Patricio Rodaballo del Solar acaricia el bolso que lleva sobre las piernas. Allà dentro hay algunas fotos. Recorta en su cabeza una y la quita del álbum imaginario. Se puede ver abrazado a Linda con el imponente glaciar como toda escenografÃa. Ahora lo distraen unos patos que viajan en dirección contraria al ómnibus, que se desliza por ese espacio lánguido y seco que es La Pampa.
No es fácil para Patricio desandar el camino, volver a casa a refugiarse en los secretos conocidos.
De la brisa de los ojos se desprendÃa el aroma de esos instantes previos a las tormentas, en que la densidad del aire oprime los huesos del alma, desata inquietudes y pega en el vidrio una calco que dice: cuidado. Los ojos vagaban dispersos en los vericuetos de la calma. Dreuty habÃa bebido de más.
Se le dificultaba enfocar las piezas concretas de ese ajedrez que el creÃa era la vida. Iba al tanteo, de bruma en bruma, como los boxeadores que han recibido demasiado y solo atinan a abrazar a su adversario.
La estación de ómnibus es ácida. Hay en los pasillos, de madrugada, cierta tensión angustiante, como los instantes previos a las tormentas. Los habitan, como extras de un film liviano, personajes fascinados y frágiles, que se envuelven en asientos duros como el acero, mientras un escobillón enorme barre los sueños que van cayendo al piso sin red.
Dreuty, borracho, apenas podÃa con el peso de sus párpados, a duras penas insistÃa con tratar de mantenerlos abiertos. TemÃa dormirse mientras llegaba el bondi que traÃa al tÃo del sur. La visión débil le permitÃa solo distinguir cuerpos fuera de foco, como cuando la vista cede en los finales de una pelÃcula densa.
Detrás de los vidrios de la estación, que conforman un lÃmite escaso, se gestaba sin pausa una tormenta. Desde el oeste un viento espeso empujaba las latitas de gaseosas y envoltorios de sandwichs de miga de crudo y queso.
Iluminó todo, como si encendieran una habitación oscura con 1000 wats, un rayo que secó la garganta del Panza de inmediato. Recobró la visión, pero la incertidumbre se apoderó del cuerpo. Los viajantes que iban bajando buscaban rápidamente refugio. Los truenos eran una negra cortina musical. Se podÃa ver el rostro rendido del hombre de la escoba, apoyando la barbilla sobre su mano cansada. Los niños tiraban de las polleras de sus madres, se perdÃan aquellos que intentaban hacerlo de las calzas, muy de moda en esta época, a ellas las tomaban de la mano.
Imaginaba el Panza ahora el rostro de su tÃo sentado junto a la ventana, porque siempre pedÃa ventana, deleitándose con lo que pasaba allá fuera.
Este pensamiento lo tranquilizó. SabÃa que su tÃo amaba las tormentas, habÃa sido marino mercante, allá en Comodoro Rivadavia. Más de una vez le contó historias de altamar, la inmensidad de unas olas asesinas que le pegaban duro al barco en la mandÃbula. Lo que nunca contó fue por qué regresaba solo, sin la compañera con la que habÃa emprendido viaje y aventura.
Linda Lusardi era de cutis trigueño, mirada de pájaro alerta, y cuerpo atlético, producto de años de patÃn artÃstico. Oriunda del norte de Santiago, donde las pistas de patinaje eran de tierra, se habÃa desplazado al sur de Santa fe después de oÃr en la posada el Tanguvà del imparable
crecimiento de una ciudad llamada Rosario. En el Tanguvà Linda era mesera y cuando la situación lo requerÃa se aventuraba a dejarse llevar hasta las habitaciones del primer piso, generalmente con viajantes o vendedores de enciclopedias. Para los viajantes la soledad del camino es conmovedora, un lecho desnudo como la espalda de un campo arado es la fotografÃa triste que los acompaña desde que abandonan el catre familiar. Resuenan también las voces de los amigos, "mirá que se queda sola tu germu", entonces, por las dudas, "salimos empatados", le confiesan a Lusardi abrochándose la camisa.
El ómnibus que traÃa las esbeltas piernas de Linda a Rosario hizo escala técnica en Ibarlucea, y el destino juega con dados de papel, que en el viento arriman su tristecidio. Ahà andaba en su pony Patricio Rodaballo del Solar con el pecho cargado de bellos igual que Andy GarcÃa, con la vista clavada en un poste que alojara un palomo de dimensiones extraordinarias. No soltaba la mirada de aquel palomo, la gomera apretada con furia, el ojo izquierdo entrecerrado para hacer blanco. En aquellos dÃas la comida escaseaba en el campo quemado por la sequÃa y pensar que solo a unos pasos estaba Rosario, la creciente. Linda dejó atrás el último escalón del Tirsa y se topó sin más paredón que el viento con la figura, viril y estirada ahora sobre el Pony, del tÃo de Dreuty que andarÃa por los treintaipico. Aún los músculos apretados sobre el hueso, aún algunos cabellos dorados bajo ese sol dorado. Linda casi se desmorona ante tanta belleza, el palomo si cayó, pero debió ser compartido. Lusardi nunca llegó a conocer Rosario, sà la destreza de un gaucho posmo y aventurero.
Lo cierto es que Rodaballo del Solar llegaba ahora solo del sur, después de diez años de pelearla mano a mano con la trigueñita, como la describÃa en sus cartas plagadas de errores de ortografÃa y solo bajaba ahora del bondi en medio de una tormenta macabra. El Panza creyó al verlo que descendÃa de un barco, la estación inundada ayudaba a construir esa imagen. Lo abrazó sin mediar palabra, y juntos se largaron a caminar bajo el agua. Pareciera que la lluvia lava las angustias, quita lo feo, como cuando bajo la canilla desterramos lo negro de las hojitas de lechuga.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar|República Argentina|Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.