La demarcación de los lÃmites en la jungla amazónica -dice- ha sido seguramente una tarea delicada y difÃcil y quienes la llevaron adelante no son en general personas comunes; mucho -ilustra- hicieron quienes tenÃan nociones de navegación, pilotos y capitanes pero los que sabÃan lo especÃfico -agrega- muchas veces eran extranjeros porque por aquà -dice- no habÃa mucha gente con estudios.
Yo lo escucho, callo, miro y reflexiono sobre la Ãmproba tarea de definir lÃmites sobre una cosa que es por naturaleza continua, indivisible y única mientras trato de mantener el rumbo que lleva la embarcación contra los caprichos del viento.
Al Coronel Fawcett por ejemplo -dice- creo que en Ceylán, donde era oficial de artillerÃa de las fuerzas coloniales británicas, le dio por estudiar de agrimensor pensando en un mejor futuro, más sosegado, a la sombra de una profesión civil honorable, sencilla y llevadera.
Mientras esto él dice yo no puedo sin embargo dejar de pensar en el sinuoso rumbo que a causa del viento lleva nuestro barco y pienso además en la trivial perspectiva que tienen los jóvenes sobre el futuro: si yo hubiera sabido -pienso- que sólo me esperaba un futuro de ambiguedades, tal vez hubiera tenido entonces una visión diferente y más rica de la existencia.
Yo creo -agrega- que fue con la comisión demarcatoria brasilera presidida por el Capitan de Mar y Guerra Soido que trabajó Fawcett en los rÃos Guaporé, Mamoré y Madera -explica-, debutando como agrimensor amazónico en la fijación, en lugares escarpados y prácticamente inaccesibles, mojones demarcatorios del lÃmite entre el Brasil y Bolivia, pero también me han dicho morigera que trabajó señalando las fronteras amazónicas entre Perú y Brasil y tal vez -completa- haya hecho trabajos demarcatorios en la frontera entre Brasil y Colombia: la experiencia amazónica de Percy Harrison Fawcett agrimensor cuenta se inició a sus cuarenta años y resulta como mÃnimo curioso pensar en un hombre de esa edad, en 1906, encarando esas extravagentes expediciones a las que habÃa llegado gracias a la Royal Geographic Society aunque hay que decir -dice- que la fuerte motivación que el tipo traÃa no era para nada altruÃsta porque ya hacÃa cuatrocientos años que habÃa empezado el saqueo de América y Percy Fawcett pensaba que todavÃa se podÃa encontrar, perdida en la jungla, una ciudad antigua repleta de tesoros para llevarse a Europa.
Yo lo oigo, sonrÃo, callo y pienso en el TintÃn e Hergé, cuyas aventuras coloniales por todo el planeta se emparentan un poco con las de Fawcett mientras sigo tratando de que el viento me emboque el barco en el rumbo deseado.
El coronel -agrega con los cabellos al viento- se estableció en la Biblioteca Nacional de Rio de Janeiro y durante tres semanas estudió meticulosamente una serie de documentos de los dÃas del Imperio "Relación histórica sobre un bien ocultado y antiguo hábitat urbano y sus descendientes, que se descubrieron en 1753", se llamaba el principal de los libros que estudió el agrimensor Fawcett: buscó en los textos, según el uso corriente de la agrimensura, indicaciones para desarrollar geométricamente la narración de los sucesos y cuando pensó que su teorÃa estaba completa partió acompañado de su hijo decidido a llevar adelante su propio capÃtulo del saqueo de América, aún a pesar de los riesgos de la vida amazónica. Como un abuso de su confianza en el arte topográfico enterró Fawcet sesenta soberanos de oro y algunas cosas en un cofre protegido de la humedad y el tiempo, a la usanza que los argentinos tuvimos durante el proceso para preservar nuestros libros del saqueo y la expoliación, en un lugar cualquiera de la selva amazónica donde se le habÃa muerto un caballo. TodavÃa ronda en la Amazonia la leyenda de los sesenta mil soberanos de oro enterrados -dice- por el inglés y cada vez que un equipo de ingenierÃa empieza con un trabajo de movimiento de suelos -agrega- la sonrisa se dibuja en todos cuando un ruido metálico viene a entorpecer las excavaciones, acaso -conjetura- por el recuerdo metálico del tesoro verde enterrado a principios del siglo pasado.
Fawcett sin embargo -aclara- volvió al campamento del caballo muerto sin dudar ni un instante del camino y desenterró del lugar exacto el equipo y los sesenta soberanos con los que proablemente -conjetura- financió los últimos dÃas de la expedición.
Yo mientras escucho voy bajando el ritmo de la máquina del barquito porque le apunto a la segunda de las tres bocas del riacho que venimos navegando y temo golpear con un sauce fuerte que se levanta a un costado de la boca que busco.
Por fortuna -me agrega- no todos los indios tenián la misma disposición para con los extranjeros y Fawcet probablemente -imagina- habrá encontrado entre los Xavantes, entre los Xingú o los Kalapalo, alguien dispuesto a resistir la invasión -dice con un dejo de heroismo- y a defender lo nuestro: nadie volvió a saber de él desde 1925. Desde entonces -dice- muchos lo han buscado pero nadie ha encontrado y algunos -ilustra- han tenido que dejar todo o parte de su equipo a las gentes originarias además de abandonar su papel de avanzada de la colonización y volverse a casa con las manos vacÃas.
Yo le oigo el relato cada vez más apagado y finalmente dejo de escucharlo porque, además de sorprenderme con su visión de esta triste historia, necesito disfrutar un instante de haberle acertado al estrecho canal sobre este rÃo anfractuoso que, no será amazónico pero tiene de la selva el olor, la textura, los suaves ruidos y el viento y contra todo lo que podrÃa pensarse lejos de la reflexión sigo teniendo presente que no todos -y son muchos- los que cultivan este arte de guiar la navegación conocen sus canales como yo, que soy de acá.
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