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Viernes, 13 de octubre de 2006
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Catastro y catástrofe

Por Beatriz G. Suárez *
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No se puede caminar. Cada dos pasos: una construcción. Al mediodía se hacen cuatro mil setecientos asados, el humo impregna la ropa, vuelan ladrillos, diarios, Pórtland o pedazos de ventana. La arena hace playas en las calles comunes, los albañiles silban, escupen, gritan, se piden (hasta ensordecer al vecindario) una morsa que quedó en la planta baja.

¡No doy maaaas! Estoy harta de que Rosario sea el paraíso de la cultura y que a su vez al caminar por cualquier lado se oiga: "Mamita, vení te chupo toda!" "Gordita divina qué tetas" "Dónde vas corazón" etc.

Pero claro, estamos progresando a pasos agigantados, los chacareros compran, y el que protesta porque le construyen a doce centímetros de donde duerme, cobra.

Han tirado abajo cuanta pared antigua había, y cuanto mas vieja mas palo, más grúa, más container; derriban pensiones, almacenes, precarios edificios con humedades propias. Están sacando a golpes la ciudad, cada metro una obra, un mameluco marrón, un ingeniero, todos empeñados en reírse de la Rosario sin repuestos. Miran desde terrazas no hechas, espían patios, colocan balcones de chapa que no sé qué carajo sostienen pero se asoman a las casas linderas y uno desayuna con obreros de la construcción. Y no quiero. No estoy de acuerdo. No sé qué hacer. Quisiera retornar a la normalidad, a la urbe pintoresca que alguna vez tuvimos, con sedes, bares tradicionales, esquinas esculpidas, angelitos, flechas, carteles sin sponsors, líneas curvas, mármoles, herrería artesanal, amor a los materiales, nobleza.

Todo tiende hacia un turismo de hormigones armados.

Metrópoli de antes ya no queda, demolieron los clubes de barrio, las panaderías. Al panadero le conviene mas vender su propiedad a doscientos mil dólares que juntar la plata con el pan nuestro de cada día. Se fue la misa del horno, el olor a facturas a las tres de la mañana. ¿Dónde vamos? ¿Dónde vamos a comprar el trenza o la flauta ahora? ¿Al Coto?. Reunirnos entre góndolas al lado del tarrito de conserva con el único código que queda: el de barras.

La ciudad adopta formas cuadradas, las molduras caen en los volquetes, muertas, azules de un ácido cianhídrico asesino proveniente de todos los martillos.

Rosario muele su historia, quedan paredes fileteadas a mano, mayólicas de España solo viviendo en la memoria.

Muta hacia una forma única, de aluminio forjado y columna absoluta, se la lleva a mordiscos la modernidad peligrosísima.

No nos extrañemos si mañana amanece y resulta que han tirado abajo el Monumento para construir el Shopping "Celeste y blanco". O si en el Parque Independencia alguien inaugura un barrio cerrado con lago y todo, tala un poco los árboles y hace una cancha de golf en el hipódromo.

Podría ser que a Oroño le tumbaran las palmeras y allí se construyera una continuación de la autopista que desembocara en el Paraná, de paso podrían privatizarlo y hacer un puente colgante o fundar una sucursal del Banco Hipotecario a la altura de El embudo o El saco. Que los pescadores llevaran sacas en vez de sábalos y el agua deviniera café express.

Podrían demoler el Palacio Municipal (la secretaría de planeamiento urbano sobre todo, ¡total!) y hacer uno de esos edificios baratos de setenta mil dólares al alcance de todos, con un millón de habitaciones 2 x 2 para alojar a estudiantes de arquitectura que el día de mañana siguieran derribando, les queda el Palacio Fuentes, la Bola de Nieve, La Favorita, la facultad de humanidades, las casonas de calle Alvear, etc.

Podría molerse a palos la historia en la mampostería y cuando todo fuera polvo, y solo la sombra filiforme de Rosario quedara a la deriva de lo que alguna vez tuvimos sería una buena idea hacer una gran fiesta.

Donde nadie quisiera alzar los ojos.

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