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Miércoles, 5 de octubre de 2016
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Confesiones de invierno

Por Sebastián Rogelio Ocampo
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Noelia hacía siete años que estaba internada en aquel hospital psiquiátrico. Era una piba linda. En realidad, sus facciones no eran dignas de decirse bellas pero dos ojos negros y profundos la hacían atractiva. Cuando yo estaba de turno siempre me pedía analgésicos. Se quejaba de dolores de cabeza, de cuello, de brazos. Pero yo intuía que aquella demanda no era de pastillas sino de otra cosa, porque cada vez que yo iba a su cuarto nos quedábamos hablando mucho tiempo. En realidad ella hablaba. Yo hacía algunas preguntas y ella se extendía en un relato que parecía nunca tener fin. El relato de su vida. Varias veces me había dicho que me estaba contando cosas que nunca había contado a otros. Como por ejemplo acerca de la primera vez que se enamoró. Fue de un compañero de la escuela secundaria y fue locamente, sin respiro y con vigor femenino. Lo persiguió por años con cartas de amor hasta que él, finalmente, por placer o por piedad, le concedió una noche de amor. Esa noche ella sintió un asco repulsivo que terminó con aquel idilio que auguraba ser eterno.

A mí la gente me confiesa cosas.

Toda la vida me pasó.

No sé bien por qué, pero toda la vida en algún momento la gente me ha dicho: "Te voy a confesar algo...", y me han hecho cómplices de los secretos más profundos de sus vidas.

Un amigo colega, médico, al que conozco desde hace un par de años, me confesó que tiempo atrás la vida se lo llevó por delante y terminó maníaco y delirante en un rapto feroz y aventurado que terminó con un viaje a Mar del Plata, el despilfarro de miles de pesos en el casino, alcohol, cocaína y una internación psiquiátrica que duró lo mismo que el tratamiento de un desgarro muscular: 21 días.

Mi tío Raúl fue a mí a quien confesó que tenía SIDA. Fue una noche de Navidad. Se sabía que el tío Raúl andaba en "la mala". Solo aparecía para las fiestas. Tipo tres de la mañana nos encontramos él y yo fumando en la vereda. A mí me interesaba su vida. Había un mito lleno de historias de piratas del asfalto, contrabando, proxenetismo, timbas clandestinas. Esa noche fumábamos en silencio, me puso la mano en el hombro y me dijo:

--Sobrino, me voy a morir.

--¿Qué pasó tío?, le pregunté.

--Tengo el bicho

--¿Que bicho?

--El bicho, sobrino, el Sida.

El tío Raúl murió nueve meses más tarde de una neumonía por neumocistis carini. Una bacteria que solo afecta a los inmunodeprimidos por Sida.

Hasta mi padre que padeció una enfermedad eterna, siniestra y humillante como el Parkinson me confesó una tarde que había sido muchas veces infiel a mi madre. Esperaba que yo le recrimine, pero lo escuché mansamente como dos compañeros de victorias y derrotas, y terminamos hablando de nostalgias de música partisana y una guerra en Europa que parecía nunca haber terminado.

Una noche yo estaba de turno en el hospital y una enfermera me hizo saber que Noelia me llamaba porque le dolía la cabeza. Pedía un ibuprofeno y yo se lo llevé. Ella tragó la pastilla apurando un sorbo largo de agua. Después me miró y dijo:

--Tengo algo que confesarte...

Se me heló la sangre en las venas porque de repente supe lo que me iba a revelar. Me parecía imposible, casi fantástico, pero supe que iba a hacerlo.

--Yo asesiné a mi padrastro -dijo- Recuerdo todo. Mientras lo apuñalaba le dije: 'Malparido, soy la única que va a estar en tu funeral'. Después lo descuarticé y lo metí en soda cáustica. No es como dice la policía que lo quemé vivo, estaba muerto cuando su carne la metí en la cáustica".

No sé si habrá notado el sudor de mi frente, pero me sentí sofocado y me apoyé de espaldas contra la pared. Tragué saliva, me compuse. Entonces sentí miedo, un temor misterioso que dio lugar a un sentimiento de orgullo, y complicidad y de ternura, sí, de ternura. El padrastro de Noelia las había golpeado a ella y la hermana por años. Una noche violó a su hermana y ella a los dos días se suicidó, y el fin de semana siguiente el padrastro apareció descuartizado y quemado con soda cáustica en una bolsa en un baldío. La policía declaró culpable a Noelia, pero un psiquiatra dijo que fue un brote de locura y por lo tanto quedo condenada a un tratamiento crónico en aquel psiquiátrico. Todos la miraban como a un monstruo porque ella siempre había negado recordar algo. Todos sospechaban de la mentira pero nunca nadie había podido saber la verdad. Una verdad que ahora por algún designio incierto me revelaba a mí.

Tuve la necesidad de preguntarle por qué, por qué a mí.

Muchas veces a todas esas personas quise preguntarles por qué a mí. Pero nunca lo había hecho. En realidad siempre tuve miedo a la respuesta, miedo a una verdad imposible de la cual yo creía ser no consciente. Pero esta vez lo hice...

--¿Por qué me lo contás, Noelia? ¿Por qué a mí?

Hubo un silencio, ella miró hacia el suelo por unos momentos. Después me clavó su mirada.

--Hay un brillo en sus ojos, doctor, dijo. Cierta serenidad. Algo nos dice que usted fue testigo de un profundo dolor humano, y con ese dolor, de todas sus miserias. Eso lo ha hecho un hombre noble incapaz de juzgar a nadie. Podemos confiar en usted.

Otra vez sentí un escalofrío recorrerme. Noelia había dicho "podemos" como si ella fuera abanderada de un mensaje universal. Quise sonreír, pero no pude. Me acerqué y le estreché la mano. Le iba a dar un beso en la mejilla pero no lo hice. Le prometí que nunca iba contar aquello que me reveló esa noche. Nunca lo revelé. Este relato es también inventado. Me iré con aquella verdad a la tumba. Sus ojos dulces y siniestros. Así era la mirada en los ojos de Noelia cuando nos despedimos.

Nunca pude olvidar esa mirada, el escalofrío, el silencio húmedo del pasillo del hospital.

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