El camino era de tierra con sus consabidos zanjones donde los cuises hacÃan sus trabajosas cuevas para huir de nuestras pedradas y de los colmillos asesinos de los perros.
Hubo también a los costados en un tiempo alguna hilera de paraÃsos coposos para descansar de las correrÃas en verano, árboles que algún miserable taló para siempre.
El camino se metÃa entre sembrados amarillos de trigo o verdes de alfalfa y de vez en cuando trotaba sobre él el caballito heroico de un sulky que venÃa de una chacra remota, o algún carro con su estrépito de tarros con leche recién ordeñada para la cremerÃa del pueblo.
A veces nos resulta tan pobre , tan despiadadamente pobre este escenario que por más que rasguemos en busca de alguna historia que merezca una representación, no la encontraremos.
Sólo polvo, crepúsculo abierto y nada alrededor. Apenas patos silvestres, mariposas, un cielo bajo de cobalto y a lo mejor un solo grano un granito de pimienta para adobar una historia a medias real a medias inventada. Pura nadita sobre la vastÃsima desazón del cielo tan bajo que podemos tocarlo que las cig_eñas alzaron con su vuelo súbito, ante aquel trueno rodador, antes de las gotas pesadas como brevas maduras cayendo sobre el patio que ya cruzan los sapos presurosos.
Sin sentido era el grito de los teros, al menos asà lo veÃamos entonces, sin sentido a lo mejor nuestros propios pasos en bandada anárquica y risueña, despreocupada. Pero sólo ahora no se lo encontramos, porque en aquel tiempo hasta la última hierbita perdida del campo lo tenÃa y nosotros oscuramente lo sabÃamos, lo intuÃamos como un destino implacable que como una luz en el camino estarÃa delante nuestro.
En los tiempos de cosecha era distinto, porque era como si todo el campo se pusiese en movimiento, con ropas oscuras o coloridas, pero era el tiempo alto y bello donde reinaban las canciones, según el dialecto o el origen de los cosecheros con sus familias como racimos heterogéneos, hilachientos, precoces de sueños.
De cualquier modo aquella vieja producción rural pertenece al irremediable pasado, también aquellos caballos que pastaban solitarios con un tordo sobre el lomo, picoteando el duro cuero de los toros, a la caza de los bichitos que criaban allà a mansalva sus colonias.
De vez en cuando un tren pasaba con su nervio y su ruido de hierros sacudiendo alambrados y arboledas. Y era emocionante mirarlo tirados debajo del puente de madera, entre durmientes secos que parcelaban el cielo con sus rectángulos quietos y su nube viajera.
También visitábamos taperas y corrÃamos sin suerte las ratas numerosas que allà se refugiaban y lo hacÃamos con minuciosidad asesina, azuzando a los perros que veces mataban alguna.
O nos subÃamos al molino, mientras el bástago golpeaba, monótono. Desde lo alto, casi tocando la rueda con nuestras cabezas, en la plataforma de madera nos instalábamos a mirar el horizonte, el techo de la casa y allá lejos el pueblo, desflecado, informe, sumergido entre arboledas muy verdes y la vÃa que lo cruzaba al medio, como dos hilos de acero.
Era bello el espectáculo, pero sin matices. De todos modos, nos hacÃa felices, como era de vez en cuando probar lo distinto, y a espaldas de los mayores, mejor.
Todos los cañadones de la época fueron visitados por nosotros, bien para bañarnos, bien para la pesca de bagres o mojarritas, con anzuelos improvisados con alfileres hurtados a las madres.
Pero una vez conseguimos un bote para navegar. Bote tal vez sea una nominación excesiva dado su carácter artesanal y además era un préstamo.
Fue asÃ. El inefable Negro Giuliano lo habÃa construido con dos tanques de gasoil abiertos al medio, los habÃa soldado y puesto tres asientos de duro metal el cual munido de un par de remos se podÃa avanzar en ese espejo de agua que acechaban los juncos y las aves acuáticas.
La proa era una cuña de chapa soldada "ad hoc" para cortar el agua. Lo demás era voluntad e imaginación, pero flotaba y cumplÃa su cometido.
╔l, el negro, lo usaba para internarse en lo hondo y pescar, nosotros para jugar a los piratas y pasear, a riesgo de darlo vuelta y perderlo entre el barro del fondo.
HacÃamos avanzar la embarcación con los remos que tal vez fabricara el mÃtico carpintero "Perita" Gabilondo, en su taller frente a la escuela provincial. No recuerdo.
Es probable que embarcación tan estrambótica no haya surcado nunca ningún cañadón o rÃo o arroyo del mundo, pero nosotros éramos Dadid Crocxett, o el colmo de la aventura marina, o Sandokán y los piratas de la Malasia, tal leÃamos en las novelas de Salgari o tantos héroes que veÃamos en la matinée del cine "La Perla". Esas aguas que navegábamos no eran un tranquilo cañadón rodeado de juncos, era un mar Caribe infestado de tiburones y piratas que debÃamos abatir.
A veces pienso que si esa precariedad material en que se desarrollaba nuestra infancia que estaba reemplazada con creces por la imaginación, podrÃa hoy ser trocada por tanta tecnologÃa .
Creo que no, porque lo que funciona en la cabeza de un niño pobre no puede sustituirse con los mejores juguetes del mundo y esa riqueza y esa felicidad nos habrá de acompañar por toda la vida, por más llena de trampa con que se nos presente.
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