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Martes, 5 de diciembre de 2006
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La ambulancia etíope

Por Por Miguel Roig *

Mi amiga Mercedes, poeta y fláneur en estado de gracia permanente, me pasa una crónica de viaje que ha escrito para el periódico. Le digo, luego de leerla, que si fuera una crónica sentimental quizás me impulsaría a regresar al sitio que describe y en el que estuve hace unos meses. Molesta, me responde que se trata de texto sentimental.

¿Dónde ponemos ese adjetivo?

Sergio Renán lo usó una vez para bautizar con mala fortuna su versión fílmica de la novela Los Desangelados de Geno Díaz. Un buen libro del género negro; una película innecesaria. ¿Por qué Renán le habrá puesto "sentimental"?

Marcelo, un amigo que murió hace un par de años, me la pidió un día. La encontré en una tienda de videos, en la calle Riobamba, durante un viaje a Buenos Aires. Marcelo era muy amigo de Renán y cuando supo que éste tenía pancreatitis y que su vida corría serios riesgos, tuvo la necesidad imperiosa de ver la película. Tal vez la quería para trascender la muerte anunciada del amigo, elaborar un duelo previo y quedarse para sí una versión sentida pero leve de la clausura. Formas de la educación sentimental de Marcelo, muy cercana a los personajes de Chejov que como Bloom afirma, a pesar de saber la verdad, la verdad cruda y sin analgésico alguno, hay que tratar de alcanzar cierta alegría.

A Marcelo lo conocí cuando llegue a Madrid. Se suponía que podía darme trabajo: era el presidente de una agencia. Al día siguiente de entrevistarle empezamos a trabajar juntos. Fue como subirse a una montaña rusa. La vuelta duró hasta el día de su muerte.

Trabajábamos a la antigua usanza: día y noche, clausurando cada bronca con dos copas y la alegría de saber que seguiríamos trabajando juntos al día siguiente.

Uno de los problemas a los que te enfrentabas en la relación con él era que debías pensar muy bien que cosas pedirle. Te las daba todas.

Cuando se enfrentó con los ingleses, propietarios de la agencia, estuvimos dos noches enteras preparando la estrategia. A las diez de la mañana llegaron los directivos con sus abogados; lo citaron a las doce. Cuando íbamos a subir al edificio, recién duchados y después de dos días sin dormir se paró en seco y me dijo: subo solo; si esto sale mal te echan a vos también. Salió mal.

A partir de allí, la amistad se estrechó aún más y como suele pasar entre los seres humanos, estuvimos un año sin hablarnos y la verdad, no podría precisar la razón de la pelea.

Gracias a Marcelo empecé a conocer el mundo, pero no por el mero hecho de subir a un avión sino por entrar a todas partes por el sitio más interesante: la puerta de atrás.

En Assuan, el extremo sur del circuito turístico del Nilo, obligó al egipcio que nos llevaba en una calesa por la aldea a desviarse de la ruta segura y terminamos compartiendo el narguile con una docena de árabes que nos regalaron una cantidad apreciable de hachís como resultado de una larga negociación gestual que lideró Marcelo.

En Marrakech sobornó a un taxista y acabamos en una aldea, camino al Atlas, comiendo cus cus en el suelo, entre cabras, con una familia marroquí.

Todos los años nos llevaba al festival de Cannes. Amaba Cannes: en este lugar, me decía, no hay ningún pobre. Parábamos en el Carlton y nos obligaba a acompañarle al casino del hotel, cuyo barman, año tras año, le recibía con una sonrisa: bienvenu Monsieur Montes.

Marcelo militó en la Federación Juvenil Comunista y fue alumno de Silvio Frondizi. Por supuesto, cuando le conocí y hasta el final, era un hombre de derechas, conservador y apasionado militante del Partido Popular. Para evitar los golpes, eludíamos la política pero no es esa una empresa fácil entre argentinos, con lo cual cerraba todas las discusiones citando a Lenin: vos sufrís de izquierdismo, Miguel, enfermedad infantil del comunismo.

Conocía todos los restaurantes donde merece la pena comer y nada le estimulaba más que invitar a los amigos y compartir una mesa. Siguiendo sus pasos fuimos al Langan's de Michael Caine en el barrio de Mayfair, en Londres, a la brasserie Lipp, la preferida del presidente Mitterrand o al Mouline de Roger Vergé, en Mougins, pueblo donde acabó sus días Picasso. Como el azar quiso que una vez coincidiéramos en Rosario, para corresponderle, lo invité al Sunderland. Nos intoxicamos.

Te lo podías encontrar en cualquier sitio. Era un viajero incansable y había vivido en muchas ciudades. La última vez que lo crucé fuera de España, los dos estábamos de paso en Buenos Aires y me presentó a su novia. Fuimos al bar del Plaza y cuando la mujer se ausentó un momento me soltó: psicóloga lacaniana y judía, para que veas que a veces te hago caso. Mejor que no me lo hubiera hecho pero esa es otra historia.

Una mañana me llamó por teléfono y me dijo: tengo cáncer fue lo único que balbuceó antes de ponerse a llorar. Lo había visto lagrimear en un concierto de Dizzy Gillespie o viendo a su amigo Renán con Norma Leandro en un teatro de Madrid interpretando Divinas Palabras, pero esto era distinto.

El 11 de marzo de 2004, horas después que las bombas de los terroristas nos mataran a 196 vecinos, comí en un restaurante italiano con Marcelo. Vamos a despedirnos, me dijo, el sábado me operan el cáncer de esófago y tal vez muera en el quirófano. Como en el tango: ningún reproche, ningún llanto, simplemente fue un adiós inteligente de los dos.

La noche del 14 de marzo, con la gente en la calle festejando el triunfo de Zapatero, nos dejaron entrar a la unidad de cuidados intensivos. Pasé con Ernesto, un amigo en común, de la generación de Marcelo. Ganó Zapatero, le dijo Ernesto. No, interrumpí yo, alarmado, todavía no se sabe nada. Me importa un carajo quien gane, murmuró Marcelo, todo entubado: estoy vivo, muchachos.

Murió unos meses después.

La semana pasada, en un acto social, me encontré con un abogado argentino a quien yo años atrás había presentado a Marcelo. Este hombre representa los intereses de las empresas que alquilan las ambulancias en España. (Marcelo les había hecho una campaña de imagen.) Nos ponemos a charlar y a lamentarnos de la muerte de Marcelo.

¿Sabés una cosa?, me dice el hombre, la asociación ha regalado una ambulancia a un hospital público de Etiopía y le pusimos el nombre de Marcelo.

Aunque haya más pobres que en Cannes, yo pienso que Marcelo se debe sentir bien transportando enfermos por los andurriales de un país devastado por el hambre y la miseria.

En el fondo, les decía, Marcelo fue un personaje de Chejov: buscó un final alegre y lo encontró.

Sigo sin entender porqué Renán le puso Sentimental a esa película, pero hay al menos una manera de leerlo si la vinculo con Marcelo y su urgencia por verla.

No sé qué pensará mi amiga Mercedes de todo esto, pero yo estoy convencido que este punto final que ya llega cierra una crónica sentimental.

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