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Miércoles, 2 de mayo de 2007
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La esquina del viento

Por Marcelo Britos
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Cayó del tren sobre la nieve, la nieve que abrigaba los cardos que habían perdido la fiereza, el color. El silencio envolvió su respiración. Caminó con sigilo, juntando en sus botas agua y cristales. El mapa para llegar estaba guardado en el recuerdo de un lugar que nunca había pisado. Llegó al asfalto y tras de sí vio los cardos quebrados por el viento, encimados a ras del piso, desflorados, muertos. Algunos seguían en pie, resistiendo.

Frente a él, las montañas al final de la ruta, montañas con las cumbres diáfanas, blancas, con el manto celeste de fondo, la postal de los paisajes, de todos los climas, de la gente amable. Pero él estaba en otro país, uno en donde no podía hablar con nadie, sonreír, gritar. La estática que sólo dejaba viajar por el aire al zumbido de las ramas, era y debía ser su único compatriota, su conversación de miradas, su canto. No iba a escuchar la voz de otro hasta que la mujer que no podía nombrar al fin llegara.

II

Fue necesario romper las maderas que cruzaban la puerta. Cada quiebre lo obligó a mirar a su espalda. Los primeros días, cada sonido inconveniente, hasta el choque de sus dientes, lo hizo encogerse. Después se acostumbró a los demás ruidos, a que fuesen parte de ese cuerpo fónico que expresaba el bosque.

En la marea de una habitación que vomitaba trastos y diarios viejos, encontró una radio. No tardó en lograr que funcionara; lo difícil fue escucharla.

III

Mendoza y Castellanos, la esquina de la Cooperativa. Cuando chico, sólo podía verla desde la ventanilla del 59, un Mercedes amarillo que temblaba por el empedrado. Esa era la esquina en donde siempre había viento, pero pudo sentirlo años después, cuando la calle ya no era ni un misterio, ni un mundo inasible. Tantas tardes intentado descifrar el por qué. Si eran los edificios que embolsaban el aire y lo hacían correr por un cañadón de mármol, si eran los plátanos, si eran ellos.

Las tardes de fuego se reunían en los ventanales de la Cooperativa a dejar pasar el tiempo: Claudio, el hijo de Tito, Marra, el sodero. Con ese mismo tiempo se fueron. Ya no estaban en esa esquina, ya no estaban en sus casas, ni en el barrio. Sencillamente desaparecieron.

IV

Allí también había viento. Viento helado, fuerte, áspero. Muchas veces le acariciaba el pelo y lo sacudía con cadencia, otras lo sostenía erizado, cerraba sus ojos y secaba su boca. Por momentos tenía la certeza de que nadie en el mundo podía frenar ese viento.

Sin saberlo exactamente podía adivinar que habían pasado tres semanas o más desde el día del tren. En la mañana había nevado. La tierra era barro y hielo, y los pinos estaban canosos y rígidos. Las cumbres lejanas eran una sábana de mudanza y la casa estaba desolada y vacía como un calabozo. Pensó que cada uno de esos días, cada hora en la ventana descubriendo el acecho de un zorro, el vuelo de un cóndor, cada taza caliente, cada hora de vigilia, de insomnio, era un momento en el que no había llegado la mujer innombrable, hasta ese segundo preciso en el que había reincidido en ese deseo.

V

Ella hablaba en la asamblea. Parada sobre un escritorio, caminaba de una punta a la otra sin mirar sus pies, sus botas negras y largas. No le importaba el vacío, no reparaba en nada que no fuera el chicotazo de sus palabras en la cara de los demás. Ahora podía rememorar esa imagen, parado en el umbral de esa casa en el sur, con el hálito rondando sus lágrimas. Recordó que la vio bajarse, acercarse al compañero que apuntaba la lista de oradores y espiar el último nombre tachado antes que el de ella; ese nombre que ahora él tenía bailando en sus labios, besando la noche. Prohibido, como el suyo, como el de todos.

Un día iba a llegar -soñó- iba a cruzar la puerta, y en un murmullo imperceptible iba a nombrarla. Entró y se defendió del frío bajo las frazadas.

VI

Los pocos víveres que había logrado cargar en el bolso se habían terminado. Era hora del pueblo más cercano, del miedo. Se había olvidado de esa sensación, de los autos que bordeaban la vereda, las voces estentóreas.

Nadie lo miró, ni siquiera rozaron sus manos con el vuelto. No quiso mirar los diarios; ya sabía lo que decían.

VII

Junio. Hasta en ese lugar remoto había banderas. En la tarde, cualquiera de ellas, escuchó un grito; euforia. Miró la radio y se contuvo. Cuántas cosas eran parte de esa irrealidad. Dónde estaba lo que se debía oír y lo que no. Cuál era la intensidad exacta que debía tener un grito para poder ser escuchado. Por qué escuchaba esos y otros no.

Sintió un orgullo solitario y digno. Creyó encontrar otra vez el coraje y supo, después de varios días de ignorancia, qué estaba haciendo allí.

VIII

Papel y birome. El relato minucioso y codificado de la noche en la que la mujer innombrable dejó caer su vestido frente a él y cambió su mirada. Tus ojos son dos mañanas juntas, Adán Buenosayres se lo dijo a Irma y él se lo dijo a ella, y se lo repitió hasta devenirlo en cursilería. Los años le quitan el color, la electricidad, y son los mismos años los que lo devuelven florecido en un recuerdo.

Escribió párrafos invisibles, líneas inexactas, y un nombre: Malena. Estaba permitido. No existía, era el nombre de su hija, la que aún no había nacido ni estaba en el mundo de ninguna forma física. Era inhallable, esquiva, burlona. Papel y birome y fósforos.

IX

Las ramas de los pinos goteaban bajo el sol en una tregua de la nieve. Recordó las hojas de los paraísos cargadas de agua y una mano amiga sacudiéndolas a su paso. Las tormentas en su cortada eran Apocalipsis, tifones que sacudían los barcos de Conrad. Las miraba tras el postigo, tras el manto gris, tras la cortina gruesa y repentina, tras el derrumbe del cielo sobre el mundo. Las zanjas se rebalsaban y de los túneles sombríos emergían las ratas, torpes, con la piel rosada entre los nudos de pelos mojados. Se quedaba en silencio, quieto, hasta que todas se iban, o morían ahogadas en las veredas.

X

El lago -pensó- antes no estaba. Era azul como ciertas caras de la nieve, como las pocas tardes del cielo, cuando no estaba cargado de frío. Por allí cruzó, por primera vez, un hombre; y el mismo hombre, o quizá otro, hundió su cara en la virginidad natural del agua. El lago existe porque los hombres estuvieron desde siempre para darle existencia con la mirada. El lago y la patria no existirían si no hubiera hombres como él, sentados en sus orillas, caminando por sus entrañas, mirando.

XI

Oyó la puerta crujir. Un sudor frío le apretó el cuello. El tiempo fue lento y denso hasta que una cara se asomó por el marco de su habitación, dándole pena y alivio.

Saltó de la cama, medio desnudo, y el cuerpo ardió con la helada del alba. Se acercó a esa cara familiar; la que no esperaba, aunque fuera bienvenida.

En tiempo que ya parecía distante, un hombre, la mujer innombrable y él se habían separado en el río. Todos compartían un mapa y un plazo para la reunión. Se vieron las espaldas, se saludaron con un parpadeo desde la ventana de un tren. Desde hacía tiempo sabían que en ese momento algunos se irían y otros no. Algunos tendrían que sufrir una espera en la que el tiempo sería lento y artero, y otros el vértigo, el miedo corriendo por las venas, las escondidas.

Ese hombre lo vio venir desnudo y entumecido y lo abrazó entre llantos. Recién llegado del campo de los cardos, con la nariz roja y fría, halló a quién tenía la carga de la espera. Bastó la mirada y cierta tensión en las caricias para saber cuáles eran las noticias.

En las barajas que reparte la angustia, uno de los dos fue consuelo y el otro silencio.

Prendieron un cigarrillo, una marca que él extrañaba y que el hombre había llevado en cantidad. Se miraron. El quiso saber detalles y el hombre se negó a darlos. Sólo fumaron, callados, con las lágrimas bajando por las mejillas, cayendo sobre la mesa. Antes que la luz cayera detrás de los pinos, él alcanzó a mostrarle el cóndor que giraba con el viento, siempre a punto de caer, siempre levantando vuelo.

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