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Domingo, 15 de abril de 2007
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Todos íbamos a ver pasar los trenes

Por Jorge Isaías
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Para Emir Menza

A la memoria de Edgard Mitre

A Juancito Renzi

La historia de los pequeños pueblos de la pampa sería otra si olvidáramos qué cosa significaron en ella los trenes.

Construidas al costado de sus rieles, las estaciones fueron en un principio un lugar de parada para recoger el cereal que se almacenaba en los galpones de los acopiadores.

Otras veces el sentido era inverso. El pueblo, incipiente, ya existía cuando su posición estratégica significaba que se tendría en cuenta para un nuevo trazado.

Apenas superado el siglo, mi pueblo, que según designios de su fundador y su más entusiasta propulsor debió llamarse La Lydia, primero contrató con una compañía irlandesa el trazado de una vía del Ferrocarril Central santafesino (luego Mitre), y cuyo primer impulsor fue Carlos Casado del Alisal, pionero de todo el departamento Caseros.

Digo que Vollenweider cedió una importante lonja de terreno para facilitar dicho trazado, pero cuestiones no aclaradas lo dejaron sin el nombre que había elegido para el pueblo que ya se iba aglomerando, disperso con sus ranchos y alguna casa de material, como capeando la intemperie de la pampa, que daría tranquilidad al gaucho galopeador, a los carros cerealeros con su enjambre numeroso de perros y caballos y sobre todo trataría de hacerle pata ancha al pampero que soplaba como para doblegar no sólo los pastos hirsutos sino también las más férreas voluntades.

Lo cierto es que la compañía irlandesa tenía amigos en la zona con una estancia llamada Los Quirquinchos y ese fue el nombre que adoptó la compañía rosarina que loteó los terrenos aledaños a la futura estación de ferrocarril y ese fue el nombre que primó por sobre el otro, más dulce, elegido por el suizo alemán que empujó con su furia positivista y su visión de colono.

Los Quirquinchos -ya lo he escrito- quiere decir en quechua: sin dientes. Y es el nombre que se da a unos armadillos muy inofensivos que el desequilibrio ecológico hizo desaparecer ya casi de la zona.

El pueblo primero se empezó a recostar a 4 ó 5 cuadras de la estación propiamente dicha, frente a la fábrica de chuño de los Vollenweider, en la mismísima Northern Elevator, núcleo originario que aún existe, donde don Antonio Pozzi plantó sus Ramos Generales "El Aguila", justo al nacer el siglo (El pajarraco de cemento hasta hace poco reinaba bajo los vientos del sur, encima del frontispicio esquinero). Alrededor vivían los Nocino, los Viganó, los Cataldi, los Palmieri, el Tordillo Trotti que había pintado en lo alto de su camión una inscripción que decía "El ave sin rumbo".

En ese caserío también vivieron los Ortali y uno de los Divias, de cuya hija mayor me enamoré perdidamente cuando cumplí los doce años, tal vez porque tenía unos grandes ojos claros, un pelo rubio atado "a lo cola de caballo" y unos hoyuelos en su cara rosada que me quitaban el sueño.

En la punta de ese viejo caserío estaba el viejo Matadero -apenas un par de postes, un travesaño y un par de roldanas para colgar las reses- y en la humilde casa aledaña, el mítico poblador con su caballejo flaco y trotador. Estoy hablando del Chino Bruno, por supuesto.

Pero no es esta vieja historia la que quiero contar ahora, porque son historias muy viejas que ya no interesan a nadie.

El suizo tuvo muchos hijos varones y una sola mujer, que se llamaba Lydia y para ella era el homenaje que no fue. Hay una vieja foto, en una yerra, donde ella, adolescente, le acerca un mate a su barbado y patriarcal padre. (Yo la conocí casi centenaria, perdida, contándome la llegada del primer tren).

Pero de la estación de trenes yo tengo mis propios recuerdos.

Había dos servicios diarios de ida y vuelta Rosario-Río Cuarto y viceversa. Y la gente se volcaba en masa para ver pasar los trenes. Cierta vez pregunté las razones y algún mayor más informado me contestó que era una costumbre que quedaba de los "quecos", porque los últimos sábados del mes traían "pupilas" nuevas. Pero los prostíbulos habían cerrado el año 39 y ese horrible eufemismo ya no se usaba para las chicas que trabajaban en las -otro eufemismo infamante- casas de tolerancia.

Sin embargo el pueblo se volcaba a ver pasar los trenes y aunque los viajeros también eran muchos -nunca supe por qué viajaba y hacia dónde, tanta gente- eran muchos más los mirones que por costumbre o aburrimiento se congregaban a diario.

Uno se arremolinaba allí con otros chicos y empezaba a gozar del ritual. Primero un punto negro (ya el señalero había dado paso) que se agrandaba al correr de los minutos hasta llegar con su humo y con su estrépito de hierros hasta el ansioso andén. Antes habían llegado los vagos de siempre a sentarse en los grandes bancos de madera pintados de verde, había llegado el cartero Faravelli -siempre puntual- arrastrando su pie en la grava colorada, el ruido de las gruesas llantas de su bicicleta italiana, el gran bolso de cuero de gran boca donde pondría toda la correspondencia de ese día. Cartas comerciales, familiares y alguna otra perfumada que recibiría una muchacha romántica con su ansiedad tras los visillos curiosos de cortinitas blancas y gran aldaba en la puerta.

Los trenes a veces surgían de la niebla, en la noche. Algún "carguero" largo como un silbido hendiendo las sombras, con su carga sellada o tal vez los mugidos miedosos de un grupo de vacas.

Entonces todo nos quedaba cerca, entronizándose en las almohadas que rechazaban el sueño, mezclando su ronco pitar solitario con los perros que ladraban su propio miedo en las sombras.

El tren irrumpiría entre pastos, trigales, parvas que en el día albergaban los pájaros. El tren -ese gusanito lento- era la comunión entre la arboleda umbrosa rodeando las casas chatas y el resto del mundo.

El tren -por más que los profetas del posmodernismo y la aldea global o la libre empresa lo declaren obsoleto- forma ya parte indisoluble de nuestras vidas. Fueron el nervio vital, las arterias de esta pampa, aunque su razón primigenia -Scalabrini lo escribió magistralmente- haya sido el proyecto de un imperio.

Me sabía contar mi padre que en la dura década infame -tan infame como ésta- los trenes cargueros eran el medio ideal para que los pobres se juntaran con los crotos y viajaran gratis hacia otras provincias a buscar el pan que les faltaba.

Mi propio padre fue linyera junto al Beco Gúbero por toda la provincia de Buenos Aires, que los vio atravesar con su "mono" al hombro en busca de pan.

Esta de los linyeras es otra historia que no escribiré aquí, pero que dejo pendiente.

Ahora ya no quedan crotos, pero tampoco quedan trenes.

"Linyera soy/ lo que tengo/ lo presto/ o lo doy", decía una canción de esos años.

Los trenes de cualquier modo hacen su caminito de distancia, hacen su negligente caminito poniendo énfasis en la quietud maravillada de unas pocas casas bajas que los patios ahondaban.

En ese furor hacían también un caminito en nuestro corazón, aún no golpeado por los vendavales, en el vuelto corazón no contaminado por el viento sucio y salado de las ciudades.

El tren no sólo cortaba en dos el pueblo o entraba a saco en el sueño, era el cordón que nos ataba a las ilusiones y al mundo. Esas dos líneas rectas como dagas al viento, cortando el trigal, la banda verde de los atardeceres con alfalfares y acacias.

El tren retenía su ímpetu sólo un momento, pero se llevaba el trigo y la hacienda hacia el centro de los ramales y el agobio de los puertos.

Amé los trenes porque eran la fantasía cuando ésta recién comenzaba y porque al final de las vías me esperaba un mundo -creía yo- fabuloso.

Al final de esas vías me esperaba un puerto, un amor, tal vez la dicha.

Un tren fue el que me trajo a esta ciudad, hace mucho tiempo.

Atrás quedaría la pampa verdosa o tal vez amarilla o celeste de lino y unos ojos bellísimos que hoy son el olvido.

Atrás quedaba mi madre llorando y un grupo de casas cada vez más lejanas, más chatas, pero cada vez más adentro de mi corazón hoy atribulado de miserias y heridas.

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