Recién cuando la tuve enfrente descubrà que en realidad no la recordaba. Me habÃa guardado una imagen distorsionada de Mirta, "la pupila", como le decÃan en la primaria. Mejor dicho, como le decÃamos en la primaria. Mis terrores infantiles se alimentaban de ella, de lo que sabÃamos sobre su vida y de todo de lo que inventábamos. Miedo a la muerte de mis padres, a quedarme sola, a ser sirvienta de las monjas de la escuela, a que me separen de mis hermanos. Pánico a que me corten el pelo como si fuera un varón. La veÃa llegar cada mañana desde las habitaciones, con las nenas de otros grados que también vivÃan en la escuela y me aterraba que eso pudiera pasarme alguna vez a mÃ.
Ahora es una mujer hermosa, con pelo castaño enrulado (no negro, como lo recordaba) y ojos brillantes. Me gustan sus anillos plateados, algunos con piedras pequeñas. Los aros casi no se ven pero brillan cuando se mueve y le da el sol de frente. Se puso una camisa blanca entallada y un dije muy delicado que cae como una gota justo en su escote. Es muy diferente a la persona con la que pensaba encontrarme. Antes casi no hablaba y ahora no para de hacerlo. Yo estoy muda, cuidando celosamente mi intimidad; soy reservada y todavÃa no entré en confianza como para hablar de mÃ. Ella, en cambio, quiere contarme todo.
-Tuve suerte. Al final encontré una familia - me dijo.
-No sabÃa.
Realmente no lo sabÃa. Sentà una especie de alivio que traté de extender retroactivamente. Pero es imposible, el pasado no se toca.
-Fue a los trece, cuando empecé la secundaria; vos ya te habÃas cambiado de escuela.
No sé qué puedo preguntar y qué no. Prefiero hablar de cosas superficiales y no entrar en temas escabrosos para alguna de las dos. Eso pasa cuando hace mucho que uno no ve a alguien, puede tropezar con muertos, con delitos, con fantasmas. Además, si hablamos de ella tenemos que hablar de mÃ. Me arrepiento de haber aceptado este encuentro tan agarrado de los pelos; Mirta y yo, ahora, somos dos desconocidas.
-Me adoptó un matrimonio divino. Por suerte todavÃa los tengo. ¿Y vos? -me pregunta.
-¿Yo qué?
-¿Tenés a tus padres vivos, todavÃa?
-Ah, sÃ, sÃ, por suerte sÃ. A los dos.
Caigo en la cuenta de que, al final, ninguno de mis terrores infantiles se concretó. No fui huérfana, ni estuve sola, no me separaron de mis hermanos. Las monjas no me esclavizaron ni me corté nunca el pelo por encima de los hombros. Pero este encuentro me hace pensar en otros infiernos que sà conocÃ. Hay infiernos para las que no somos pupilas, también. Para los que tienen padres, hermanos, casa con patio y perro pequinés. Hay para todos. Uno se cuida de lo que nunca va a llegar y termina atrapado por males que ni siquiera imaginó. PodrÃa hablarte de esto, Mirta, de mis infiernos, pero para hacerlo deberÃa empezar por confesar que te tenÃa lástima y un poco de miedo, también. A veces te soñaba con un cuerpo monstruoso, con cara deforme y colmillos puntiagudos. Los fines de semana pensaba en vos; te imaginaba sola, con las monjas, sirviéndoles la comida en esas mesas largas que usaban. Me sentÃa mal por vos cuando empezaban las vacaciones, para el DÃa del Niño, en Navidad, para el DÃa de la Madre o del Padre. Me daba pena tu ropa que no era tuya, porque se notaba a la legua que te la regalaban ya usada. No me acuerdo si al final alguna vez me contestaste con quién hacÃas la tarea o quién te llevaba al médico. Nunca te llevaron a mis fiestas de cumpleaños, a pesar de que la Hermana Antonia decÃa que ibas a ir, nunca fuiste. La mitad de la fiesta te esperaba y la otra mitad me morÃa de pena al pensar lo mal que estarÃas ahÃ, encerrada en la escuela. No sé si será verdad pero decÃas que no conociste ni a tu mamá ni a tu papá. ¿Cómo?, me preguntaba yo, ¿ni una vez los vio, nunca la dieron un beso? Para contarte de mà tengo que empezar por ahÃ, Mirta, y me da mucha tristeza.
Te miro y recién ahora me acuerdo de vos, creo que ahora sÃ. Siempre tuviste esos ojos brillantes y un pelo hermoso a pesar del corte que te hacÃan en la escuela.
Casi me animo a hablar. Pero todavÃa no confÃo en vos.
-Tuviste mucha suerte en la vida, sabés, ¿no?
-Bastante, tenés razón.
No sé quién se lo dice a quién.
Te sonreÃs igual a cuando eras chiquita, a cuando eras mi amiga. Ahora me acuerdo perfecto. Como si otra memoria viniera a llenar ese doble de Mirta con el que vine a este bar a tomar un café. Tu doble se va completando a medida que los recuerdos encuentran sus raÃces. Mi doble también.
Casi me animo a hablar. Pero ahora no confÃo en mÃ.
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