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Lunes, 26 de febrero de 2007
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Ushuaia

Por Sonia Catela*
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Nostalgias de esa casona que nunca nos alojó, frente a un mar que aprieta el puño y lanza gajos de espuma sobre la terraza, donde desayunamos, nuestros libros apoyados contra el horizonte del agua al que surcan buques grises, de banderita celeste y blanca y su carga de mala suerte, que no vemos, que nunca vimos, cuyos penachos negros subrayan lo que leemos (yo "Moby Dick", Titina "Madame Bovary"), y en tanto no vemos, bebemos ese té que repone ocasionalmente (pero en el momento justo) la nativa morena de trenzas enroscadas como una corona alrededor de la cabeza; sirve scones, gajitos de limón, acomoda la tetera, acerca servilletas, invisible. Pero ese tal navío "Capitán Ordóñez", que por alguna razón navega paralelo a la costa refregándonos su nombre, deja una marca en la memoria para que, cuando leamos en el periódico la noticia de lo que lleva o trae, sepamos, tengamos que saber, nos convierta en testigos de lo que ocurre en este mar gris por el que sentimos nostalgias aunque nunca lo hayamos visto; a Titina se le antoja más crema, le hace señas a la mujer de trenzas enrolladas, "cuándo dejarán de pasar", se lamenta refiriéndose a los barcos, le acaricio la mano aunque ella no me alienta al retirar esos dedos nerviosos que pasan una página y otra, probablemente sin haber acabado la lectura ni necesitar cambiar de hoja. Le acerco el té, se molesta "no tomes a tu cargo la tarea de la empleada", ambiguo desprecio que me destina, aunque su malestar quizá provenga de los sirenazos con que saluda el vapor. Esta casona se enclavó en y por el paisaje de hielos y océano y el paisaje se le rebela, se convierte en escritura y crónica política mediante mediante esos buques que te meten las desventuras del país por la nariz, sus desaciertos, "francamente, tanto tráfico naviero me agobia", se lamenta Titina y le da la espalda al "Capitán Rico", como si oyera las voces que no se oyen pero que te mantienen en vilo y que habrá que escuchar necesariamente en el periódico; volados de organdí de su escote me rozan, almidonados, rígidos, rechazándome, y la nativa morena ya llega con el potecito de crema para el té; le enlazo la mano a Titina, ánimo, y cuando la mujer se inclina para colocar la cremera sobre la mesa, se le desenrosca la trenza, larguísima, y ésta cobra vida, una víbora que restalla, ataca y vuelca el pocillo de té de Titina sobre su pechera, arrasa con el plato de croissants, la jarrita de agua sobre mis pantalones, y mientras la mujer recoge ese objeto vivo y peligroso que aparenta ser trenza, y la enrolla con el cuidado de enfundar un arma, no abre la boca para disculparse en su idioma ininteligible, ni siquiera al verlo a Lisandro, quien, aunque demorado, aparece y es el dueño del orden y las leyes en este territorio, patrón y propietario; la mujer ya no atenderá en lo sucesivo los desayunos (se encrespa Lisandro), andate, dice, pasá y cobrá la semana, entonces la trenza se suelta en connivencia con su dueña y los ojos de la mujer son los ojos de la trenza viva, unas pupilas que pasan manifiestos y cuentas sin que la boca necesite moverse. "Perdonen el trastorno," se despereza nuestro amigo y nos acomodamos para disfrutar del desayuno, la hermosura de la mañana, los chismes de nuestro anfitrión, el panorama tornándose nuevamente paisaje con el "Capitán Ordóñez" que da la vuelta al farallón y sale de la bahía, alejando su carga de mala suerte, llevándose el país y sus miserias, "es que se nos enfermó Mary, y hubo que buscarle una reemplazante en el pueblo, mirá lo que nos dieron, una india", y contará lo que ya sabemos, que a la casa la arruinó la proximidad del penal, qué iban a saber los Duncan que construirían ese penal para llenarlo de anarquistas y vaciarlo en un vaivén de deportados y torturados ilegales, y vuelta a empezar, "bebamos jerez" nos anima y sirve tres copitas aunque apenas sean las diez de la mañana, pero antes de que el bienestar nos recupere del todo con las chispas del sol, la nieve refractando luz, Titina que todavía no se me abre a un sí pero tampoco se decide por el no, el país reaparece para irritar o agredir; la india de las trenzas enroscadas se instala al pie del balcón, en el primer plano de nuestro mirador, sobre los altos riscos que prologan el mar; se sienta con su manta de piel y nos clava la vista, fuma y no se mueve hoy, ni durante la noche, y a la mañana siguiente sigue en su sitio, aquí en Usuhaia, y Lisandro terminará levantando una alta empalizada para no toparse con ella ni los otros indios, para evitar los buques del país con su carga de presos, deportados y fusilados, y la casona, la "Lady Macbeth" correrá sus cortinas, enfundará sillones, cerrará persianas y nuestros abuelos, Titina, Lisandro y Ernesto se desparramarán por Buenos Aires y Dublín, transmitiéndonos nostalgias irreversibles por ese mar donde nunca hemos estado, que jamás hemos visto, pese a encontrarnos permanentemente allí, anhelantes, codiciosos.

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