En ocasiones se nos ocurrÃa que la lluvia era un jugueteo de clavitos sobre los charcos que formaban pequeñas aureolas apenas expandiéndose para morirse pronto.
Primero habÃamos oÃdo sobre el cinc de los techos una atropellada carrera como si fueran patitas de palomas, tal la sensación de las gotas que se precipitaban, preparándose para el futuro de la lluvia que tal vez tendiera a temporal. Y uno pensaba en los pájaros que no se habÃan podido esconder en las galerÃas, ni en los aleros de los galpones o entre las ramas ya empapadas de los árboles añosos que circundaban la casa aislada por el desmadre de las cañadas y sus pequeños arroyuelos que formaban aquellos zanjones con gramilla hechos para el drenaje, solo para pensar que cuando parara la lluvia nos esperaban muchas aventuras inesperadas o poco frecuentes. Pero habÃa que armarse de paciencia, sostener como se podÃa la pobre almita en vilo que resistÃa en un piélago de paz mientras rondaban las fuentes de olorosas y crocantes tortas fritas, el mate en bombilla, amargo, para los mayores y el mate cocido con leche gorda para la población menuda y barullera que los retos mantenÃan a raya en esas siestas que se pasaban de largo, porque en estos temporales siempre habÃa trabajo que sólo se podÃan hacer bajo techo, porque el resto, que se hacÃa al aire libre, ya tendrÃa su lugar en aquella agenda hecha de obligaciones que se cumplÃan manu militari. Donde los mayores ordenaban y los más jóvenes obedecÃan sin chistar y luego del almuerzo se alejaban para no fumar cerca del padre, aún los mayores ya casados.
Pero eso era en los dÃas soleados. Iban bajo los durazneros o los mandarinos, o aún bajos el bosquecito de pinos. El patriarca, el abuelo, el cabeza de familia aún sin ordenar era respetado en un nivel de jerarquÃa que la costumbre sostenÃa.
En los dÃas de mucha lluvia, se concentraba a los niños en el galpón donde las mujeres cosÃan y cocinaban. Eran vigilados un poco más benignamente, pero si paraba la lluvia y se decidÃa la pesca o la caza, una bandada de niños los seguirÃan con sus cañas, sus carnadas, sus perros y sus bolsitos de cargar bagres y que cruzaban en sus pechos en bandolera.
HabÃa que engrosar las ollas con alimentos diversos: bagres, patos, alguna liebre distraÃda o una perdiz que eraba el momento del vuelo y encontraba el perdigón fatal y que su silbido no lograba evadir la muerte a la que le habÃan hecho distraer otras veces, tal vez muchas.
En los mismos galpones se hacÃan esas cenas aumentadas por los mensuales, los juntadores, los jornaleros con todas sus familias que siempre eran numerosas y de buen diente y mejor estómago.
Al anochecer, si las condiciones del tiempo lo permitÃan, y los campos estaban suficientemente inundados se volvÃa para ganarle a las sombras por esa franja de luz que levaba al caserÃo que formaban esas construcciones de tiempo remoto que se habÃa ido agregando en habitaciones y galpones y depósitos para guardar el cereal y el galpón donde todos los vehÃculos pasaban las noches sin mojarse de lluvia o rocÃo.
La tierra se cuidaba muchÃsimo en aquel tiempo, la rotación de los cultivos y el cuidado de los animales que ayudaban a que el campo produjera, las vacas daban leche y los cerdos y sus corderos su materia alimenticia. Los conejos y las gallinas y los patos y gansos estaban al cuidado de los mujeres, lo mismo que los palomares. No habÃa chacra que no tuviera uno o varios. El que tenÃa mi abuelo era circular, altÃsimo, y lejos de los gatos, pero no tanto de los chimangos o los cuervos y aún las vÃboras que reptaban para comerse huevos y pichones. Los habÃa rectangulares, de ladrillos bien cocidos y encalados, bien impÃos.
Los palomares eran un reservorio seguro de alimento familiar y la carne blanca y exquisita se hacÃa con polenta y una salsa que invitaba al vino tinto y al recuerdo de la Italia lejana y sólo asible por las canciones que se recordaban y caÃan sobre los bigotes llovidos de los mayores, en el delantal oscuro de un luto eterno de todas las mujeres donde nunca habÃa alegrÃa, sólo partos sucesivos y trabajo y sacrificio. Y quizás en los ojos celestes de alguna jovencita que se atrevÃa a sonreÃr porque se habÃa enamorado. Muy discretamente y muy ardientemente, como solÃan amar las mujeres de aquel tiempo remoto que transitaron mis tÃas y mi madre.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar|República Argentina|Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.