El lunes temprano salieron a pegar los improvisados volantes. Eran fotocopias de una imagen de Nina, con el número de teléfono y la fecha de desaparición debajo. La gata casi no se distinguÃa, era un manchón gris y negro. Federico y yo las cruzamos, nos miramos entre nosotros, las saludamos y seguimos caminando hacia la parada del colectivo. Ellas iban, cabizbajas, empapelando los postes de luz, los árboles y cualquier superficie más o menos plana que encontraran. Emilce, la madre, sostenÃa las fotocopias que después su hija pegaba con prolijidad.
El colectivo iba repleto. Viajamos apretados, silenciosos. Me mantuve callada hasta cuando lo besé, antes de bajar cerca de mi oficina. El tampoco dijo nada porque no hacÃa falta, se nos notaba en el cuerpo la vergüenza que tenÃamos. SalÃa con nuestra respiración. Yo sentÃa un poco de pena por las dos pobres mujeres que trataban a esa gata histérica como a una persona. Pero estaba mucho más amargada por mà que por ellas. ¿En qué estaba pensando cuando lo hizo? ¿Cómo se animó a algo que ni yo ni su padre hubiéramos hecho? Hijo, ¿qué hiciste? Se lo pregunté mil veces. Si lo hubiera hecho yo, al menos no me atormentarÃa la imagen de Federico sumergiendo a la gata en la pileta, aguantándose su calor entre las manos, viéndola pelear por respirar, por salir. Me pregunto cómo siguió hasta el final, por qué no pudo parar a tiempo. A lo mejor hubiera bastado con vidrio molido en un poco de carne, o veneno quizás. Algo más sutil, más suave. Federico alegó que juré matar a esa gata que nos volvÃa locos. Me recordó los dÃas enteros que pasé con dolor de cabeza por culpa de ese animal desagradable. A lo mejor es cierto que lo dije pero no me hubiera animado jamás a hacerlo, o por lo menos no de la forma en que él lo hizo. Yo nunca lo hubiera hecho, nunca.
Cuando llegué a la oficina recibà el mensaje que Federico me manda todos los dÃas desde que lo dejo llegar solo a la escuela. "Todo OK. Llegué bien". No le contesté. Me sentÃa tan mal que hasta mis compañeros me pidieron que me tomara el dÃa, creyéndome portadora de algún virus muy contagioso. Arreglé algunas cosas importantes y a las diez de la mañana decidà irme a casa. Bajé de un taxi y de nuevo me encontré con Emilce y Agustina colgando volantes. Las vi. acercarse sintiéndome incapaz de hablar, de mirarlas a los ojos. Callar no es lo mismo que mentir. Por suerte se limitaron a preguntarme si podÃa colgar una fotocopia en la reja de mi puerta y dije que sÃ. Me la dieron y tuve que ponerla yo misma antes de entrar.
Me tiré en la cama y creo que dormà unos minutos apenas; desde la mañana del domingo no pegaba un ojo. Tomé un café en el patio. Aunque el cuarto de las herramientas estaba cerrado yo sentÃa un olor espantoso. En ese momento no estaba segura si el olor estaba ahà o era sugestión. Pensé que si alguien más lo sentÃa nos podrÃa denunciar. Di vueltas, estuve yendo y viniendo, mirando el jardÃn, la pileta, las lavandas altas que delimitaban los canteros. Tuve que entrar al cuartito para ver si estaba la pala de punta. La agarré como para comprobar si iba a poder manejarla. Era pesada pero chica, fácil de manipular. De nuevo sentà ese olor horrible. Busqué los guantes y las botas de goma. Eran las doce, asà que tenÃa una hora para hacerlo sin que Federico me viera.
Lloré recreando la escena de la pileta. Federico, la gata, el agua verde. ¿Cuándo lo habrá decidido? ¿Cómo pudo pensar que yo era capaz de hacer algo asÃ, de decirlo en serio? No lo vi arrepentido ni impresionado. Hablaba como si hubiera tenido que cumplir algún mandato incuestionable. No lloró cuando me lo dijo. Lo único que le importaba era que nadie se enterase. Yo sÃ, lloré de rabia y de impotencia.
La bolsa negra estaba rÃgida. La cargué en la pala y sin tocarla llegué desde el cuartito hasta el jardÃn. Antes habÃa cavado entre dos azaleas. Seguà sintiendo ese olor nauseabundo aunque el pozo ya estaba cubierto de tierra. Lo sentà en la cocina mientras almorzábamos, en mi dormitorio, en el cuarto de Federico cuando lo limpié por la tarde. Y lo seguà sintiendo mucho tiempo más, incluso cuando el jardÃn se llenó de flores y parecÃa que nos habÃamos olvidado de todo ésto.
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