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Martes, 26 de diciembre de 2006
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Un ángel para tu soledad

Por Hugo Alberto Ojeda
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Historia trunca, bruja desocupada, esclavo autónomo. Alberdi, calle Blas Parera, episodio Natalia.

Me conmovió como una frase de Alejo Carpentier.

La primera vez que nos vimos, ella tenía una escoba en la mano y yo estaba soldando tubos 40 x 80 x 1,6, la estructura de una escalera.

Mística innatural. Las relaciones de producción.

Ya nada fue igual. Ni el chisporroteo de los electrodos, ni la cadencia de sus caderas empujando el delicioso no sé qué del deseo hasta la necesidad.

No disfruto que me miren cuando laburo, me da miedo escénico, esa histeria boluda de los teatreros. Pero la mirada recíproca fue haciendo brotar el "había una vez" en ambos lados de la calle.

Todo se hizo cotidiano, los chistes repetidos de los albañiles, la ansiedad del dueño de casa que quería la escalera terminada para ayer, el control sutil del arquitecto y a eso de las diez, encanto universal. La extraordinaria figura de Natalia barriendo hojas secas en su jardín.

Iluso. Nunca imaginé, que ya entonces, su jarrita estuviera tan llena de miel.

Al tercer día, ella se cruzó aprovechando la rutina del arquitecto. Me preguntó si podía pasarle un presupuesto. Le aclaré que tenía para 10 días más en "la obra", me dijo si le podía hacer un respaldar para el sommier con una reja art﷓decó. Quedamos en que a eso de las dos de la tarde.

La palabra es expresión de la ambivalencia de materia y espíritu.

Su casa tenía un tapial de dos metros, un portón corredizo que se abría con un control remoto y un Chrysler blanco con un marido. Un auto tan largo que nunca terminaba de doblar Warnes.

Nuestro tiempo prefiere la imagen a la cosa. Lo aclaró Feuerbach, ¿vos lo leíste? Yo tampoco, lo cito porque queda bien.

La combi pasó por sus hijos. La hora se hizo y no me quedó más remedio que dejarme llevar, cruzar la calle, tocar el timbre. Y el chirrido de las ruedas de su portón negro despejando la soledad. Me confesó que no había hecho tiempo para traer la, que la reja estaba en la quinta. ¿Podía acompañarla hasta Ibarlucea al dejar de trabajar?

Acepté, ya nadie cumple la histórica jornada de 8 horas. Minga los mártires de Chicago.

No voy a apurarme en detalles. Parecía agobiada por el lujo y las prolijidades. El sol cayendo sobre el horizonte de la 34, la hembra inmediata, mis poros destilando sudor fragancia hierro y su imaginación haciendo el resto.

Nada, todo. Fueron 10 días, conmovieron mi mundo. Cuestión de piel, la desbocada estrella del instinto.

Fue imposible resistir la tentación estúpida, empecé a escribirle un poema. Mientras las planchuelas de una pulgada por 3/16 se doblaban a sesenta grados para atornillar los peldaños de anchico, me dejé llevar por la palabra hacia el papel. ¿Qué onda la impresionaría? ¿William Carlos Williams, Gustavo Adolfo Bécquer, Serrat?

Quedó maravillada con el respaldar, hacía juego con un espejo heredado de su abuela. Me pidió que le enseñara a soldar con autógena, ¿sí?

La escritura es un desvío de la vida.

La escalera terminó junto con el poema. La maldita tarde que vino al taller quedó fascinada con las herramientas. Le enseñé a graduar la llama según el color, después le di el manuscrito. Lo leyó y algo murió entre los dos. Me trató como si la hubiera arremolinado en una traición. No sé si el poema era verdaderamente malo. O si estaba molesta porque había tenido tiempo de bañarme y ponerme desodorante.

- Mi marido también es un escritor frustrado - dijo y corrió hacia su camioneta. La puso en marcha, bajó el vidrio polarizado de su ventanilla y tiró un boyito de papel.

Era el poema. Dejé que el viento se lo llevara.

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