Sé que durante mucho tiempo oÃste en la oscuridad de tu cuarto, voces que decÃan "odiamos la sombra de tus pájaros. Odiamos la flor morbosa del gladiolo". Qué podÃas hacer. Cansarte de ciertas ideas. Cansarte de los emisores de esas ideas era simplemente una posibilidad. Tempranamente tus piernas perdieron el camino de las piernas buenas.
Aquella tarde en que la mala noticia de tu desobediencia se empezó a divulgar con murmullos negros por toda la casa, cerraron la puerta de tu habitación y no gritaste. Para qué. No iba a ser la primera vez que te dejaban sola con Dios, y por compromiso te agachaste para besarle los zapatos. Nada más. PodrÃas haber degollado tus muñecas. PodrÃas haberle hablado amorosamente a las paredes, pero tuviste un gran acto de sobriedad y es justo que lo aceptes.
HabrÃas podido estudiar quÃmica durante muchos años para no escribir. Para no perder tanto tiempo inútilmente. Si hubieras hecho caso, no escribir te habrÃa parecido natural. Tu suplicio no serÃa entonces de los peores a los que puede estar condenado un afligido: ser feliz. Perder tanto tiempo en algo que no sirve y que sin embargo te hace tan feliz, es tu idea actual de vos misma.
Cuando te encerraban a solas con Dios, para castigarte, habrÃas podido darle un empujón y dejarlo tullido para el resto de su existencia. Pero nunca te gustaron los enviones ni las reacciones obvias y otra vez elegiste la discreción de tu silencio. Adivino en todo esto el origen de tu serenidad. Como cuando tiempo atrás elegiste no cerrar los ojos ante la muerte de tu padre. Dios no andaba por la casa en esas tardes en que escuchabas sus gritos de dolor. El Creador ejercÃa su paciencia universal por los cielos inmensos mientras vos apuntalabas con temblores, uno por uno tus seis años. La pena es como una lluvia suave que no cesa.
Yo me acuerdo. VenÃas de tan lejos cuando la tarde se movÃa como un barco. En tu habitación primero aprendiste a decirle adiós a tu padre y luego, a darle la bienvenida a la soledad. A partir de entonces te negaste a llevarle el almuerzo a Dios y los castigos se multiplicaron. VivÃas a salvo adentro de tu cuarto. Por la ventana veÃas a Dios repartir caramelos a los niños obedientes. Los caramelos te daban asco.
Ahora, por suerte, Dios ya está muerto. No sobrevivió a tu golpe y vos estás aquà por la valentÃa de tus actos. A él lo lloró la gente venerable. Pero no hay muerte que no mate ni memoria que olvide. Los silencios son demonios de los rÃos y de las fuentes y de las niñas que infunden un terror inexplicable.
Tu crimen fue perfecto. Mataste a Dios pero no encontraron tus huellas digitales. No hubo noticia en los periódicos. La criminalidad infantil es inmemorial e infalible. Se mete adentro del propio organismo.
Las penitencias se multiplicaban pero vos ya no tenÃas nada que ver con las jaulas ni con el mundo. CrecÃas dÃa tras dÃas, años tras años sobrellevando cada vez un castigo nuevo en la oscuridad de tu calma. El mundo en el que te querÃan hacer entrar quedaba lejos.
Aquellas mañanas en que tu soledad se dedicaba a crecer con dulzuras y suplicios, ibas aprendiendo de su boca el idioma de la desolación. Ella, para engañarte te decÃa la verdad y la verdad nunca era muy distinta de la mentira.
TenÃas miedo de vivir en esa casa. TenÃas miedo de no vivir en esa casa. Asà era tu corazón. Perdido. No tenÃa la menor perspectiva. Aún hoy sigue teniendo muy distorsionada la visión de las cosas. No podrás borrar nunca esa mancha de su naturaleza. Limpiar la naturaleza de un corazón puede intentarse de cincuenta maneras diferentes, pero me parece que no es sino el misterio de ese corazón. Un corazón es algo peligroso. Sin su mancha podrÃa condenarnos a la muerte.
Hasta que los años te trajeron el deseo de salvarte. Ya se habÃan agotado los botes de salvataje y el barco se ladeaba hacia la izquierda. Entonces fuiste tu propio caballo. Fuiste las alas de tu propio caballo. La realidad de tu huÃda. Ya no pensaste que ese mal modo de hablar de vos era una horrible forma de amarte.
El caballo y el crimen te llevaron a la escritura. A las palabras nadie las adopta. Son aprendizaje de una enseñanza desconocida. No todo lo escrito has pronunciado.
Allá ibas, para mayor inseguridad, atravesando la lÃnea obstinadamente curva del horizonte. Allá ibas empolvada, lumÃnica, circundante. Al mirarte, yo no presentÃa nada. Pero de pronto brotaban en mi mente muchedumbres inmensas. Un millón, dos millones de ángeles corriendo a una niña extraviada. La imaginación te ardÃa como una mecha y me lo hacÃas ver. Desmelenada y sollozante, la niña se deshacÃa en el polvo del camino. Los ángeles quedaban boquiabiertos ante el no de la niña. Pero ellos ignoraban hasta qué punto ese desaire podÃa influir en la muerte de una estructura celeste.
Sobre tu caballo, siempre supiste lanzarte verticalmente al espacio de las palabras. Hoy, muchos no saben que hasta el mare mágnum de tu escritura es algo preciso. Riguroso como el álgebra. Tus palabras son ideas del tumulto del mundo.
Con una cuchara de palo podrÃas beber el ron de los desesperados. PodrÃas comerte los ojos de la noche. Y no por ello tu conciencia reflexiva dejarÃa de llevarte a acontecimientos más claros.
Cuando escribÃs, todo se retuerce, se infla, temblequea. A veces no te importa nada y te quedás detrás del horizonte revoloteando alrededor del sol. Quién pudiera entonces comprenderte. No todo lo que tu pluma dice es recomendable, o cierto, o inteligible. Pero es útil para tu inutilidad. Es cuerdo para tu locura. ¿Por qué los estudios de biologÃa podrÃan haber hecho de vos algo más provechoso? Lo primero que pienso es que las fórmulas quÃmicas te darÃan por resultado ciencias imaginantes.
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