba del cuello. De pronto sentimos una risotada en la galerÃa de atrás. Los dulces de la abuela dormÃan en el mueble. Todos Ãbamos en negra fila detrás de ellos, todos asà vestidos, todos amargados y con las suposiciones pegándose como figuritas una delante de otra a medida que avanzábamos por la casa. Pasando la marlera de la cocina pudimos divisar al fin el cadáver de Gran Papá, sentado en su silla, con sus bigotes rubios y gordos de antigua estirpe francesa, los ojos azul profundo que tenÃa bien montados encima de esos bigotes y el vaivén de la pipa que estaba fumandosé mientras se reÃa de cómo picoteaban el maÃz las gallinas. La abuela Anita chilló al vernos "¿¡Y esto!? ¿Qué hacen todos ustedes juntos acá?" Gran Papá tiró otro generoso puñado de maÃz, que pareció un puñado de oro; se dio vuelta y mirándonos a todos exhaustivamente, nos sonrió.
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