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Jueves, 16 de noviembre de 2006
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Invitación al viaje

Por Miriam Cairo *
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Ella tiene un cochero borracho, desnudo o mal vestido que podría aparecer muerto por el brazo derecho de las obras ejemplares. Y ya nada sería igual. Sin el cochero, la lectura olería a cadáver y los lectores, llorando, hiparían como criaturas. De arriba hacia abajo andarían pensativos y hambrientos. A todas las catástrofes humanas habría que sumarles sus espíritus desnutridos, las ideas tiesas y las estructuras conservadas.

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(Para que los quietos tiemblen, una palabra suena adentro de otra palabra. Una mujer habla adentro de otra. El mundo se revuelve sobre sí mismo).

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El cochero borracho desentierra la palabra abismada en su antigua sepultura. Ideas relegadas al hondo sopor de lo prohibido, surgen de él con ansiedad de bestias pavorosas.

Y los quietos revientan.

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(Por una grieta del mar se derrama la travesía.)

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A cualquier hora llega su cochero borracho. El puerco bebe alcohol en una copa de barro. Iguana. Proyecta su lengua, la alarga hasta momentos que ya no existen y la recoge pegoteada de versos babeados, malditos, olorosos. Ella le besa los dientes roídos y lo deja escupiendo su hermosa espuma.

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(Si se acepta por un instante que la moderación es hija del temor y que las virtudes son hijas del renunciamiento, sospecharemos que nos rodea una intención avara y opresora.

Es pobre, para la palabra, el cómodo refugio de la obediencia).

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Por donde quiera que vaya el cochero borracho encuentra encantos tenebrosos: los amantes de las prostitutas, sonríen y muestran sus brazos largos por vivir colgados de las nubes. A su vez, las nubes moribundas de placer estallan como un relámpago entre dos oscuridades.

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(El río desata sus amarras de las orillas.

Miles y miles de peces abren los postigos del agua).

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Por su cochero borracho ella sabe que no podría usar sombrero si antes no tuviera cabeza. Del sexo, ni hablar. No habría llegado a la cresta de la ola si primero no hubiera explorado los confines de su caverna jugosa. Los quietos más quietos quedan porque no quieren que estas cosas se sepan. De todos modos, hay algunos que hacen ruido con la boca y uno puede advertir que todavía no han muerto.

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(Durante la noche, se llenan de pies las aguas del río.)

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Cuando ella se extravía en la planicie de la escritura inocua, escucha el eco del eco de su nombre en labios del borracho que la despierta.

Ella llama libertad al propio hecho de condenarse. Mientras está aquí, sabiendo que puede escribir el lenguaje inaceptable excluye la amenazadora posibilidad de no escribirlo. Se larga a andar sin seguir el camino que indica la flecha. Hay novedades. El cochero borracho le señala peces mancos, hombres con pubis de caballo, lobos inhibidos, mujeres que abren la boca de azucena. El puerco le enseña a desechar los tópicos que la esterilizan.

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(Ciertas nubes gustan montar caballos y servir de siglos por un instante). *

Servidor de los inquietos, él la conduce con su coche por los orígenes de las letras. Entran juntos en los infernales círculos del cielo y todo un instante entero aparece demorado bajo la tierra. En sus mentes surgen visiones de calles y laberintos, ríos tenebrosos y penumbras. Encuentran barbudos feroces lamiéndoles los tobillos a las señoras y sin dificultad prolongan el desvelado mundo de los sentidos. El puerco no renuncia a cantar aunque le hayan lastimado la raíz de la lengua. Al escucharlo, las señoras endulzan sus cuerpos y a los barbudos no les alcanza la boca.

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(Según los derrotados, los vencedores ignoran que nadie puede triunfar completamente).

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Ciertas noches ella le habla con su voz de camelia y lo contempla con su mirada de diablo. Heredera de una tradición preciosita del espanto, tiende a cautivarlo con un discurso que comienza siendo sencillo y cotidiano hasta que el verbo estalla en su propia fatalidad. Descubre el gozo.

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(Sobre el dedo medio cae el anillo de la suerte.)

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Voluntariamente se imponen el derecho de no estar muertos. Y no hay razones claras como suele haberlas en las decisiones de los decididos. La fuente de sus actos reside en ese rasgo de profetas que los hace prosperar hacia el desatino propio. Ellos no son una humanidad completa, pero zafan. Salen por la izquierda. Beben ron. Café. Vino. Tienen una filiación baja pero zigzaguean.

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(El apagador de lámparas y la que guarda los zapatos debajo de la cama estiran su lírica mano azul sin sueño).

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El cochero borracho a veces la acompaña con una lámpara en la mano. A veces le manda un mail. A veces mensajes telepáticos. Tiene poca costumbre de hablar, prefiere incitarla a hacer cosas que no se pueden describir con el único propósito de que los quietos mueran.

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(Hay noches en que la luna se separa de la noche misma para ser una intensidad independiente que poco a poco se nos arrima).

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El cochero borracho llega como un viento. Está desnudo. Subir a su coche es la decisión más peligrosa que ella pudiera plantearse y también, la más frecuente.

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