La palabra tiene tibieza animal.
Noche del último jueves de noviembre, casa suburbana, jardÃn. La sirena de las 12 habÃa sonado hacÃa rato y la luna desbordante se alzaba brillando entre las nubes gordas que venÃan del rÃo. HabÃa una vez.
El ciprés se recortaba en el silencio del jardÃn. El silencio era como la palabra, ese tiempo pronunciándose, nunca terminándose de escribir.
La bruja dejaba la escoba en el ciprés.
Cerca del árbol, un fuego estaba encendido y algunos animales estaban a su alrededor. Los animales eran cinco y hombres. Dos generaciones, dos hermanos y tres primitos. Después de cenar, los chicos habÃan pedido permiso para hacer un fuego con la excusa de los mosquitos. HabÃan juntado hojas secas del eucaliptus, piñas y algunas ramitas desprendidas por la última tormenta. Hicieron una pequeña fogata cerca del ciprés. Y todos, chicos y grandes, se habÃan sentado en torno al fuego. Sin hablar.
El ser humano empezó a hablar un millón y medio de años después de dominar el fuego.
Los hermanos habÃan estado años sin hablarse. HabÃan quedado en encontrarse aquella noche para tomar un vino . Ya iban por la segunda botella, las palabras se hacÃan esperar.
Una ausencia se escanciaba en el gesto.
HabÃa un padre (o un abuelo) que hacÃa mucho tiempo no estaba. El abuelo (el padre) se habÃa ido en 1976. De muerte natural. Una partida imprevista que habÃa interrumpido otra conversación.
Lo que aleja a los humanos del resto de los animales es la escritura, no la palabra.
Los dos hermanos miraban a hijos y sobrinos disfrutando. Los primos tenÃan entre seis y cuatro años, se llamaban Leonel, Ernesto y Wladimir. El aire estaba cargado de eso que está a punto de suceder. El instante era tan bello como los colores del fuego, como la luz de la leña ardiendo.
-TÃo, contáte un cuento como antes, eh?- dijo Leonel.
¿La palabra es una forma de energÃa?
Los hermanos se miraron apretando los vasos de tinto y sonrieron. "Como antes". Como si la aventura sólo pudiera suceder en la nostalgia, en todas esas presencias de la felicidad que parecen poder conjugarse sólo en tiempo pasado. Y el hermano menor, el que tenÃa facilidad para el encanto del relato empezó a contar las andanzas de una bruja que vivÃa en un rancho en la isla y venÃa volando sobre el rÃo con una escoba.
La narración se fundió con la melodÃa quebrada de los chisporroteos.
-¿Y porqué venÃa con la escoba, no tenÃa una canoa?- preguntó Wladimir.
-Porque las brujas vuelan dijo Ernesto.
-Pero si la tÃa Laura no vuela- afirmó Leonel.
El encanto era universal. Todos parecÃan ser la misma cosa. Los cinco hombres, el ciprés, la luna, el fuego. Silencio y palabra adentrándose en el territorio de la pura inocencia. Esa que tenemos al instante de nacer y que pronto nos corrompen los ritos de la civilización.
Era una bruja que venÃa a visitar una tÃa enferma (o un novio) que tenÃa en Baigorria y dejaba la escoba escondida en el ciprés.
-Porque se la podÃan robar, como a mà me robaron la bici- dijo Leonel.
Oportunidad en la nada, el relato terminó y todos se fueron a dormir. Un humito azul se alzaba como si fuera la sombra espesa del ciprés o la huella de las palabras dejadas en el espacio.
Y al dÃa siguiente, cuando habÃa que limpiar el estropicio hecho por los chicos después de almorzar, no se encontraba la escoba por ninguna parte. La buscaron un rato por toda la casa, hasta que Leonel dijo que tal vez se la habÃa llevado la bruja. Salieron al jardÃn y allà estaba, la escoba escondida entre las ramas del ciprés.
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