Vibra. Todo era absorción en el principio. Fermento de la oscuridad antes de que hubiera espacio. Vibración de pájaros y peces antes de que hubiera pájaros y peces. Nada era cada cosa. Luego iba a nombrarse lo que espasmaba. Luego Ãbamos a narrar el universo. Y asà escribimos. Tremendo nosotros. Asà fijamos la palabra. Desde lo que ha sido dicho. Desde aquello que nos ha instado a decirlo otra vez. Tenue manifestación de lo que fuera umbral. Origen del hoyo blanco y del agujero negro.
Gesta. Al comienzo éramos flacos. EmitÃamos un silbido desinflado, con poco aire. TenÃamos las piernas caÃdas y los labios fofos. En los brazos y en el vientre la sangre bullÃa sin color. Los pensamientos eran ruidosos, buscaban el aplauso intempestivo. Las ideas no tenÃan latido, el corazón no tenÃa ideas. ╔ramos pedazos de intenciones. Violencias inofensivas. Quebrantos obvios. Escritura de salón. Nos faltaba el fermento propio, el sudor laborioso, las disidencias. Grande era nuestro descontento y meditamos sobre nuestra imperfección. En vez de morir nos hicimos de nuevo.
Ilumina. Volvimos a moler nuestra propia carne con piedras de moler carne. Apuntalamos los huesos con fibra musculosa. Pusimos atención en los oÃdos y en la boca. A imagen del universo moldeamos la cabeza y la cubrimos de hebras como si fueran pelos. Luego cada cual moldeó la cueva y los laberintos de su cerebro. El libre albedrÃo rigió para que cada uno se esmerara en su propia creación. Por fuera nos parecerÃamos: una boca, dos brazos, una cintura, un cuello. Pero por dentro, cada cual serÃa un único universo. Grande fue la iluminación de las escamas y caliente el grano de arena.
Vuela. Es bueno que haya guardianes, dijimos, con palabras divinas de otros tiempos. Y nos tomamos las extremidades. Nos arrancamos un pedazo de las extremidades y construimos los ángeles custodios. A cada uno asignamos una tarea y un nombre. Vicente: guardián del suspiro último. Samuel: guardián de la devastación. Olga: dueña de la noche alucinada. Felisberto: guardián de magnolias. Marguerite: guardiana de la desesperación.
Estremece. QuerÃamos hacer las cosas bien para que la palabra nos diera prioridad. Los verdaderos mayores, los señores de la trementina, del océano profundo y de la noche primordial nos abrieron la boca y escarbaron. Luego vertieron allà el alfabeto, la brasa, el ron y el aliento. Nos quebraron el paladar y nos llenaron el cerebro. Cuánto amor. Valencias mÃnimas. Inmensidad que se funde en lo pequeño. Nuestras rodillas temblaban y el socorro nos llegó en un abrazo sexual, escandaloso.
Brinca. HabÃa muchas cosas que nos gustaba decir. Por ejemplo: la cara de Elsa, o espadas como labios, o mal dicho mal visto, o ¿se dice quieta o se dice copulando? Esa clase de cosas nos afianzaba como deserciones. Nos alejaban del terror de ser obedientes al eterno. Nos salvaban de caer en manos de un dios único, solo y verdadero. De un dios de nacimiento noble. Asfixiante como un género literario. Déspota como un mercado editorial. Soberano de la inmovilidad y enemigo del descubrimiento. Nosotros nacimos brincando, zumbando. No quisimos nunca ser hijos de la estatua. Nos gustaba la movilidad del pensamiento. La insurrección de la palabra. El alma desertora y el cuerpo dando giros de loco. El cuerpo sediento de otros cuerpos.
Lubrica. Mirando, tentando un brillo conforme, reconocÃamos un mundo que reclamaba el enlace de sus emociones: hombre sobre mujer, palpita. Mujer sobre hombre gime ¿de dolor? Hombre con hombre siembra cielo. Mujer entre mujer lubrica infiernos. AgradecÃamos ser hijos de la trementina antes que del ßnima insÃpida de una estatua siempre disconforme con nuestra divina humanidad.
Elige. Por nuestros ángeles custodios y por nuestros mayores, nos hicimos gente. Nos reprodujimos como gente. TenÃamos respiración, vello, saliva, lágrimas. Fue como un sueño cuando nos tocamos. En verdad éramos bellos y dignos. De un bastonazo tiramos el mßrmol del cercenador de conocimiento y nuestras almas absorbieron con su encaje el humano sudor de nuestro sexo. Engullimos todas las frutas del saber y dimos un portazo al paraÃso.
Comprende. El cielo nos resultaba cada vez mßs parecido al mercado editorial. La estatua se espantaba de nuestra falta de miedo y para seducirnos o amedrentarnos, encomendó a sus benedictos lanzar ofertas de dos por uno en el hall del cielo: "duo per unus, duo per unus", pregonaba el benedicto por el altavoz del mercado. Pero la oferta no era inteligente. Nosotros habÃamos crecido con Poe. Hicimos el catecismo con Cioran y creÃamos en Cheever. Asà como se desmoronaron las bolsas de Tokio, de Amberes y de Shangai, cayó estrepitosamente el viejo negocio inquisicional, porque para entonces, nosotros ya éramos gentes. Respirábamos como gentes. Nos amábamos como gentes. Nos comprendÃamos como gentes y para asustarnos, en las noches de tormenta, a los cuentos de terror, los inventábamos nosotros.
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