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Lunes, 27 de noviembre de 2006
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Los muertos queridos

Por Sonia Catela
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"Ah, y Lucas Bonzini te manda saludos" remató Fabiana quitándose la bufanda y enrollándola sobre el perchero.

Bonzini había muerto diez años atrás.

Con la birome en suspenso sobre el talonario, imaginando que había oído mal, Mauricio inquirió:

"¿Dónde lo encontraste? a Bonzini digo, querida..."

"¿Dónde va a ser? En su oficina. El y Laura han vuelto espléndidos del veraneo".

A Bonzini lo había arrastrado una ola violenta, en Tubarao. Lo recuperaron sólo carne ahogada, y lo lloraron en la sala de velatorios de la ciudad después del recorrido de casi dos mil kilómetros. Mauricio no se atrevió al "no puede ser Bonzini" que le dictaban los hechos. Se trataría sólo de una confusión de Fabiana. Lo dejó pasar mientras ella abría su portafolios, comenzaba a tachar errores matemáticos en las pruebas de sus alumnos de álgebra y parloteaba de las vacaciones, de que la habían entusiasmado tanto con Brasil que tenían que ir el próximo enero.

Y Bonzini continuó hablando: al día siguiente, tras un chaparrón, Fabiana entró excitada: "estos Bonzini... hoy se les sumó el padre de Lucas para tomar mate 'gaúcho', al estilo de Río Grande do Sul, en esos grandes calabacines; probé, probé esa yerba de picado grueso, y me encantó". Don Bonzini padre contaba cuatro décadas de sepultura, o algo así, y ya no quedaba nadie de la familia que le llevara flores el primero de noviembre. Mauricio descartó toda posibilidad de error en la insistencia de su mujer. "¿Y entraste a la casa de familia?". "No", explicó Fabiana, "se habían congregado en el estudio ¿no te das cuenta que hoy es domingo, tonto? No se atiende al público en domingo.

Y agregó, batiendo una clara a nieve: "¿Por qué no lo visitás a Lucas? ¿O no es tu mejor amigo?"

Habían sido realmente íntimos.

El vaciló pero juntó coraje: "Decile a Lucas que el domingo que viene lo revolcamos a San Lorenzo"; ése fue el primer mensaje que le mandó a Bonzini, muerto hacía diez años, vía Fabiana. Lucas contestó que el resultado estaba por verse, y que aguardaran el partido para ver quién era el macho de la cancha. A las nueve de la noche del domingo, ya dirimidos los encuentros, sonó el teléfono. "Bonzini", le tendió el tubo Fabiana, "quiere decirte en persona lo pecho frío que son ustedes los de Estudiantes, "Ay, que me perdone, me hago encima" tartamudeó Mauricio y huyó al baño. Cerró la puerta con traba y esperó que el terremoto sanguíneo se le sosegara. Luego salió como si tal cosa. Cenaron ravioles con tuco. Fabiana no se quitó una sonrisa sobradora, por el fútbol, y al día siguiente partió con el mea culpa que Mauricio le enviaba a Bonzini. Los mensajes entre ambos comenzaron a ir y venir; a Mauricio le quitaban un peso de encima; la muerte abrupta de su mejor amigo lo había partido en dos, dejándole demasiadas palabras en boca. Ahora podía sacárselas de adentro. Pero, paradójicamente lo arrebató un inexplicable brote de celos ante la obsesión de Fabiana por el difunto.

Sin embargo, Bonzini había muerto hacía diez años ya, y él no se engañaba; tampoco podía confrontar a su mujer, o ponerla en evidencia. En una ciudad pequeña, de trascender, esas alucinaciones la conducirían a una lapidación social. Se embuchó la situación como un secreto.

"Pero mirá lo que son las casualidades... ¿adiviná a quién vi en lo de Bonzini?"

Palabras puñetazos al pecho de Mauricio.

"...a aquel chico con el que salíamos tanto a los catorce años, Lichi Busti ¿te acordás de él?"

Otro accidente doloroso, de auto, en las circunstancias más estúpidas: se abrió la portezuela del Fiat y el pibe cayó bajo las ruedas del camión que avanzaba en sentido contrario.

"Lichi se mudó a Barcelona... por eso le habíamos perdido el rastro. Pidió disculpas por no escribirnos, lástima que ya se vuelve a Santa Fe y de ahí, vuela a Europa. Pero mirá cómo te tiene presente: te trajo estas postales de Gaudí, sabiendo que te encanta su arquitectura".

¿Dónde habría conseguido Fabiana esas fotografías de La Sagrada Familia? En Estación Colonias no se ofrece material de ese tipo a la vuelta de una esquina.

Esa semana, otros muertos queridos fueron repuestos en su lugar. Lilianita, por la que habían marchado reclamando su aparición con vida en tantas oportunidades, de paso por la ciudad, la reconoció a Fabi en la avenida y se fueron a tomar una cerveza juntas (a las cinco de la tarde, ¡vaya borrachas!). Lilianita pensaba, quizás, radicarse nuevamente en el pueblo. Lo pensaba seriamente. Ejercía de farmacéutica en Carlos Paz. Cuando viajaran a Córdoba, alguna vez, podía pasar por su casa. También los Berman, casi unos desconocidos, reabrieron el almacén con aquellos tarros llenos de azúcar, porotos y demás comestibles que venden sueltos en bolsas de papel madera y cargan con una palita de hojalata. Le mostró los fideos guiseros que había comprado; hoy los saborearían. Cada casillero en su lugar. Al hacerlo, exudaba una vitalidad sin antecedentes.

Aunque el doctor Ramos no maneja psiquiatría, en la confidencia de la consulta, describiendo Mauricio los síntomas de su mujer y adjudicándoselos a su hermana radicada en Rosario, recibe el consejo: "Acuda a un especialista. Su hermana sufre un delirio... quizá menor, acotado. Seguro que con tratamiento va a andar bien. Más, si como usted dice, el resto de la realidad no se le escapa".

Todo quedó ahí. Ni intentó plantearle a Fabiana una visita al médico. Ella manejaba con solvencia sus cátedras, sus relaciones familiares y laborales, los horarios, la cotidianeidad. No evidenciabla dificultad de tipo alguno al moverse, organizarse, razonar.

Esta tarde entra eufórica: "¿A que no sabés quién nos invitó a cenar?"

A Mauricio lo sacudió la amenaza de la nueva resurrección.

"Tu madre, querido. Dice que adobó un chivito y va a asarlo como a vos te gusta".

El hombre disimuló las lágrimas que lo tomaron, sofocándolo.

"Mi madre".

"¿A qué hora vamos. amorcito? Tengo que confirmarle por teléfono..."

Titubeó.

"¿...a las ocho te parece bien?" seguía Fabiana mientras revolvía con un palo, vigorosamente, un pote de pintura.

¿Qué iba a hacer él a las ocho? ¿Cómo huir? Fabiana trajinó en la pared del pasillo que necesitaba retoques sobre el revoque nuevo. Habían tapado rajaduras y zonas de humedad. Luego, ella se duchó y se puso su trajecito gris. Resplandecía, aunque no estimara especialmente a su suegra. "Apurate, que se hace tarde" se impacientó observando que Mauricio se anclaba frente al televisor. "Te aviso: si no me acompañás, voy sola. Yo al chivito no me lo pierdo ni quiero comerlo pasado".

"Vamos" claudicó. Traspuso el umbral ¿hacia dónde? cerró la puerta con llave, y empezó a caminar rumbo a la avenida de 1985, a una casa ya vacía, escuchando cómo su madre había preparado una tablita de quesos campesinos, cómo había trasplantado plantines de clavelina y colas de tigre, sus recomendaciones sobre la escalera recién encerada no se fueran a resbalar. Mauricio andaba y sabía que (pasara lo que pasara) a la vuelta desmenuzarían pormenores sobre el chivo, su padre comiéndose los riñoncitos, él el hígado, y que, seguramente, habría otra invitación para el domingo siguiente, "pero tendremos que caer con un buen vino y un postre comprado en Las Delicias" diría Fabiana y él coincidiría en que encargarían el bizcochuelo el día anterior para asegurarse de que estuviera recién hecho y fragante, aromatizado a la vainilla como le gustaba a la vieja; tomaría a Fabiana de los hombros, la estrecharía contra sí y le recalcaría lo feliz que lo hacía ocupándose de sus afectos, y ella le contestaría que ya podían empezar a pensar en qué regalo comprarían para el día de la madre ahora que su suegra había vuelto a entusiasmarse con la cocina.

Se queda en blanco mientras Fabiana manotea el picaporte, y grita a la garganta del pasillo "llegamos" y lo toma de la mano para peldaño a peldaño, terminar de subir las escaleras, entrar.

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