El sueño era simple como son los sueños a los que no les encontramos explicación.
El sueño o lo que recordaba del sueño era asÃ: las dos mujeres estaban en una plaza, una de espaldas y de pie, es decir que era alguien que no tenÃa rostro. La otra estaba sentada con las piernas cruzadas y lo miró cuando él pasó pedaleando lentamente esa bicicleta de color oscuro y de gruesas llantas pesadas. Ella estaba sentada y era una conocida suya una ex amante tal vez y el escaso interés con que ella lo miró no se condecÃa con la relación tortuosa, pero sincera y real que tuvieron durante muchos años.
Esta mujer que lo saludaba con indiferencia, porque parecÃa estar muy interesada en algo que la otra (siempre de espaldas) le decÃa, tenÃa una pollera un poco levantada y él podÃa admirarle las piernas (todo esto en ese sueño tan extraño, donde no sólo transcurrÃa en una plaza de su pueblo sino que encima él era un adolescente allà y andaba sin rumbo como fisgoneando, montado en esa bicicleta que nunca tuvo en la realidad).
Y, como siempre que soñaba, el hombre quiso encontrarle una salida, una aplicación a esos sÃmbolos que lo seguirÃan dÃas y dÃas. ¿Importaba saber que en el sueño lo miraba con una indiferencia sin que pesaran en él los momentos tan bellos que habÃan compartido? ¿Importaba hoy, ahora, a los efectos de comprender por qué después de tantos años venÃa ese rostro nÃtido en la velada gasa de un sueño, mezclado asÃ, en un pueblo donde ella nunca habÃa estado y él nunca habÃa vuelto?
Porque los indiscernibles meandros de la vida lo habÃan llevado de un lado hacia otro (como "bola sin manija" decÃa el poema de Urondo, y también lo decÃa su padre sin haber leÃdo nunca a Urondo).
Esa mañana el hombre pensó mientras el agua chillaba levemente en la pava y él chupaba mecánicamente la bombilla del mate, que por qué ella volvÃa asÃ, en sueños, si él ya habÃa decidido olvidarla hacÃa mucho, poner sobre esos años de borrasca juveniles un poco de aceite, como para ir mitigando heridas, como para una vez por todas poner orden en su ya demasiado caótico vivir.
SuponÃa que pagando viejas facturas, quemando algunas cartas amarillentas y escondiendo un par de fotos que por superstición no destruyó podÃa voluntaria y mágicamente empezar todo de nuevo. O al menos estar en condiciones de que ello ocurriera, o lo que es mejor: estar preparado para recibir cualquier experiencia incitante y nueva.
Al hombre sus cavilaciones mate de por medio, primer cigarrillo de la mañana le iban robando el tiempo y pensó en todas las alternativas que le podrÃa deparar un encuentro con ella, y en este caso se acordó de la dificultad que no incluÃa el azar, ya que ella vivÃa en otro paÃs desde hacÃa años y que para que ese azar se diera, quince mil kilometros hacÃa renuente cualquier milagro. Recordó que ella se habÃa ido de este paÃs que entre los dos y otros muchos no habÃan podido hacer más vivible, como alguna vez lo soñaron y él y ella y esos tantos otros que habÃan dolorosamente fracasado.
Como estaba de espaldas a la ventana no vio que alguien se aproximaba hasta el timbre de la puerta para sacarlo de sus cavilaciones, ni escuchó o no prestó atención la puerta de un auto que se cierra un poco fuerte, ni el motor que arranca en primera y en menos de una cuadra antes de llegar a la esquina, concretamente pica con fuerza y se pierde debajo de esa hilera de eucaliptos oscuros.
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