Ahora que lo pienso, este verano no escuché a Julio Iglesias. Entre el club Náutico y Rosario Central habÃa por entonces un arenal y en el arenal, un astillero. Nosotros bajábamos a media tarde y nos instalábamos debajo del casco de un barco que se sostenÃa en pie sobre unos soportales de madera enterrados en la arena. Éramos la crÃa de esa ballena inmóvil que nos cobijaba y protegÃa del sol y de las miradas adultas. Si no nadábamos, bajo su panza de hierro oxidado dormitábamos, bebÃamos vino blanco, tocábamos la guitarra y cantábamos.
Claudio tocaba el piano era el único músico real de los cuatro que, por entonces, estudiaba armonÃa con Alfredo Serafino, maestro del Gato Barbieri; Daniel, la guitarra; Hugo, la baterÃa y yo, el bajo. Ensayábamos en la casa de Claudio, pero en el astillero, como deducirás, sólo habÃa guitarras. Éramos de la misma edad, creo, quizás Claudio y Hugo fueran algo mayores, dieciséis o diecisiete. El repertorio incluÃa a Sui Generis poco después, disuelto el dúo, irÃamos juntos al Auditorio Astengo para ver el debut de la nueva banda de Charly: GarcÃa y la Máquina de Hacer Pájaros, viejas canciones de Moris, los Beatles y Simon & Garfunkel. De los temas propios, como decÃa Luca Prodan, mejor no hablar.
En aquellos dÃas casi todos formábamos parte de un grupo de rock. En garajes, patios o cuartos sonaban las desafortunadas versiones de las canciones de Charly, Spinetta, los Beatles a pesar de que ya llevaban tiempo disueltos e incursiones ambiciosas en temas como "Stairway to heaven", "From the beginning" o cualquiera de Pink Floyd.
Pero estábamos en el arenal donde todos juntos, como en un gospel bastardo, arremetÃamos con "Instituciones" o "Pato trabaja en una carnicerÃa", cuando de tanto en tanto los altavoces de Central o el Náutico irrumpÃan con publicidad de ProveedurÃa Deportiva y las canciones de Julio Iglesias. Entonces, nos Ãbamos al agua o, simplemente, manoteábamos una revista.
Para nosotros el jingle de ProveedurÃa Deportiva se combinaba con las canciones de Julio Iglesias como una sucesión de ruidos de absoluta intrascendencia: la sirena de un barco te pedÃa que te incorpores para verlo pasar en medio del rÃo, pero el sonido de los altavoces era como el zumbido de un mosquito al que espantas con el movimiento solitario de la mano, aislada en su gesto de la inmovilidad del resto del cuerpo entregado al descanso. Como no podÃamos acallar los altavoces, no los oÃamos. De la misma manera que no escuchábamos ninguna voz que no propusiera una distorsión mÃnima sobre lo conocido. Sin saberlo, porque aún no lo habÃamos leÃdo, nos mecÃamos en un constante spleen: nos adormilábamos en la depresión que nos generaba lo establecido y nos exaltábamos ante la mÃnima novedad. Cuentan que McCartney decÃa, en la época de Revolver, que su intención era distorsionar todo, agarrar las notas y romperlas para encontrar cosas dentro. Ese espÃritu nos animaba; con la música como oyentes, claro está, ya que el aporreo torpe de los instrumentos no era otra cosa que una manera de manifestar nuestra impotencia.
Charly GarcÃa, que habÃa saltado del lenguaje acústico de los primeros discos a una búsqueda más compleja con La Máquina y después con Serú Giran, representaba para nosotros esa manera de sentir las cosas.
La cita es manida pero su poder descriptivo reclama la reiteración: Charly parece estar tocando esto mañana. Cada disco es un salto, una búsqueda distinta. Poco importa ya que lo consiga o que se tope con la piscina vacÃa. Importa el gesto. La pulsión por querer ganarle un pedacito de cielo a la oscuridad del silencio.
Ahora bien, hacÃamos, te contaba, oÃdos sordos a las canciones de Julio Iglesias. Pero ya por aquel entonces el cantante gallego llenaba el teatro El CÃrculo cuando venÃa a Rosario. Y con los años llenó campos de fútbol en Tel Aviv, salas en Tokio, discotecas en Oslo, casinos en Las Vegas.
Hace unos dÃas me ha llegó un disco doble que celebra los cuarenta años de rock argentino: Escúchame entre el ruido. Sacando las versiones del Indio Solari de "El Salmón" (hasta la Marcha a la Bandera podrÃa cantar el Indio y sonarÃa bien) y "Tres Agujas" por Spinetta (esa sociedad funciona desde La la la), el resto es previsible, aburrido, plano. ¿Qué pasó?
Esto empezó hace tiempo. Con Malvinas no se impuso el rock nacional; simplemente se pasó de la creación a la producción deliberada por el camino de lo convencional. Mucho y rápido. El fast rock.
Estos discos de los cuarenta años lo manifiestan. No es la celebración de una actitud; es una efeméride. Esos dos discos son un mausoleo. Y lo que es peor: ya se vislumbra la construcción de otro para el cincuenta aniversario.
Cuando Joe Cocker graba en Woodstock "With a little help from my friends" o Mercedes Sosa canta "De mi", por ejemplo, se asiste a la concreción de una necesidad vital por parte del artista: la traducción de una obra con un lenguaje creativo propio. Cuando David Lebon hace "Avellaneda Blues" con una base de vientos a lo Santos Lipesker, no está reinterpretando a Manal: graba un standard, una pieza que detiene el tiempo, que lo fija en lugar de atravesarlo. Es lo que hacÃa Sinatra cuando se alejaba de Dorsey, Basie o de Quincy Jones con quien grabó en tres noches el mÃtico disco L.A. is my lady. Pensá en los desabridos registros de "Yesterday" o "Mrs. Robinson", por ejemplo, o peor aún: aquel olvidable pastel que fue el disco con Antonio Carlos Jobim (en el que para no quedar corto al lado de Jobim se rebautizó Francis Albert), donde consigue que la bossa nova parezca antiga.
Julio Iglesias suena igual desde hace treinta años, fecha en la que sufrÃamos aquella lejana megafonÃa. Nada cambió. Y esa es la clave del éxito. Cuando la gente escucha a Julio Iglesias siente un candor benigno que les envuelve y se dejan arrullar por esa monotonÃa sonora que fija la vida y da una sensación de eternidad. "Candilejas" o "MarÃa Bonita" o "La Cumparsita" suenan urbi et orbi en un formato meloso, suave y perenne, verano tras verano, año tras año. En un idioma que todos conocen: el de una tregua sobre el reloj que borra los lÃmites. Si el canto de Julio es inmutable, una especie de Parménides que nada cambia, entonces ni nos transformamos ni nos deterioramos.
Cuando lo escucho, me acuerdo del astillero y de nuestra ballena. Y aunque cantábamos las canciones de Sui Generis, cuando suena Charly no viajo a mi adolescencia: siento lo que vendrá.
Julio Iglesias está siempre allÃ. Como en el famoso cuento de Monterroso: cuando te despiertas el dinosaurio sigue a tu lado. Señala un momento del pasado y ese ayer te alcanza y eclipsa el presente en una falsa ilusión que también suprime todo porvenir. Porque lo que viene es igual a lo que conoces. Como el disco de los cuarenta años del rock. Todo parece haber sido. Y si el rock fue, ya no será, porque al contrario de Julio, el rock nunca quiere quedarse aquÃ. Quiere ir adonde no sabe.
Posiblemente la voz de Julio Iglesias haya sonado este verano en la playa. Pero yo no la oÃ.
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