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Viernes, 14 de octubre de 2016
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La áspera evidencia

Por Leonel Giacometto
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"La generación de la tristeza funda el triunfo de una cuestión que va más allá de las políticas de educación, de lo que está pautado como enseñanza, de la importancia de garchar o ser garchado", escucha Andrés Letonia, "de tragarse o de comerse a mordiscones un pijón o de absorber el jugo de una concha en los días en que las mujeres no necesitan pincharse para sangrar, de oler mierda todo el día, de darle algún tipo de valor a la superficie de lo escandaloso, de la curiosidad como forma de experiencia veraz, de los rescates marginales de lo que el hastío armó como trinchera. Ya no hay hastío sin clasificación, ya no se explica nada entrando y saliendo de sí. Algo fue vaciado generación tras generación y ni siquiera es permisivo darle una especie de identidad a algún límite. En serio es un slogan de lo que se fundó en la tristeza, y la diversión es vernos caer. Pero no hay suelo donde hacerlo, y alucinado estaría el que piensa que las culpas no pueden ser transferidas de una generación a la otra. Pero aún más ingrato es el hecho de pensar algo que de antemano se sabe insumiso, somnoliento de ritmo, áspero en su evidencia. La victoria es una derrota a posteriori de lo que ya no puede nombrarse. A muchos se les escapa este secreto pero nada quita subvertirse a un mandato así para no creerse tan pobre. Así, como quien quiere la cosa, como vital, la barroca tarea de ser íntimamente triste, sin ofertas de discurso y degradando todo cuanto existe a la sucesión real de saturaciones se corre un poco más acá, y no se dice otra cosa más triste que el lenguaje quedó sometido a un reduccionismo, como si de verdad importase no volverse un autista que supondría que nada falta si se sabe dónde está el bien y dónde el mal. Ya no es una cuestión de fe, sino de medios y artilugios que dejen la ventana abierta. Demasiadas puertas abiertas en esto. Esto es una especulación del cuerpo que impone una queja que, degradado todo impulso por producir alguna forma personal de sentido, valoriza saber qué, cómo y cuál es el factor que hace correspondencia con todo lo viable que supone ser buena o mala gente. Los derechos de la ciudadanía no existen ya. Los ciudadanos no saben cómo hacer para hablar, y esto ya no parece un encuentro con el éxtasis. Lo que tiene nombre propio se niega, y es el propio ciudadano de uno el que emigra adonde lo que se prefiere no desenrede ningún daño o beneficio sobre la mendicidad de lo que alguna vez alguien podía referir como afecto de la carne por la otra carne, la de todos", termina de escuchar Andrés Letonia mientras le pasa cien pesos al otro. El otro se llama Gastar, ronda los sesenta años, es petiso, vino de Formosa y vende metanfetamina. La fabrica su hijo con dos personas más. El hijo de Gaspar estudió en Bariloche. Por cien pesos le da tres bolsitas y diez pesos de vuelto. "Mi hijo me dijo lo que hacés", le dice a Andrés Letonia, "por eso desembuché todo esto. Haceme aparecer si querés, poné mi nombre y que se mezcle con los pedazos tuyos y el entramado social que seguro se empecina en leer lo que vos hacés. Después de todo ya nadie respeta un fervor".

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