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Jueves, 21 de diciembre de 2006
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La tormenta

Por Federico Tinivella
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Patricio Rodaballo del Solar acaricia el bolso que lleva sobre las piernas. Allí dentro hay algunas fotos. Recorta en su cabeza una y la quita del álbum imaginario. Se puede ver abrazado a Linda con el imponente glaciar como toda escenografía. Ahora lo distraen unos patos que viajan en dirección contraria al ómnibus, que se desliza por ese espacio lánguido y seco que es La Pampa.

No es fácil para Patricio desandar el camino, volver a casa a refugiarse en los secretos conocidos.

De la brisa de los ojos se desprendía el aroma de esos instantes previos a las tormentas, en que la densidad del aire oprime los huesos del alma, desata inquietudes y pega en el vidrio una calco que dice: cuidado. Los ojos vagaban dispersos en los vericuetos de la calma. Dreuty había bebido de más.

Se le dificultaba enfocar las piezas concretas de ese ajedrez que el creía era la vida. Iba al tanteo, de bruma en bruma, como los boxeadores que han recibido demasiado y solo atinan a abrazar a su adversario.

La estación de ómnibus es ácida. Hay en los pasillos, de madrugada, cierta tensión angustiante, como los instantes previos a las tormentas. Los habitan, como extras de un film liviano, personajes fascinados y frágiles, que se envuelven en asientos duros como el acero, mientras un escobillón enorme barre los sueños que van cayendo al piso sin red.

Dreuty, borracho, apenas podía con el peso de sus párpados, a duras penas insistía con tratar de mantenerlos abiertos. Temía dormirse mientras llegaba el bondi que traía al tío del sur. La visión débil le permitía solo distinguir cuerpos fuera de foco, como cuando la vista cede en los finales de una película densa.

Detrás de los vidrios de la estación, que conforman un límite escaso, se gestaba sin pausa una tormenta. Desde el oeste un viento espeso empujaba las latitas de gaseosas y envoltorios de sandwichs de miga de crudo y queso.

Iluminó todo, como si encendieran una habitación oscura con 1000 wats, un rayo que secó la garganta del Panza de inmediato. Recobró la visión, pero la incertidumbre se apoderó del cuerpo. Los viajantes que iban bajando buscaban rápidamente refugio. Los truenos eran una negra cortina musical. Se podía ver el rostro rendido del hombre de la escoba, apoyando la barbilla sobre su mano cansada. Los niños tiraban de las polleras de sus madres, se perdían aquellos que intentaban hacerlo de las calzas, muy de moda en esta época, a ellas las tomaban de la mano.

Imaginaba el Panza ahora el rostro de su tío sentado junto a la ventana, porque siempre pedía ventana, deleitándose con lo que pasaba allá fuera.

Este pensamiento lo tranquilizó. Sabía que su tío amaba las tormentas, había sido marino mercante, allá en Comodoro Rivadavia. Más de una vez le contó historias de altamar, la inmensidad de unas olas asesinas que le pegaban duro al barco en la mandíbula. Lo que nunca contó fue por qué regresaba solo, sin la compañera con la que había emprendido viaje y aventura.

Linda Lusardi era de cutis trigueño, mirada de pájaro alerta, y cuerpo atlético, producto de años de patín artístico. Oriunda del norte de Santiago, donde las pistas de patinaje eran de tierra, se había desplazado al sur de Santa fe después de oír en la posada el Tanguví del imparable

crecimiento de una ciudad llamada Rosario. En el Tanguví Linda era mesera y cuando la situación lo requería se aventuraba a dejarse llevar hasta las habitaciones del primer piso, generalmente con viajantes o vendedores de enciclopedias. Para los viajantes la soledad del camino es conmovedora, un lecho desnudo como la espalda de un campo arado es la fotografía triste que los acompaña desde que abandonan el catre familiar. Resuenan también las voces de los amigos, "mirá que se queda sola tu germu", entonces, por las dudas, "salimos empatados", le confiesan a Lusardi abrochándose la camisa.

El ómnibus que traía las esbeltas piernas de Linda a Rosario hizo escala técnica en Ibarlucea, y el destino juega con dados de papel, que en el viento arriman su tristecidio. Ahí andaba en su pony Patricio Rodaballo del Solar con el pecho cargado de bellos igual que Andy García, con la vista clavada en un poste que alojara un palomo de dimensiones extraordinarias. No soltaba la mirada de aquel palomo, la gomera apretada con furia, el ojo izquierdo entrecerrado para hacer blanco. En aquellos días la comida escaseaba en el campo quemado por la sequía y pensar que solo a unos pasos estaba Rosario, la creciente. Linda dejó atrás el último escalón del Tirsa y se topó sin más paredón que el viento con la figura, viril y estirada ahora sobre el Pony, del tío de Dreuty que andaría por los treintaipico. Aún los músculos apretados sobre el hueso, aún algunos cabellos dorados bajo ese sol dorado. Linda casi se desmorona ante tanta belleza, el palomo si cayó, pero debió ser compartido. Lusardi nunca llegó a conocer Rosario, sí la destreza de un gaucho posmo y aventurero.

Lo cierto es que Rodaballo del Solar llegaba ahora solo del sur, después de diez años de pelearla mano a mano con la trigueñita, como la describía en sus cartas plagadas de errores de ortografía y solo bajaba ahora del bondi en medio de una tormenta macabra. El Panza creyó al verlo que descendía de un barco, la estación inundada ayudaba a construir esa imagen. Lo abrazó sin mediar palabra, y juntos se largaron a caminar bajo el agua. Pareciera que la lluvia lava las angustias, quita lo feo, como cuando bajo la canilla desterramos lo negro de las hojitas de lechuga.

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