Tocaron el timbre y Emilia levantó el portero eléctrico y preguntó. Una voz borrosa pronunció un nombre que súbitamente se encogió. HacÃa una semana que caminaba hasta el portero pensando que Facundo la habÃa comprendido y ahora le serÃa fácil encontrar una reconciliación. Apoyó la caja de fotos sobre la mesa, bajó los escalones de dos en dos, y antes de abrir el pestillo reiteró la pregunta sin ninguna convicción. Nadie. Nadie del otro lado contestó. Eran las tres de la tarde y por la avenida se escuchaba el tráfico que comenzaba a ser perturbador, y la cadencia de una voz que repetÃa los precios irrisorios del supermercado. Como en un concierto de rock vio pasar por su mente imágenes de jóvenes que aguardaban detrás de una reja de hierro sonriéndole a una cámara que compartÃa la misma desolación. Abrió la puerta y una mujer bajita, mÃnima, de aspecto severo y el cabello trenzado por una vincha negra la saludó. Emilia miró sus manos, los dedos largos apretando unos folletos con la foto de una cascada y una llovizna resplandeciente que las primeras letras en imprenta imitaban.
--No creo que sea cierto.
--¿Qué cosa? -preguntó la mujer desconcertada.
--Le creo, pero no creo que sea cierto. Disculpe.
Emilia dio un paso atrás y antes de cerrar la puerta vio como los dedos de la mujer la sostenÃan y sostenÃan el peso de una madera añeja con pliegues barnizados por el sol.
--Disculpe -repitió con un dejo de indignación.
La mujer habló de modales y de que si no existieran todo serÃa más tortuoso y aterrador. Emilia la miró sin parpadear. Miraba sus ojos claros y un mechón de pelo que parecÃa confundirse con la sombra de una arruga del mismo espesor. Bajó la vista y la volvió a subir para señalar con un semicÃrculo arremolinador el calor sofocante que las baldosas de la vereda chupaban. La mujer quitó la mano de la puerta y nombró las direcciones de las casas que habÃa recorrido en dos cuadras. Después sacó una birome y trazó una lÃnea ondulante sobre el único rectángulo vacÃo que el folleto atesoraba.
--Ves -dijo-, el tiempo es una lÃnea y ha llegado. Eres la primera y la última. Una puerta abierta en el cielo.
ParecÃa corta. Emilia escuchó sus palabras y pensó que después de todo no eran tan penosas. Largas y penosas estaba bien. ParecÃan correr en la misma dirección. El ómnibus paró, y por la puerta de atrás descendió una mujer con tres chiquitos que apenas se podÃan sostener de las barandas. Las sombras de las ventanillas abiertas con los codos afuera formando una horqueta elástica se duplicaron en el cuerpo de la mujer y en la remera sin mangas que Emilia llevaba puesta desde la mañana. Los chiquitos apretaron las manos de su madre y el más alto las soltó cuando pisaron el asfalto grisáceo de la calle. La mujer levantó el dedo Ãndice y siguió las figuras cuadradas que se alejaban.
--Escúcheme. Cuando despierte sus ojos arderán como llamas de fuego, y su voz dividida por una espada resonará como una cascada. Pero si todavÃa duerme, la serpiente de siete cabezas le arrebatará el aliento y la confinará a una vida ajena, insensible y desordenada.
Emilia pensó en las teclas de un piano desvencijado. Lo habÃa visto alguna vez en su infancia o en su adolescencia, y en alguna casa del barrio que sus padres visitaban. Recordó la risa de su abuela mientras almorzaban en la cocina iluminada por la claridad diáfana que entraba por una estrecha ventana. Claro, era eso. La pared del living con un cuadro que colgaba y la pendiente de un rÃo angosto con un puente precario que la cruzaba. Cuando su abuela aún vivÃa le contaba que no bien se levantaba se quedaba mirándolo porque le recordaba el espÃritu inquieto de su hermano. Emilia estaba en la escuela primaria y le preguntaba una y otra vez si ese material era témpera. Su abuela miraba sus dibujos y le mostraba las ventanas que habÃa en la cuadra para que ella las copiara y no reprodujera los mismos colores y el mismo ángulo.
El semáforo cambió a verde y un carro tirado por un caballo se detuvo frente a un contenedor. Los autos estacionados ocupaban toda la cuadra y el conductor que habÃa dejado el suyo detrás de la senda peatonal habÃa olvidado las balizas encendidas. El cuero de los asientos parecÃa más negro que el negro viscoso del interior del contenedor cuando el hombre soltó las riendas y sus piernas quedaron ocultas por el plástico marrón.
--Escúcheme -susurró la mujer-. Cuando Cristo dijo lo que dijo estando en la cruz pensaba en sus amigos. Solo los bienaventurados sabrán qué hacer cuando la muerte hable la lengua que Cristo desoyó en un atardecer.
Emilia la interrumpió con un gesto desordenado. Sus labios lisos, el cuello de una camisa apelmazada, los rayos del sol en una piel pálida. Pensaba muchas cosas y no encontraba la palabra adecuada. Que Cristo tuviera amigos no cuajaba con lo que ella habÃa leÃdo por primera vez a los ocho años. No cuajaba con una persona que transitaba el camino de una muerte anunciada. Las voces se superpusieron y la mujer levantó la suya para que Emilia se callara.
--La Biblia es clara. Cuando el ángel tomó el incensario sabÃa lo que estaba pasando, porque lo llenó con brasas de fuego y lo lanzó sobre la tierra para que un terremoto la resquebrajara. El fuego creció tanto que quienes por ahà caminaban debieron alejarse porque el calor carcomÃa la piel y convertÃa en harapos las pocas ropas que llevaban.
Emilia miró las bocas de desagüe y se malhumoró. La mujer pasó las páginas del folleto y leyó lo que segundos antes habÃa dicho con una desviación pálida. ParecÃa absorta, el cuerpo inmóvil y la misma voz de sosegada calma o resignación. Mugió una canción y repitió las últimas palabras con los tres números de una casa de la cuadra anterior. Las sandalias negras y su cabello lacio. La puerta y la vereda que llegaba hasta la calle. El paredón del taller mecánico que habÃa del otro lado de la avenida se levantaba y transformaba sus figuras en miniaturas absurdas y desproporcionadas. Emilia contó las letras de las palabras e imprevistamente las nombró. Sintió que se ruborizaba y trató de ocultar esa impresión. La mujer vio bajar su cabeza y estirar los dedos de la mano. Tal vez la habÃa escuchado. O quizás habÃa pensado que algo querÃa decir y no se animaba. De pronto Emilia comprendió que existÃa un momento en el que podÃa decir que las palabras discriminaban. Estaban ahà para mostrar que una cosa no era igual a otra. Y aunque sirvieran para recrear un lugar o encontrar una dirección no podÃan hacerse carne de una situación.
Abrió la puerta y pisó la vereda con los pies descalzos. Junto a su pecho la mujer cargaba una carpeta con una decena de ejemplares. Lentamente, repiqueteando los pies para no quemarse, recogió uno y le aseguró que lo leerÃa en el transcurso de la semana. La mujer soltó los labios, miró el resto de la cuadra y murmuró "está avisada". Era la segunda casa de la manzana y el único quiosco de la cuadra estaba cerrado. Caminó hacia la esquina y se sentó en las barandas de fierro de un jardÃn enano que habÃa en la ochava. Esperó cinco minutos y volvió. Cuando subió los escalones vio que la pantalla del celular estaba encendida y rebotaba un abanico de colores esmaltados. Facundo la habÃa llamado dos veces y enviado varios mensajes porque ella no contestaba. Las palabras estaban entrecortadas y las completó para que no parezcan tan depreciadas. Revolvió la caja de fotos y sacó una serie en la que su abuela aparecÃa sentada, de perfil, con las manos contrapuestas hilando un nudo de lana o dando unos pasos hacia donde ella estaba parada con una hoja en la mano. Corrió las cortinas y apoyó el dedo Ãndice sobre la ventana del balcón. Un pino alto y delgado se columpiaba en la entrada de un chalet. Las gotas caÃan por una manguera y llenaban un balde ajustado a una hilera de macetas del mismo color. Necesitaban agua y un poco de sombra que las cobije del calor abrasador.
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