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Domingo, 25 de febrero de 2007
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Pensar y decir

Por Luis Novaresio *
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Uno: La ley de gravedad está vigente. Silencio. Y más silencio luego del silencio. ¿Está vigente? Silencio. ¿No? El profesor miró desafiante a su alumnado. Cincuenta estudiantes de Derecho de la facultad de la ciudad bajaban la cabeza, chequeaban que en sus celulares no hubiesen ingresado mensajes de texto, revolvían en sus carteras y, los más osados, levantaban su mirada para dirigirla por encima de la cabeza del docente, como en trance tántrico, ojos que no se detienen en la metafísica problemática que plantea este pobre mortal. Sin la menor necesidad de volver a formular la pregunta, el docente gritó. Segunda cuestión: ¿ustedes, viven?

Les tuve que preguntar si vivían, me dijo el docente cuando caminábamos por la Plaza Pringles. Y entonces sí, dos o tres, no más, se sonrieron y asintieron con la cabeza. Salvo un coloradito que se sienta al final del aula, harto de esta historia, me devolvió el grito diciendo que por obvias razones estaban vivos. Y de paso, dijo, perdiendo el tiempo con semejante idiotez. Se levantó y se fue. Pensé en los que refutaban a los sofistas, hartos de sus contradicciones, que al negar que el movimiento existía, se paró y caminó. ¿Ves que existe? El maestro, pobre, quería que los alumnos supieran de sofistas.

Todo está perdido, dijo el hombre. Si en la universidad, los que van a estudiar cómo hacer justicia, no responden a una pregunta ridícula, imaginate lo que nos queda con los que se cree es razonable. No te alteres, le dije al profe. Otra ridiculez más. El hombre ya gritaba, a la altura de los vendedores de artesanía (y de la Defensoría del Pueblo, vaya paradoja), que todo estaba perdido. Las ganas por tener ideas en este país han muerto. Apenas si cotizan en el mercado a precio ínfimo. La devastación más grande de los ladrones que se vistieron de representantes del pueblo de los últimos quince años fue el saqueo del deseo de pensar. Del instinto básico de supervivencia de querer decir luego de disentir con uno mismo. Robo de ser pensante. Gritaba menos. Murmuraba. Virus Gran hermano. Le quise decir que no era para tanto. Todos inoculados por el virus Gran Hermano, mirar para ver si los pibes copulan, si las chicas fueron prostitutas o si los varones son algo perversos. Le dije que no se ensañara con la tele, que no era para tanto. Al menos, pensé para mí, no era la responsable de todo. Todos portadores sanos de ese virus. GH positivos.

Ser docente de alma no se explica. Raro vicio ése, el de querer enseñar lo que uno sabe. Compartir lo que se descubrió. Un buen modo de combatir la soledad, me dijiste alguna vez. Frente a un libro, explicabas, uno descubre la razón de algo. La fórmula matemática que revela que el cuadrado de estos catetos sumados representa el cuadrado de la hipotenusa. Y yo pienso en el rincón de casa, que parece triángulo. O que los contratos consensuales se perfeccionan meramente por el asentimiento de las partes. O que ya en la antigüedad, en 1600, los tipos tenían un engranaje que hacía girar los libros. ¿La semilla del navegador de Internet? Y así. La excitación de saber algo más, entender algo más, es efímera. Si no podés aplicarla, darle uso, muere. Si no podés, me dijiste, compartirla, la alegría por conocer es fugaz. Enseñar es inmarcesible. Hay quien puede tener terminada su vocación de aprendizaje construyendo edificios con miles de millones de hipotenusas al cuadrado, o firmando será justicia al final del escrito que denuncia incumplimiento del contrato. O apretando el botón ON con instinto serio de superioridad. Y ya. Pero hay otros que necesitan que muchos otros, muchos, sepan lo que ellos saben. Son los que enseñan. Mitigan la soledad del saber enseñando a saber. Eso es un docente. Esos son los mejores. Generosos del saber. Dilapidadores de una fortuna intangible que hace rico al que recibe, sí. Pero más al que se desprende sin mirar a quién.

Mi amigo el profe de Derecho es raro. Raro de los que dejan su bufete y corren al aula porque la Universidad merece que se le devuelva lo que ella le dio. Raro de los que dicen que hay que volver a Sócrates y a la sofistas. Uno porque como sus madres parteras (la del filósofo y la del abogado) enseñaban a hacer parir. Parir ideas, parir hijos. Parir ideas con la pregunta irónica. Yo soy Sócrates, gritaba a la altura del Augustus. Yo voy a terminar bebiendo cicuta si sigo preguntándoles si la ley de gravedad está vigente. Sólo sé que nada sé no comprende la ley de gravedad, ¿me entendés? Porque a estos animalitos que pueden parir o hacer hijos, se les caen cosas al suelo, como la manzanita de Newton. Es hora de que se den cuenta. Solos. O al menos, si no se les cae la manzana, debería precipitárseles una idea. Así de obvio.

Entonces, pregunto para golpear la ignorancia y hacer parir las ideas. Empezar desde lo obvio para poner en marcha en sofisticado y tumultuoso engranaje de pensar ideas. Ideas. Antibióticos para negativizar el GH positivo. NO hay vacuna. Al menos, hacerlos portadores sanos. La primera clase, les regalo un señalador para sus libros que dice: Idea: Primero y más obvio de los actos del entendimiento que se limita al simple conocimiento de la cosa. Idea: Plan que y disposición que se ordena en la fantasía para la formación de una obra. ¿Me entendés? Lo obvio. La fantasía. La obra de conocer.

Una tarde, me dijo, los llevé a la Biblioteca Argentina. Entraban como vos lo hiciste en el Duomo de Milán. Dios no me importa, me dijiste, pero quiero ver la arquitectura. Cara de admiración hecha pregunta. Vos en la Iglesia. Y ya no te importó si Dios existía, si uno o trino, si líbranos del mal y venga a nosotros tu reino. Era estar en algo soñado, distinto, madre de preguntas y gozos. Pero a vos te tocó llevarlos a la Biblioteca Argentina. Acá a la vuelta, no a 14.000 kilómetros de distancia. Sentí que Milán estaba más cerca de ellos. Les mostré la leyenda de la puerta de entrada a la sala de lectura. Ignorar es odiar. Conocer es Amar. Sócrates, de paso. ¿Y qué creen que significa? Los visitantes ya nos miraban mal. Lucíamos como grupo adecuado para un Temaikén. No para biblioteca. ¿Qué significa? La más valiente me dijo: como es una puerta vaivén, de doble hoja, en una conocer en la otra ignorar, implica que todo va y viene. Incluso el estudiar para saber. Casi lloro, de rabia, dijo el maestro. Yo quise decirle que algún sofista estaría orgulloso de esa niña por su capacidad de contradicción. El grito se escuchó a la altura de la más respetada librería de la ciudad. ¡Pero no seas idiota! ¡Ojalá esa adolescente supiera de retórica y contradicción! La piba sabía de oferta, demanda y valor de cambio. De convicción por saber y así ser más libres, ni jota. Ni una idea. La idea ha muerto, insistió con tono de derrota. Los privilegiados de esta sociedad devastada que pueden ir a la Universidad sin necesidad de ver como sus padres cartonean, o cartonear ellos mismo, los que no mueren de hambre, los que no ven morir a sus hijos de hambre, conviven con la muerte de las ideas. Y se fue. En Sarmiento y Córdoba un pibe de cinco años vendía estampitas de Santa Rita. Patrona de lo imposible, me dice el chico para entusiasmarme con la compra.

Dos: Todo mezclado. ¿La pregunta de la ironía Socrática para parir el conocimiento? Quizá. O mero hastío. No sé. A ver. Alguien puede haber incendiado una villa de emergencia para jugar a la política y no pasa nada. Vestirme de rojo, jugar al comandante luego de haber privatizado el petróleo y haber sacado el dinero fuera del país, y no pasa nada. ¿Mezclo? Seguramente. Al menos servirá para que alguien piense. Que piense algo. Que mezclo. Qué se yo.

La madre avergonzada por su hijo que roba quema las manos con agua hirviendo. Todos gritan que es un monstruo. Ella pide disculpas y nadie piensa en el monstruo que arrincona a un pibe de trece años para que robe en su propia escuela. No es justo que un chofer gane dos mil quinientos. Los maestros apenas mil doscientos. ¿Se puede seguir soportando esa disyuntiva? Todo mezclado. Y pasa.

Tres: La idea muere cuando se mercantiliza sin remedio. Cuando tener el derecho a pensar tiene siempre un costo. Pensar la idea por el mero acto especulativo de saber es la garantía de la vida humana. Porque hombre e idea son indisolubles. Pensar y decir, como Moreno quería, es la base de una sociedad mejor.

Entonces los miraba. Mi amigo el docente se paraba frente al toro, sin traje de luces pero totalmente luminoso. Era un contento ver a ese maestro, en le medio de la tarima gastada por tanto otro repetidor sin pasión de frases secas, decidido a lanzarse a las fieras. Cincuenta alumnos de una Universidad lo miraban. Podrían haber bufado, rascar el piso de tierra con una de sus patas. Pero para ello deberían haber tenido pasión. Las cincuenta bestias eran criaturas de ciencia ficción congeladas, blancas y babeantes que apenas se movían. Y él no se amedrentaba. Solo. Solísimo. ¿Sabés que no me acuerdo qué materia dictaba? Cualquiera alcanza, te decía. Si enseñase astronomía en vez de derecho, me decía divertido el profesor, me colgaría de la excusa del cielo pensado por los mayas, por el sostenido por las tortugas y por el ganado por la dirección solar, para hablarle de la imperiosa necesidad de pensar. De preguntar, de saber pelearle al dogma. A la comodidad del dogma.

Entonces, el hombre hablaba. Solo. Solísimo. Yo lo vi. Lo fui a ver. La idea tiende a morir. En realidad, tiende a ser asesinada. Porque es peligrosa, corroe cimientos que lucen sólidos. La idea camina, se desplaza, es movimiento. La muerte paraliza. Congela para siempre. Por eso la combate.

Cincuenta congéneres jóvenes pensaban si esto lo tomaría en el parcial y si alguno, por las dudas, tomaba apuntes.

Y él seguía. La idea empieza a morir cuando se recurre a ella para encontrarle provecho físico. Externo. Cuando la idea se busca para gozar desde afuera, la enfermedad aparece. Cuando es necesario contentarse con algo más que la alegría de tener la idea y de saber que será compartida, por el mero acto de quererlo, el cuadro es delicado. La idea muere cuando es tan banal, para vos, como cualquier dogma que cotiza en tu sociedad. Dogma de hoy: esto cuesta el standard artificial de vida feliz. Muerte a la muerte de la idea. Militancia en la idea.

Eso dice el reverso del señalador de libros que regala el profesor de derecho a sus alumnos. Y hoy quise recordarlos. Cuando empieza un año escolar. Cuando empieza la artificial convención de un nuevo año. Todo mezclado. Pero al menos ideas mezcladas.

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