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Domingo, 21 de enero de 2007
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El arte de confundir

Por Miriam Cairo
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Ante todo, y aunque más no sea para paliar la confusión que reina en torno a la falible, convendría hacer una diferencia de los dos usos de su nombre: uno, el sentido que podríamos decir "psicológico", es el de "persona que se ha desviado". Obviamente, sobre eso no hay mucho más por decir. Sucesos diversos como la ruptura de anáforas, Moisés abriendo en dos las aguas del Mar Rojo, el forcejeo subjetivo con el Eros del lenguaje pueden haber sido algunas de las razones que la condujeron a los espléndidos descalabros. Esto trajo a su vez como consecuencia que la estructura de sus mosaicos estuviera ligada a la idea de que a partir de la disolución, el sujeto se vuelve a construir con fragmentos recuperados de la propia destrucción. La escritura pues se convierte en el territorio donde su lucidez descarriada traspasa los límites que el espíritu vislumbra.

La falible se aboca a un procedimiento de escritura que la enmaraña con la vida. De buenas a primeras confunde en la calle a un vagabundo con Ezra Pound y se lo lleva a dormir con ella cada domingo. Los une una emoción que roza las lindes del amor romántico a fuerza de un sostenido apego erótico. El mendigo no logra canalizar tanto amor y se marcha. Cuando ella lo ve partir reconoce la diferencia: los hombres son hombres y los libros son libros. Así construye su adoración por ambas especies.

El otro sentido, sobre el que también vamos a cavilar un poco, es el de la falible como "género específico", o sea, como consecuencia de un desastre profundo. En estas condiciones hablar de la falible sería como hablar de cualquier otra persona. Pero hay más del asunto. Su oficio de plegar y desplegar la acción interna del lenguaje es comparable al salto de la suicida lúcida que desea caer más que morir.

En el palier del edificio confunde a la promotora de Avon con Pizarnik y la invita a tomar café en La Máquina. A la vendedora no le parecen naturales las insinuaciones de ternura erótica entre mujeres y se marcha. Ella piensa en dedicarle un mosaico que se titule "Buenas muchachas" pero no sabe si la cosmetóloga lo podría apreciar. Así alimenta su adoración y su extrañeza por la especie.

La diferencia entre la falible y una mujer hecha y derecha está en la información del mundo que cada una trae. La incompatibilidad es absoluta si observamos que la falible es intención desviada y laberinto de propósitos. Uno llega a ella en círculos concéntricos y su cuerpo concreto, astral, psíquico, casual no es como una metáfora fundada en la analogía porque al invertir sus términos, la correspondencia no es exacta.

Las noches en que no duerme con Ezra Pound y que no añora la ternura erótica de Pizarnik sube a la azotea del edificio a contemplar la ciudad desde arriba. Tiene en el ipod a Diana Baroni hilando con su voz de camelia las finas hebras de melodías peruanas. Ante la delicada música, la ciudad se erige como un relato poderoso. Mira el río, la copa de los árboles, dos mujeres fumando en el balcón del edificio de enfrente. Pero allí no acaba su fluidez para el delirio.

En el parque, sentada junto al lago recuerda que alguna vez su casa fue un estanque lleno de tiburones. Observa a dos adolescentes besándose contra un árbol y un sexo de conejos se le anilla en la cabeza. Toma un taxi y confunde al taxista con el cochero de Bovary. Llega a su casa con la escena de la carreta en la mente. Prepara café y descubre que hay una relación neurótica entre lo que escribe y los infinitos datos de la realidad.

Confunde ciertas ráfagas de aire con la apariencia de sus fantasmas. Deja de escribir para escucharlos discutir sobre el síndrome de existencia en lenguas clásicas. Decide llevarlos a caminar por la ciudad y se le escapan. Así como alguna vez ha perdido su cadáver ahora puede perder fantasmas. Una soledad nupcial la transparenta, la conduce al gran colapso de sospechar que la vida es un sueño en permanente proceso de ensoñación.

Otra gran diferencia entre la falible y cualquier otra persona que falla, es que ella no es mimesis del error sino una variante antropófaga que ritualmente devora lo que lee y lo amalgama a lo que vive para alimentar el monstruo insaciable de la voz propia.

Confunde el ahorcamiento de un hombre, que es transmitido por radio y televisión, con la consolidación de un imperio despiadado que reasume principios germinales de la inquisición. Relaciona el moderado espanto de los comentaristas de turno con la pena de vivir. Su antropofagia narrativa la lleva a repetir lo que fuera dicho por un par de prófugos rumanos en 1918: "la locura agresiva total de un mundo en manos de bandidos que se destrozan los unos a los otros y destruyen los siglos". Y el baño de sangre no es compatible con la esperanza de una humanidad purificada.

Estas confusiones desatadas en un extenso arco de imposibilidades, la instan a ligar sus percepciones con los tenues hilos de una sensibilidad que está al tanto de la disolución de la humanidad, pero no se resigna.

El desacierto de sus cavilaciones sirve a un proyecto de denuncia ante la falta de capacidad para formular el estribillo de la queja. Y como tampoco tiene talento para crear el hit del verano, cada atardecer la falible se queda sentada en el balcón contemplando cómo las delgadas lenguas de la oscuridad lamen el ombligo de la noche recién nacida.

Desde hace unos años, y especializándose en laberintos y penumbras verbales, la falible ha ido adquiriendo una natural aptitud para las fallas. Sobre todo, porque ha dedicado más tiempo de lo recomendable al ejercicio de hilvanar la propia boca a la palabra beso, el propio cuerpo a la palabra cuerpo y el propio corazón al corazón del texto.

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