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Domingo, 22 de abril de 2007
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Carlitos y las macetitas

Por Luis Novaresio
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Uno: El camarista federal Eduardo Freiler de la ciudad de Buenos Aires se manifestó a favor de la despenalización de la droga para uso personal. Convocado por la Comisión de Derechos Humanos del Concejo Municipal, el juez sostuvo que se debe respetar la libertad del individuo y que la actual legislación, que no hace diferencia entre tipo de tenencia ni entre tipo de droga, está hecha en base a criterios muy antiguos. Son criterios muy antiguos, propios de fines del siglo XIX, dijo el juez, donde se determinaban factores sociales perjudiciales para unos proyectos de sociedad, como los vagos, la prostitución, la homosexualidad. Es una forma de pensar y negar al otro y transformarlo en enemigo, agregó Freiler.

Dos: ¿El Concejo municipal es el lugar para discutir este tema? Sí, por qué no. O acaso no forma parte de una realidad inmensa el tráfico y consumo de droga. ¿Recordás Cosidoy? Pero la ley de estupefacientes es nacional y debe ser reformada por el Congreso en Buenos Aires. ¿No hay otro tema que merezca debate en el Palacio Vasallo? Y ¿no se puede hacer todo? Drogas, taxis, colectivos, cloacas, ¿todo junto?

Tres: "El art. 19 de la Constitución Nacional impone límites a la actividad legislativa consistente en exigir que no se prohíba una conducta que se desarrolle dentro de la esfera privada, entendida ésta no como la de las acciones que se realizan en la intimidad, protegidas por el art. 18 de la C.N., sino como aquellas que no ofendan al orden o a la moralidad pública, esto es, que no perjudiquen a terceros".

"En el caso de tenencia de drogas para uso personal, no se debe presumir que en todos los casos ella tenga consecuencias para la ética colectiva, distinguiendo entre la ética privada de las personas, cuya transgresión esta reservada por la Constitución al juicio de Dios, y la ética colectiva, en la que aparecen custodiados bienes o intereses de terceros". Así dijo la Corte Suprema en al famoso caso Bazterrica.

Cuatro: Salíamos de ver a Camille. Fue hace tiempo. Sí. Pero bien podría haber sido ayer mismo. El Parque España lucía mucho menos inseguro que esa estructura sobre pilotes de madera pensada a principios del siglo pasado para soportar la décima parte de la locura que ya tiene esta ciudad. Un alambrado ponía fin a las ganas de asomarse a verle la cara al río. El alambre sigue estando, por las dudas. Camille, me dijiste, es la estrella de la nouvelle vague de la música francesa en serio. Mirá vos, te dije. La nueva ola. Fui sin ganas. Todavía impresionado por esa mujer alta, flaca, inmensa en lo artístico le vimos la cara al pibe. Camille acababa de cantarle al amor de la nada en la vida. Esa es la cara de la nada, pensé. Las escaleras del Parque que da al río merecerían haber tenido un pasado menos reciente. Luce con ganas de haber visto mucha historia. Sin embargo, es tan nuevo, me dijiste. No es nuevo que Carlitos y tantos otros pibes vengan a buscar refugio en las escalinatas, en los recovecos de los peldaños. Se sientan, miran la luna o la nada, y aspiran de su bolsita, huelen lo que sea, hasta un frasco de mayonesa con nafta común.

Camille hizo su recital con un tono de sonido que, nos cuenta, es el tono que la persigue. Desde siempre. Por siempre. Un opaco pero persistente sonido de una nota que se acalla cuando ella impone su maravillosa voz o cuando muestra que con un teclado puede hacer poesía. Un tono. El mismo de Carlitos. Me das una moneda, le escuché yo. Te voy a matar, escuchaste vos. El miedo tuyo y la inconciencia mía nos hacen oyentes distintos. Ni nos quiere matar, ni quiere monedas. No sabe lo que quiere. Carlitos dirá algo como que está solo, que tiene hambre, que va a la casa de Laura y que su padre murió en el río, después de tres horas de que lo invitamos a un bar a tomar café con leche con un carlitos. Carlitos, se ríe él. Y Carlitos muerde su carlitos. Tres horas después nos dice que tiene diecisiete. Y no los tiene, me mirás diciéndomelo. Cuenta que empezó con unas pastillas, algún cigarrito y que, alguna vez, vio una bocha. Blanca. ¿Qué quiero? Tener dientes. El pibe quiere tener dientes.

Camille fue ovacionada por el auditorio del Parque España. De pie. Carlitos apenas si se podía parar cuando lo encontramos en los escalones del mismo Parque España.

Cinco: El joven de clase media sembraba en sus macetitas. Pintadas de rojo, las macetitas, eran puestas en las ventanas del lavadero que daban al aire luz del edificio de Barrio Norte. La marihuana crece bonita. Mucho más atractiva, no me digas, que es palo de agua, un tronco marrón nada que tiene como bigotes más afeitados. Y a lo sumo, un par de hojas verdes. Ese no es palo de agua, me decís, es enamorada del agua, potus o ficus erectus, capaz que me dijiste. No me acuerdo. El pibe consiguió las semillas gracias a su primo que siempre viaja a Amsterdam. La primera vez, el primo dice, se obsesionaba por las vidrieras en la zona roja. Casi se enamoró de una prostituta que tenía su ventana mirando hacia la Iglesia en la que se casó la suegra de Máxima, la misma Reina de los países bajos. Muy loco. Iglesia y prostitutas comparten medianera. Luego, la dependencia fue por los cafés en donde se fuma marihuana sin problemas. Muy modernos. Muy.

Empezó, el primo, a traerle semillas cada vez que viajaba. Y él compró en las librerías de viejo un tomo en el que se enseñaba el cultivo. Y, cual germinación de porotos en la primaria, la plata dio sus frutos. Su vecina lava la ropa a mano. Por lo menos, la blanca. Friega, la señora, pasa ese pan de jabón blanco al que no han podido ganarle ni los verdes ensolves. Al menos, eso piensa ella. Por fin la mancha salió y levanta la cabeza triunfal como Aída cantando Retorna vincitor que suena en su tocadiscos. Vencí. Y entonces ve la planta. Las macetas, las semillas holandesas las imagina, busca en su Enciclopedia Ilustrada Monitor, consulta con su marido y no duda.

Su vecino siembra marihuana. En el lavadero que mira al suyo, en el que tanto se pelea por lo blanco. Marihuana. El pibe va preso. No vende, no fuma ni en el palier, no hace escándalos. Pero va preso. Arrésteme sargento.

Seis: La jueza Laura Inés Cosidoy volvió a denunciar. Dio nombres, direcciones, detalles y miró de frente. Se ríe cuando le ofrecen custodia, cuando le preguntan por su salud o si está tomando medicación. No levanta el tono de su voz. Nada. Y eso la agiganta. Mira a sus colegas y a los responsables de reaccionar. El fiscal Di Giovanni, finalmente, asume con convicción lo que se dice. ¿Y el resto? ¿Jueces, camaristas, fiscales de cámara? Silencio. Tono ocupado. ¿Y?, le preguntábamos hace dos años a la misma mujer con el mismo coraje. Y, nada, fue entonces. Y parece que algo pasa, creo que debe pensar ella. El Gobernador no oyó a los que lo asesoraban y le pedían que la desacreditasen a la jueza por inexactitud burocráticamente o por motivos que da vergüenza escribir (sean hombres, señores asesores). Pone el pecho, los brazos y su garganta para decir que está del lado de la doctora Cosidoy. Pasa algo, me decís. Siento que no es igual, te atrevés a comentarme con miedo a ser tontamente optimista.

Que pase. Pienso yo. En serio.

Siete: La despenalización de la droga para uso personal vuelve a debatirse en la semana más caliente en la droga local. ¿Es lógico que un pibe conciente, adulto y con voluntad expresa que quiere fumarse un porro, sea considerado delincuente? ¿Es lógico que se crea que Carlitos, un pibe que fuma por hambre, por nada en su futuro, sea equiparado a un chico clase media de Barrio Norte que tiene macetitas coloradas?

No es "progre", ni "cool" decir que siento que hay un debate moderno en una sociedad subdesarrollada. Aquí no se habla holandés. Es tan obvio. Y sin embargo, con tanto debate, tengo ganas de pararte a vos por la calle y pedirte que me digas cómo se dice sentido común en el idioma de los flamencos. ¿Sabés como se dice?

La nota del recital de la francesa Camille, una sola, monocorde, persistente, suena todavía.

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