La casa está al costado de un camino que lleva a lo que fuera anteriormente el "Establecimiento Maldonado". Diez mil hectáreas que otrora se diversificaban en ganaderÃa, agricultura, crÃas de cerdos y ovejas; todas las aves de corral imaginables; haras de caballos y un monte de mil conÃferas debajo del cual se diseminaban multitud de colmenares repletos de miel cristalina y exquisita. La vida de la estancia daba de comer a mucha gente que trabajaba allà y a sus familias.
El abuelo del dueño, un alemán bondadoso y lejano que vivÃa en Buenos Aires y se llegaba todos los meses a ver cómo marchaban las cosas, habÃa heredado ese campo como parte que la Banca Torquinst cobró a crédito del gobierno provincial en el siglo XIX según me contaron los últimos descendientes, una hipoteca para conseguir fondos que sufragara la Guerra del Paraguay o algo asÃ.
El dueño de aquellos tiempos se llamaba Guillermo Lynnen, pero todos respetuosamente le decÃan Don Guillermo y le habÃa confiado el control a un mayordomo también de origen alemán quien a su vez confiaba en un capataz para el manejo del personal, pero éste era criollo de pura cepa y respondÃa al nombre de Marcelino RodrÃguez y andaba siempre a caballo, con un talero que le colgaba de la muñeca derecha y un sombrero aludo y negro que le hacÃa sombra en su rostro tostado por el sol abrasador de los eneros.
La casa de mi relato estaba antes de llegar a la tranquera principal y era uno de los tantos puestos de la estancia y estaba a escasos trescientos metros del pueblo y constaba de un par de habitaciones espaciosas, un comedor holgado y una gran cocina como se usaba entonces en el campo. Allà reinaba una Carelli de gran hornalla y tiraje estupendo que remataba en una chimenea con su humo elevándose hacia el cielo. Estaba, la casa con techo a dos aguas y tejas coloradas en el camino que llamábamos de "don Way", porque cerca de allà habÃa vivido un viejito ruso escapado de la guerra, en una casa ruinosa rodeada de plantas de naranjas.
Al puesto caÃamos todas las tardes en una época, porque el hijo menor era nuestro compañero de grado, Juan Bernardo, a quien una maestra habÃa bautizado "El Zorro" porque descubrió que sus travesuras eran disimuladas como si fueran hechas por otro.
Nosotros, luego del almuerzo, nos encaminábamos hacia "el puesto de Juárez" como se lo conocÃa porque asà se apellidaba el padre de nuestro compañero y él mismo, Ãbamos con una intencionalidad concreta: aprender a andar en bicicleta con una pequeña, rodado muy chico que él usaba para trasladarse hasta la escuela. Entonces, mientras varios de nosotros entretenÃa al entusiasta Juan Bernardo jugando a la pelota, uno arremetÃa entre los pollos y los pavos tratando de conseguir ese maravilloso equilibrio que nos daba estar allà sobre las dos ruedas.
Nos Ãbamos turnando y asà aprendimos a andar en bicicleta, ya que ninguno de nosotros tenÃa una y recién al salir de la primaria y comenzar a hacer algunos trabajitos pudimos adquirir una.
Mientras zigzagueábamos entre la población gallinácea y nuestra propia impericia bajo esos paraÃsos coposos, alguna nube perezosa irÃa por lo alto, bajo un sol como una medalla de fuego bruñida, navegando en ese cielo de lata caliente.
Las tareas agrÃcolas seguirÃan sus duras rutinas, mientras ese grupo de chicos, indolente y despreocupado, ausente de todo lo que no fueran esos juegos impelidos de una energÃa que serÃa como ese instante olvidados en el rincón de la más remota memoria, como si esas percepciones que sus mentes infantiles captaron esos dÃas no volvieran a ser repuestas en ninguna otra realidad posible.
A veces he pensado que en una ciudad lejana alguno recordará aquellas tardes de un Otoño perdido. O no. Tal vez no haya forma de recuperar esa borra que sedimentó tan al fondo de todo recuerdo, que no es sino un resto, una especie de sarro en el fondo olvidado de un recipiente abollado.
En ese sarro que uno trata de revolver con un palito para recuperar aunque más no sea una evidencia de aquella percepción que se tiene de un momento que los demás olvidaron.
Lo cierto es que aunque no lo parezca aquellos dÃas existieron, fueron vividos, aquellos niños fueron niños aunque hoy no lo sean, y existió la casa y el puesto y el campo que aún hoy existe y es cierto todo: la bicicletita pequeña del amigo Juan Bernardo, el camino solitario, existieron las risas y los gritos aunque no quede sino una huella en el surco de una sola memoria ese eco que no es prueba, es sólo memoria.
Y en mà está todo tan presente como ese camino con la tierra reseca, con esos costrones que dejaron las huellas y está el Otoño y esas bandurrias como pañuelos de luto enseñoreando en el campo, y están las manzanillas al costado del camino y está el camioncito de Tolosa, el "Despensero" de la estancia que va hacia el pueblo y está su mano que entra y sale de la ventanilla y nos dice adiós y está el recuerdo del eco de nuestras voces cuando regresábamos al pueblo cascoteando gorriones que se atrevÃan a comer los granos de trigo justo delante nuestro y está ese inmenso crepúsculo que ya nos traga como un útero enteramente violeta y eterno.
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