Al sonreÃr, una cicatriz.
RÃe, la transparencia en Glenda esboza una cicatriz en su rostro. Ella y su rastro imperceptible esta noche están del otro lado y en silencio, en una mesa del barcito de nuestra primer cita. Si el encuentro fuera una ruina circular. Tiene algo para decir, le cuesta hacerlo. El barcito es un monstruo dormido. Está en Puccio y Costanera, los fines de semana hierve de adolescentes. Este lunes está desierto. Si no fuera por nosotros y por una reunión de "públicals" y tarjeteros.
Hará unos tres meses que Glenda anda diciendo por ahà que es "mi" chica. Hoy los afectos son nombrados asà por los pibes. Tengo nada más que apremios de putos ejecutores fiscales, palabras huyendo de las manos.
Nos dejamos ir en la pausa. Grises, aplacados celestes van por la penumbra, enigmas agazapados en las formas urbanas atropellando la cerveza. Glenda podrÃa ser mi hija, no lo es. Creo saber la dificultad de su relato, la causa ineludible, alguna trampa imaginaria, un vaguito. El ser es atemporal, la materia del deseo, no. Algo me impulsa a contarle esta historia, tal vez para animarla a quitar esa piedrita del aire.
-HabÃa una vez un bar que se llamaba "Odeón", estaba en la esquina sureste de Mitre y Santa Fe. Era la época en que se tenÃa la costumbre de anclar y pertenecer a un boliche, se daba algo entre territorio y religión. Los mozos, el paisaje de las ventanas y las mesas formaban parte de la comunidad. Estaban el "Provincia", el "Iberia", el "Cairo". Mi barra se encontraba en el "Odeón". La barra era más que la familia o el partido, nos habÃamos conocido en el industrial, pasamos la adolescencia en la plaza San MartÃn y anclamos en el "Odeón" al terminar la secundaria. En aquel tiempo lejano, la poesÃa parecÃa estar en la calle. El Mayo francés era simultáneo con Ho Chi Minh y el Rosariazo.
Glenda escucha, bebe, rÃe (cicatriz), dice.
-Cuando te ponés tan efemérides, tan melanco me hacés acordar a mi viejo.
Escucho la ironÃa, trato de seguir, resolver huellas con narración.
-Para hacerla corta, éramos los superpibes del determinismo. DiscutÃamos la hora en que se socializarÃan las fábricas del Cordón, si era honesto tener más de una casa, pero éramos unos retrógrados en el amor, unos cavernarios; nos llenábamos la boca de moral revolucionaria pero éramos unos capitalistas del siglo 18 con las ternuras. La historia del "Odeón" era esta: el Colorado y el Fantasma eran dos amigos inseparables del grupo, más que hermanos y compañeros de militancia. HacÃa dos años que el Colorado salÃa con la Gringa y en el mismo mes que secuestraron al cónsul inglés, la Gringa lo dejó. En el "Odeón" se hablaba más del bajón del Colo que del reparto de carne de los camiones del Swift; no se habÃan casado por iglesia pero se habÃan jurado amor hasta la toma del poder. La cosa fue tragedia colectiva, todos envidiábamos "el amor" del Colo y la Gringa. Un viernes, el Lucho vio a la Gringa y el Fantasma saliendo de Arteón tomaditos de la mano. El Lucho no contó nada, pero a la semana el mismo Colo se los encontró comiendo una napolitana en "El Rafa" y lo cagó a sillazos al Fantasma. El Colo era un flaquito y el Fantasma, un oso. Algo burdamente romántico. No se hablaron nunca más.
Digo, cuento y el silencio en Glenda se abisma. Sus ojos, tan profundos.
-¿Y? dice al fin, reclamando el remate.
-Pasaron los años y al final, los que sobrevivimos, terminamos haciendo el amor todos contra todos. Una gran cama redonda con las esposas, amantes y ex de los demás; nada más que en vez de hacerla en una noche, de sacarnos las ganas a la salida de una peña, nos tardamos unos 25 años.
-¿Vos te creés que tengo una historia con un vago y no me animo a contártelo? Cuando la tenga no te vas a enterar, porque no te lo vas aguantar y te quiero dice estaqueando a mi prontuariada soberbia.
-¿Entonces, qué es lo que te cuesta decir?
-Me vuelvo a Barcelona. Dice, suelta el vaso y me acaricia el rostro. Haciéndome sentir otra vez que. Sus piernas son un bosque, el ángulo fundamental del roce entre el infinito y la nada.
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