Aunque desde la primera vez que trajo el pedido a casa le dije que no era necesario, siempre se quitó el calzado antes de entrar. Chen casi no hablaba castellano pero creo que comprendÃa todo (y uso el verbo "comprender" en su sentido más profundo). Aquella vez trajimos un chango repleto y algunas bolsas de plástico en la mano. Me ponen incómodas esas situaciones en las que alguien hace el trabajo por mÃ, nunca sé cómo comportarme. Hablo de más o me quedo callada en exceso, no sé siquiera para dónde mirar. Subimos al ascensor en absoluto silencio, con esa paz tan genuina de los orientales. Se notaba que Chen no habÃa tomado un curso de meditación on line, traÃa la capacidad innata de relajarse en cualquier circunstancia. PodrÃa decir que lo veÃa feliz. Me ayudó a sacar las cosas del carrito y después lo acompañé hasta abajo, sin que aceptara ni el vaso con agua ni la propina que le ofrecÃ. Cuando iba caminando delante de mà tuve la sensación de que ni el cuerpo ni el alma le pesaban.
Después de un mes más o menos, cuando ya no quedaba ni una cucharada de café para rasquetear en el fondo del frasco, volvà al supermercado. Le avisé a Chen que iba a necesitar que me llevara el pedido a casa. Compré mucho más que la primera vez pero me abstuve de elegir algunos productos que me encantaban, como vino, saladitos, gaseosas. Me dio vergüenza que me viera consumir esas cosas. Reemplacé hamburguesas por milanesas de soja y lino; en lugar de galletitas llevé dátiles y almendras. Compré jengibre, menta y arroz integral. Mientras la cajera cobraba, Chen iba acomodando los productos en unas cajas de modo tan simétrico y preciso que parecÃa un dibujo. Volvimos a recorrer las cinco cuadras en silencio, con el quejido del chango como música de fondo. Subimos con la vecina del quinto piso. Nosotros no hablamos. Era viernes, me acuerdo que habÃa invitado a cenar a unas amigas y terminé suspendiendo la comida. Sacamos las cosas del carrito entre los dos y esta vez si aceptó un vaso con agua y mi propina. Yo también tomé. Sin decir nada, como si alguna fuerza estuviera moviéndonos, nos abrazamos. La luz de la tarde imprimÃa nuestras sombras sobre una pared de la cocina. Chen tenÃa un perfume muy dulce, parecÃa miel. Su respiración se iba robando la mÃa, envolviéndome, serenándome. Se fue después de una hora y media, también en silencio. No le dije chau, ni nos vemos; nada.
La segunda vez que abracé a Chen yo sabÃa que iba a suceder. Repetà el ritual de avisarle que tendrÃa que llevar el pedido hasta casa, después le ofrecà agua, dejé la propina sobre la mesada y esa vez me saqué las sandalias. Sin mis tacos él parecÃa más alto y nuestros cuerpos se acomodaban mucho mejor. El hueco de su pecho se abrÃa mejor para apoyar mi cara, el pelo y parte de mi hombro derecho. Me hubiera quedado un mes asÃ, descalza, con sus brazos rodeándome el cuerpo. No sé si él sabÃa que Ãbamos a abrazarnos ese dÃa, pero la fuerza que nos atrajo fue la misma de la primera vez. También esa tarde se fue en silencio.
Abrazar a Chen se convirtió en una tarea imprescindible para mÃ, tan codiciada que me pasaba el tiempo calculando cuándo ocurrirÃa. Esperaba ese abrazo (quincenal al principio, semanal después) con la ansiedad con que una nena espera a los Reyes Magos. El jamás descuidó el orden en que ubicaba los productos en las cajas, nunca dejó de quitarse el calzado en la puerta de calle, siempre tomó su vaso con agua y guardó la propina. Después, recién después de cumplir su tarea, nos acercábamos para abrazarnos. Todo era importante para él, no se precipitaba, no se demoraba y tampoco se excedÃa. Yo era meticulosa en las compras, pudorosa dirÃa, y aunque cada vez compraba menos, me aseguraba de que fuera una cantidad que justificara el delivery.
Durante los seis meses que duraron los abrazos, el sol fue cambiando su forma de replicarnos sobre la pared. Nosotros no cambiamos para nada la forma de abrazarnos. Ninguno de los dos buscó la boca del otro. No sé qué le pasaba a él, pero no era sexual, ni siquiera romántico lo que provocaba en mÃ. A nadie le conté lo feliz que me hacÃa abrazar a Chen. Era eso: abrazarlo me hacÃa sentir feliz.
Una tarde de viernes volvà al supermercado. Chen estaba, como siempre, detrás de una de las cajas, en un escritorio desordenado desde donde controlaba el negocio. Le dije que iba a necesitar que me acompañara hasta casa con el pedido. Me miró y negó con la cabeza. Espere, me dijo. Del bolsillo sacó un papelito arrugado que abrà recién en casa, después de que se fuera el empleado a quien le ordenó que llevara mi compra. Tuve que esperar varios meses para descubrir qué decÃa la nota. Con la misma paz que tenÃa Chen, una traductora la leyó para mà a cambio de cien pesos.
"Un instante es la eternidad./ La eternidad es el ahora./ Cuando ves a través de este instante/ ves a través del que te ve?"(1)
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(1) Instante, WU Men (1183-1260).
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