El primer sentido. ¿Cómo entra un hombre en tu vida? A través del oÃdo. Lo escuchás por teléfono y esa voz que hasta hace un momento era desconocida, se precipita por el torrente sanguÃneo y se te instala entre las piernas. De nada vale maldecir ni caminar encorvada con las manos apretando el punto neurálgico de la palpitación. No podrás dejar de sentirla. Una vez que la voz entró por el oÃdo y se te instala entre las piernas, poco puede hacer la razón. No tiene caso decirte "es una estupidez, si lo vi una sola vez en mi vida" porque la vista en este caso, no ha de ser el primer sentido.
Lugares. Los oÃdos están abiertos a todo el mundo. La voz del otro entra y sale sin mayores riesgos. En general, el tránsito de sonidos es ligero y se pierde en el aire con las otras monotonÃas. Algunos provocan un tintineo tan insatisfactorio que rápidamente son escupidos por la boca. Otros son sustanciales, se te suben a la cabeza y los acunás en el corazón, pero no llegan al hondo escondite que te hace temblar las piernas.
Fermento. Treinta y seis o treinta y siete sentidos tienden sus membranas absorbentes a lo largo del conducto auditivo. Asà como los ojos son cazadores de mariposas, los oÃdos son cazadores de significados. En ellos la pasión del cuerpo masera su fermento. Es allà donde nace la nota inicial del error supremo de amar sin conocer, que de tanto en tanto se produce.
El latido exuberante. Los oÃdos, entrenados en el ajetreo de escuchar cuando hace falta y de volverse sordos ante la necesidad, están a cada lado del rostro, imperceptibles de tan obvios, y a nadie se le ocurrirÃa halagarlos por su belleza ni por su habilidad. Pero quien no te entra por los oÃdos, no llega al lúdico laberinto de la cabeza, no produce el latido exuberante del corazón, no espolvorea sobre la boca un polvillo de azúcar, no hace llegar el instante de la desnudez cabeza abajo. Los oÃdos son umbrales a uno y otro lado del cerebro. El sonido de la palabra los atraviesa cargando en sus enormes alas el fuego y el alimento.
Impúdico suceso. Los oÃdos te impulsan hacia los más insospechados sucesos. AsÃ, un buen dÃa te encontrás marcando el número de teléfono de aquel que va y viene desde la cabeza hacia el corazón, del corazón al incendio de las piernas, y te llevás su conversación hasta el cuarto de baño. Con una mano te quitás la ropa y con la otra sostenés el hilo de la comunicación para llevarla hacia donde el otro no sospecha. El que entra por el oÃdo poco a poco deja de estar fuera del impúdico suceso y lo hacés hablar mientras empieza a correr el agua bajo tus pies y la demencia entre tus dedos. Él habla, habla y martillea. Esto ha sido dicho alguna vez, como ha sido dicho que el follaje verdemente apagado se diluye tras la niebla llorosa de los ojos. Y aunque sólo vos hayas leÃdo ese poema, lo que va desde tu cuerpo hasta la boca es un sonido tembloroso que el otro escucha y se contenta.
A caballo de un sueño. Entonces te das cuenta de que ese hombre que llega a través de su voz, que se abre paso entre el inmenso murmullo de los hombres, de los hombres que han dicho sus palabras, que han ejercido el derecho de nombrarte, incluye el propio corazón a los estÃmulos verbales que te hacen sacudir el cuerpo y dice: "vos decidÃs, podemos vernos cada veinte meses, cada veinte dÃas, cada veinte minutos..." Y el flexible margen de la frecuencia, anunciado por la voz embriagadora, produce en tus hormonas un impulso anÃmico que te acelera el ritmo de la sangre. Un frenético cÃrculo de ardor dibujan los sentimientos alrededor del clÃtoris de la conciencia. A los pocos minutos de ponerte a caballo de ese sueño, un frescor como de nieve muy arriba en el cielo y un movimiento de seda muy abajo del cuerpo, soplan por fin sobre el último estertor de tus caderas.
El sonido. Vos misma, y no otra, dejás de oÃrte como oÃs a los demás. Tus propios labios ya no hacen el mismo movimiento al hablar porque tus palabras dejan de ser viejas. Escuchar el corazón del otro es una experiencia silenciosa frente al ruido del mundo. Las noches se vuelven rosarinas, madrileñas, bonaerenses, africanas. Los tambores suenan con frenesÃ. El tórrido calor parte en dos cada una de las estrellas. Sobre las piedras blancas corre el agua negra. La pulpa verde del mundo se sacude y se desmaya al unÃsono con el alma que una vez más se inflama debajo de tu cintura. Y ya no hay nada qué temer. La noche no tiene dientes ni mandÃbulas. Cuando él habla, la noche y la soledad son dos bestias inofensivas.
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