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Sábado, 23 de diciembre de 2006
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Un atardecer

Por Jorge Isaías
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A mi hermano

A mi primo Marcelo

La casa está hecha con esa profusión de fibrocemento en los techos que evidencian abaratamiento en los materiales y ningún deseo de vivir en ella de quien la mandó construir.

Hay árboles coposos, pero advierto que son jóvenes, que les falta ese grosor en el tronco que los hace venerables y acogedores; y el tejido que rodea toda la construcción apenas cómoda, no tiene sino el objeto de evitar la audacia de las gallinas picoteando frente a la malla metálica que separa la cocina del patio pelado.

Las gallinas son numerosas, de variados colores y tamaños y merodean más allá del limite, incesantemente y a veces son perseguidas por un gallo que trata de pisarlas ante la furia de algún rival que defiende su posesión o su territorio ﷓vaya uno a saberlo﷓ y entonces se produce una trifulca de picotazos y plumerío hasta que uno abandona el campo de batalla momentáneamente, porque luego volverá a la liza a pelear por lo que supone parte de su harén.

La casa tiene una antena de televisión y los cables del generador que provee la electrificación rural salen descuidadamente de los techos en peligrosa desidia.

Nos vamos pasando la botella casi tibia ya de cerveza, mientras nos espantamos las moscas muy cargosas con unos pedazos de toalla vieja. El queso y el salame que estaban cortados en pequeños cuadraditos en dos platos, y tapados con un repasador, no han podido ser extraídos de ellos. No hubo forma humana de espantar las moscas para sacarlos de allí sin que un enjambre nos invadiera todos los dedos.

Yo sé que en ese grupo de árboles hace cuarenta años hubo una chacra, con una casa, un galpón, una calle arbolada de saucesitos nuevos y un horno para hacer el pan donde yo escondía mi pequeña pelota de goma roja con gruesos listones blancos. Yo sé que allí fui feliz hace mucho, que remontaba un barrilete ascendentemente ebrio bajo el viento. Sé también que por allí hubo un molino y que yo me subía por su escalera de caños finitos y miraba las chapas que tapaban las parvas, la casa con su ajetreo: el molinito para cargar de energía el acumulador de la radio, la veleta con su gallito colorado y el polvo que levantaba un sulky solitario en el camino.

Puedo hacer un esfuerzo pero no voy a hacerlo. Puedo caminar los metros que me separan de ese montón de escombros que hoy cubrirán las hierbas y los excrementos de las vacas, pero no lo haré. Prefiero escuchar las voces de mi hermano y de mi primo que charlan a mi lado y perderme imaginando más allá de aquellos árboles las cintas brillosas de las vías y sobre ellas el estrépito de un tren que cortó una siesta toda la mesura de los campos y espantó los tordos que balanceaban su negrura sobre los alambrados quietos.

Puedo ﷓haciendo no mucho esfuerzo﷓ atravesar esos yuyales altos y llegarme hasta ese grupo de árboles, pero no voy a hacerlo para no romper aquel encanto de antes. Porque esa es la casa que habitó la pachorra bondadosa de don Domingo Clérici, con su boina negra y pelusienta, con sus chancletas de alpargatas viejas.

Como mi hermano no toma alcohol, quedamos mi primo y yo para ir liquidando algunas cervezas cuyos envases vamos tirando negligentemente hacia un costado. La charla con mi primo es siempre morosa, llena de soledades, de silencios, de intemperies que nunca comprenderé del todo. De todos modos siente hacia mí el afecto que su timidez no siempre le permite expresar ni hacer exterior todo aquello que lleva muy adentro. ╔l es así, así lo acepto. ╔l es como una estaca percudida que se plantó desde muy niñín en el centro de la pampa y así resiste los años y las lluvias. Sin quejarse.

Mientras yo fumo y las gallinas picotean desganadamente el suelo, (no sé si son bichitos o minúsculos pedacitos de vidrios los que con tanto tesón golpean) le pregunto a mi primo:

﷓ ¿Tenés muchas?﷓ y señalo al azar una gorda bataraza que camina muy cerca del tejido.

﷓ Acá en las casas habrá trescientas, pero hay otro tanto más o menos que nacen y se crían entre los pastos. Los zorros se las comen sin que lleguemos a darnos cuenta.

La conversación que nunca ha sido muy fluida y que más que nada rondó los cambios de información familiar básica o las posibilidades de que la última lluvia afecte la cosecha, va languideciendo. Mi hermano aprovecha una pausa y sugiere que nos vayamos.

En el pueblo se encienden las primeras luces, aunque nosotros seguimos en la oscuridad porque una literal nube de mosquitos nos molesta tanto que mi primo tuvo que prender un montoncito de yuyos húmedos para ahuyentarlos con el humo.

Yo miro por última vez aquel grupo de árboles añosos que nunca veré de cerca y noto que ponen más oscuras las sombras diluyéndose cuando la luz se difumina adelgazándose como un rencor antiguo.

Nos abrazamos con mi primo no sin dejar de combinar una cita con asado para la noche siguiente, pero esta vez en su casa del pueblo.

Y mientras el auto avanza para someter a sus ruedas esos escasos kilómetros que nos separan del pueblo yo me encierro en mis propias cavilaciones y no abro la boca ni para comentar a mi hermano la bella sensación que me producen las miles de luciérnagas que están encendiendo el campo detrás de los alambrados invisibles.

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