Historia trunca, bruja desocupada, esclavo autónomo. Alberdi, calle Blas Parera, episodio Natalia.
Me conmovió como una frase de Alejo Carpentier.
La primera vez que nos vimos, ella tenÃa una escoba en la mano y yo estaba soldando tubos 40 x 80 x 1,6, la estructura de una escalera.
MÃstica innatural. Las relaciones de producción.
Ya nada fue igual. Ni el chisporroteo de los electrodos, ni la cadencia de sus caderas empujando el delicioso no sé qué del deseo hasta la necesidad.
No disfruto que me miren cuando laburo, me da miedo escénico, esa histeria boluda de los teatreros. Pero la mirada recÃproca fue haciendo brotar el "habÃa una vez" en ambos lados de la calle.
Todo se hizo cotidiano, los chistes repetidos de los albañiles, la ansiedad del dueño de casa que querÃa la escalera terminada para ayer, el control sutil del arquitecto y a eso de las diez, encanto universal. La extraordinaria figura de Natalia barriendo hojas secas en su jardÃn.
Iluso. Nunca imaginé, que ya entonces, su jarrita estuviera tan llena de miel.
Al tercer dÃa, ella se cruzó aprovechando la rutina del arquitecto. Me preguntó si podÃa pasarle un presupuesto. Le aclaré que tenÃa para 10 dÃas más en "la obra", me dijo si le podÃa hacer un respaldar para el sommier con una reja artdecó. Quedamos en que a eso de las dos de la tarde.
La palabra es expresión de la ambivalencia de materia y espÃritu.
Su casa tenÃa un tapial de dos metros, un portón corredizo que se abrÃa con un control remoto y un Chrysler blanco con un marido. Un auto tan largo que nunca terminaba de doblar Warnes.
Nuestro tiempo prefiere la imagen a la cosa. Lo aclaró Feuerbach, ¿vos lo leÃste? Yo tampoco, lo cito porque queda bien.
La combi pasó por sus hijos. La hora se hizo y no me quedó más remedio que dejarme llevar, cruzar la calle, tocar el timbre. Y el chirrido de las ruedas de su portón negro despejando la soledad. Me confesó que no habÃa hecho tiempo para traer la, que la reja estaba en la quinta. ¿PodÃa acompañarla hasta Ibarlucea al dejar de trabajar?
Acepté, ya nadie cumple la histórica jornada de 8 horas. Minga los mártires de Chicago.
No voy a apurarme en detalles. ParecÃa agobiada por el lujo y las prolijidades. El sol cayendo sobre el horizonte de la 34, la hembra inmediata, mis poros destilando sudor fragancia hierro y su imaginación haciendo el resto.
Nada, todo. Fueron 10 dÃas, conmovieron mi mundo. Cuestión de piel, la desbocada estrella del instinto.
Fue imposible resistir la tentación estúpida, empecé a escribirle un poema. Mientras las planchuelas de una pulgada por 3/16 se doblaban a sesenta grados para atornillar los peldaños de anchico, me dejé llevar por la palabra hacia el papel. ¿Qué onda la impresionarÃa? ¿William Carlos Williams, Gustavo Adolfo Bécquer, Serrat?
Quedó maravillada con el respaldar, hacÃa juego con un espejo heredado de su abuela. Me pidió que le enseñara a soldar con autógena, ¿sÃ?
La escritura es un desvÃo de la vida.
La escalera terminó junto con el poema. La maldita tarde que vino al taller quedó fascinada con las herramientas. Le enseñé a graduar la llama según el color, después le di el manuscrito. Lo leyó y algo murió entre los dos. Me trató como si la hubiera arremolinado en una traición. No sé si el poema era verdaderamente malo. O si estaba molesta porque habÃa tenido tiempo de bañarme y ponerme desodorante.
- Mi marido también es un escritor frustrado - dijo y corrió hacia su camioneta. La puso en marcha, bajó el vidrio polarizado de su ventanilla y tiró un boyito de papel.
Era el poema. Dejé que el viento se lo llevara.
© 2000-2023 www.pagina12.com.ar|República Argentina|Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.