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Sábado, 24 de febrero de 2007
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Cobras que envenenan almanaques

Por Gary Vila Ortiz
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Hace cuatro días que no salgo del departamento. Creo que una pereza anticipadamente otoñal me lo impide. Busco, dentro de las cajas que se apilan en cada espacio disponible, entre las hojas de los libros, o mezclados con fotos en blanco y negro y recortes gastados, los originales de unos viejos poemas que me ha pedido un amigo. No los encuentro, por supuesto, a pesar de que recuerdo haberlos visto no hace mucho. Mi método para archivar los materiales que me interesan es infalible: jamás consigo hallarlos cuando los necesito, pero sí es seguro que la búsqueda me llevará a otros papeles que creía perdidos para siempre y éstos, a su vez, me remitirán a otros y de ahí en adelante sólo debo seguir los incontables caminos que se abren con cada descubrimiento y, si las memorias no me distraen demasiado, si no me extravío en paréntesis y digresiones finalmente, después de un tiempo que ningún reloj sería capaz de precisar, cuando ya no sé con exactitud qué estoy buscando, aparece.

En lugar de mis viejos poemas encuentro varios "Almanaques" de Nicanor Pérez. Están en una bolsa plástica de una disquería que ya no existe. ¿Qué habré comprado en ese local de calle Rioja? ¿Lester Young con el trío de Oscar Peterson? ¿Las sesiones de Charlie Christian en el Minton's? ¿Las grabaciones de Duke Ellington con John Coltrane? ¿Un recital de Earl Hines en Francia? ¿O será algún disco que está prisionero en el laberinto? Mi máquina de escribir está rota, así que transcribo a mano, en una pequeña libreta, un puñado de líneas de esos artículos que acaso me ayuden a entender un poco la historia de Nicanor.

"Todo me parece cada vez más fragmentario. Y la única expresión posible es por fragmentos. Sin embargo, la memoria no juega con las mismas cartas; yo juego al truco, pongamos por caso, y la memoria recuerda el tute chancho; yo juego a las damas, y la memoria persiste en el ajedrez". "Por qué amo las cosas que amo es algo que no sé, que nunca supe, que me importa poco saber". "En marzo, cuando llegue el otoño, las cosas cambiarán. No sé bien qué cosas, tampoco qué cambios. Pero en el otoño todo será distinto, lo sé, y no solamente porque regresará ese amarillo que amo, ese otoño de esta ciudad que es único. Es difícil, a veces o casi siempre, adivinar los movimientos de una mente cansada, que busca una salida a lo que sabe perfectamente bien no tiene salida, que busca un refugio cuando los refugios se han agotado, que mira el mundo como si fuera un universo posible de poseer en una única mirada y luego se sume en algo parecido a la contemplación". "Tal vez me falte el tiempo, pero eso qué importa, a todos nos falta el tiempo. La historia la podrá seguir contando otro viejo, en otra silla, en otra calle, en otra esquina, en otro lugar del mundo, no importa la voz, nunca importa la voz pero sí el relato, la continuación del relato, la permanencia del relato, la repetición eterna de la historia y el círculo de los hombres alrededor, el infinito retorno de la historia y el lector solitario, a la espera de lo que irrumpe entre luces, al acecho de resplandores en el centro silencioso de la noche".

Suena el teléfono. No atiendo. Después de ocho o nueve timbrazos enmudece. Vuelve a sonar y la insistencia parece arrancarme de un sueño pegajoso. Es la voz de Nicanor, que me invita a un bar cercano. Necesita verme, necesita hablar conmigo. Le pido que me espere y cuelgo. Tengo que salir.

Creo, me cuenta en el atardecer de domingo don Nicanor, que solamente debe escribirse sobre lo que se ama. Me parece que eso lo decía Renan, lo que me recuerda el hermoso libro que le dedicó Bernardo González Arrili y que tuve el honor de que me lo mandara de regalo. Usted dirá que cómo puedo amar algunas de las cosas que me pasaron. Es que en realidad no hablo sino indirectamente de ellas a través de las cosas que amo y sigo amando, y eso que pasó me hizo perder, por ejemplo, el mencionado libro de Renan. Pero con odio no podría escribirse. Al menos yo no podría escribir. Tal vez el odio pueda alimentar esa forma de periodismo que se llama "brulote", que me es antipática pero que reconozco que hay que tener talento para escribirla. En nuestro país hubo estupendos brulotistas, que me eran doblemente antipáticos porque pertenecían a la derecha, a un nacionalismo extremo, como el padre Leonardo Castellani o Ignacio Anzoátegui. Le cito a estos dos porque los brulotes que escribieron son divertidos, terribles, y porque además de ejercer ese oficio tienen obras valiosas y en el caso de Anzoátegui su libro Monólogos con Lady Grace me parece bellísimo. También hubo escritores fundamentales que a veces podían rozar el brulote, pero se trataba de cantarle las cuarenta a los argentinos y entonces no dejaban títere con cabeza. Uno de ellos fue Ezequiel Martínez Estrada. Supe tener toda su obra; me queda únicamente Radiografía de la pampa, y ahora que lo pienso mejor también las dos series de sus Coplas del ciego, que fueron su regreso a la poesía que había abandonado.

Don Nicanor deja de hablar por un instante, mira los sobrecitos de azúcar vacíos desparramados sobre la mesa y después continúa. Una de las reglas de oro, no escrita pero sí sugerida, de Bustos Domecq era que una narración presuntamente policial no debía interrumpirse con reflexiones ajenas a la trama. Debe ser así, pero hay excepciones, especialmente entre algunos autores ingleses clásicos. Pero no crea usted, amigo mío, explica don Nicanor mientras prende el quinto Kent consecutivo y pide otro café corto, que esto que le digo es un justificativo. No me gustan los que se justifican, son unos cerdos si lo hacen, según decía con razón Sartre. Se trata de que así, confusos y mezclados, fueron los hechos de esta historia que ignoro si tiene trama pero les sobran trampas, pobre juego de palabras que le dedico a algunos de los que jugaron sucio, más de lo que puede usted suponer. Entonces eran "ellos" los que interrumpían. Yo estaba haciendo la sección que escribía todos los días, hablaba, digamos, sobre Camus. ¿Qué responsabilidad me correspondía si cuando salía del diario me trepaban a un auto? No era necesario que fuera a punta de pistola pero era una sensación parecida a la que debe sentir un tipo al que lo encierran con un par de cobras enfurecidas, como en aquel cuento de Capote. Cobras que envenenaban el alma, pero no mataban. Ese era el secreto: no había que matar, todo se hubiera hecho muy evidente; sólo había que amedrentar, hacer pensar en cosas peores. Por supuesto que los "ellos" ganaron la batalla y largamente. Pero en definitiva ignoro si lograron realmente sus objetivos. Es decir, si con los que les tocó hablar después a los "ellos" se pudieron poner de acuerdo en lo que les iban a pagar, siniestros corruptos de quienes nunca nos hemos librado. Es algo que no sé y no importa. Entonces era de esa manera: viajaba en un auto apostrofado, no exactamente con miedo pero tratando de pensar en una estructura mental que me defendiera de todos los temores. Nunca lo conseguí del todo, pero me ayudaba.

Don Nicanor apaga su cigarrillo, pensativo, y su voz se convierte en un susurro algo triste. Luego me dejaban en una esquina cualquiera, sin un mango, buscando el camino de regreso a casa. Generalmente con asma. Caminaba en alguna dirección, llegaba a lugares insólitos que no supe encontrar después. Que no quise encontrar después.

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