Desnuda como una campana, ella es la cartógrafa predilecta del Mar Caspio, del Mar Negro, del Mar Rojo, de todo mar, de cualquier marino. La transparencia con que define las lindes de cada territorio asume al mundo como es: una inasible maraña.
En las calles de ParÃs las parejas se besan apretadas en las veredas y no
ven cuantas veces se detiene el mundo. No ven que la ciudad está habitada por gentes de todos los tamaños y colores. No ven que los museos se llenan ni que el teatro de La Bastilla ofrece veinte óperas desde enero hasta mayo.
En las calles de ParÃs las parejas se besan apretadas y no leen las memorias de Charles de Gaulle. No saben que el láudano provoca idénticos sÃntomas que la fiebre tifoidea.
En las calles de ParÃs las parejas están tan apretadas que no saben si la muerte cumple ciento trece años o murió de ciento trece puñaladas.
En las calles de ParÃs y las parejas. Tan apretadas las calles de ParÃs, libres de fiebre tifoidea.
La suntuosa detallista es solitaria y viaja a Mississippi pero apenas llega se da cuenta de que allà no escribirá la desnovela que le ayude a encontrar su universo. Como tampoco tiene esperanzas de ganar el concurso de Miss SimpatÃa, entonces inventa una región imaginaria donde prosperen sus pesadillas.
La suntuosa no congenia con la tradición sureña. Poco sabe sobre los héroes de la Secesión. No entiende eso de extirpar la esclavitud negra y preservar la esclavitud de mercado. No sabe a dónde van las revelaciones del "american way of life" porque el inglés es un idioma de conquistadores y la detallista, ante todo, es una especie conquistada.
Su silogismo sociopolÃtico es inferior a la voluntad de las cigarras. Su falta de vigencia económica la retrasa: no anhela enterrarse en las tumbas de Keynes para que los sepultureros justifiquen su salario. Y asà como no aporta nada para la vida pública, tampoco contribuye con su vida privada. No encuentra padres para sus hijos, sentencia para los ahorcados, fecha para su nacimiento, crimen para su furia. Entonces vuelve a la ciudad de un paÃs del sur, que se recuesta junto al rÃo. Allà recupera la precariedad de su nombre y de su existencia. Trenza las hilachas de se escritura en los bares. Bebe. Mira. Piensa. Vuelve a beber. Se parece más a un ungüento, a un cicatrizante, a un hisopo de algodón, que a un viviente.
Ni hosca ni pendenciera, más vale reconcentrada, a la suntuosa le gusta permanecer en su silencio. Las relaciones que establece entre realidad y literatura son equÃvocas. Por su error se filtran mentiras cargadas de certezas. (La suntuosa cree que muchos se quedan asÃ, apretados contra su perplejidad porque no encuentran lugares más inseguros).
DÃas pasados, yendo por la rue Royal, me topé con un lector apasionado. Su figura me impuso todas las dimensiones de su ahogo y no tuve más remedio que paralizarme y sucumbir ante la inmaterialidad de su presencia.
Un lector tan evadido es como un niño haciendo pozos en la arena: vaya uno a saber cuántos océanos vierte en esos pequeños orificios.
Yo me topé con su aparente cuerpo entero, apoyado contra la pared, sosteniendo el libro con las dos manos. Su escisión del mundo era maligna. Las palabras le habÃan llenado la cabeza y los cabellos le caÃan hacia abajo como la hiedra colgante de un balcón. Sobre sus hombros se veÃa parte de un movimiento marginal: leÃa poesÃa.
Cuando un hombre no quiere que una mujer lo vea, debe guardar la cabeza bajo un sombrero o hundirla en una copa de coñac. También puede ocultarse en el fondo de un cuarto con una gran puerta de dos hojas, sobre la cual haya un rótulo que diga: "Persigo mi afluente hasta la honda escollera. Por favor, no molestar."
Nadie me entiende, dice el que cae en el cenicero transparente sin hacer pie. Nacà con la perspectiva de un cataclismo y creo en todos los que llevan una especie de temblor bajo la manga.
Una vez fui atropellado por un auto, agrega. Sin embargo, no me especialicé en accidentes aunque soy proclive a cerrar los ojos fuertemente para esquivar los golpes de las penurias.
En HungrÃa, recuerda, me relegaron a un auditorio de quietos para dar mi charla sobre el filósofo francés que escaló una colina después de haber tenido una experiencia con ácido lisérgico. Hablé con soltura porque lo que yo buscaba, en realidad, era un hermoso joven a quien confundir y provocar. En cambio, lo que conseguÃ, se lamenta, fue algo tan interesante como un hámster girando en su rueda. Peor: el hámster babeaba.
A pesar de todo lo llevé a mi cuarto y lo apreté contra mÃ. Cuando la noche se hizo fláccida se me perdió el alma en el hondo escondite de sus nalgas. Después me quedé mirando el techo de la habitación. TenÃa las piernas demasiado pesadas para darle una patada. Entonces le pregunté ¿por qué no te vas? Y recibà un puñetazo y una escupida por respuesta. Asà terminaron las cosas, concluye. Todo esto sé de HungrÃa, donde no volveré a hablar de nadie que no sea yo.
Cuando lo sorprendà en El Cairo a mi lector desgenerado, me volvà una presencia grácil y alargada para que me reconociera. A contrapelo de todo lo que habÃa soñado, él no levantó la vista y siguió leyendo el libro que le hablaba de mÃ.
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