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Martes, 10 de julio de 2007
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Una serpiente de fuego

Por Jorge Isaías
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El verano ingresaba al pueblo como una víbora ardiente que extendía su polvo por las calles y excretaba ejércitos de mariposas amarillas, las que, erráticas iban a posarse en el agua estancada de las zanjas.

En el bochorno de las siestas las calles estaban rigurosamente desiertas.

La excepción podía ser una iguana furtiva; ese cuis presuroso o el perro rengo que buscaba una sombra. Salvo, eso sí, que como no mirara hacia aquel juego de árboles añosos, unos paraísos que habían sobrevivido todas las tormentas, porque debajo de su sombra había un racimo de niños pergeñando alguna travesura.

Todos habían trasgredido los dictados maternos que los obligaban a cumplir el odioso rito de la siesta y todos anhelaban saltar ese alto tejido que los separaba de esas sandías que los esperaba con su pulpa jugosa.

Todos esperaban ese momento.

Mientras la decisión era tomada, preparaban sus aparejos de pesca, como para disimular si algún adulto los observaba. Cosa imposible porque sólo un demente podría perder un minuto en observar ese grupo de chicos, que allí bajo esos árboles estaban aquietados por el fuego que caía del cielo, el sopor que como un caldo infame cubría hasta el último rincón de la tierra, que no eran sino esas desleídas manzanas perdidas entre esa llanura amarilla de trigo.

Pero sentir ese fuego en el cuerpo era como si todo el planeta fuera esa llamarada encendida y espléndida.

Mientras se decidían al asalto de esa casamata enemiga, a saber, esa quinta que los llamaba con su cascabel de frutales eximios, se entretenían con esas cañas de Indias, con sus torpes anzuelos hechos con alfileres de gancho, mientras uno silbaba o el otro intentaba relatar una historia de piratas leídas en un libro de aventuras que bien podría ser una de Emilio Salgari, aunque dudo que a ellos les importara el autor, sino la historia en sí del pirata, que es, sabemos, la prueba de popularidad de un autor. Y Salgari en aquellos años lo era en la población infantil.

Al cronista cuesta relatar cuando no pasa nada, salvo esos mínimos gestos que se han repetido por numerosas infancias, casi sin modificarse por años y años.

De pronto el pequeño grupo inicia un desplazamiento furtivo, casi a la carrera y, de a uno, van escalando con agilidad felina ese tejido romboide que los separa de tanta exquisitez. Todo fue tan rápido que la jugosa sandía, pasada de mano en mano estuvo del otro lado del tejido en pocos minutos y luego, sí, a la carrera hacia el grupo de árboles. Tras la agitación repentina viene el aquietamiento de los ánimos y el reparto de la sandía, que partida de un golpe contra el suelo es devorada en pocos minutos ayudándose con las manos, ya que ni un triste cuchillo o cortaplumas tenían.

Aguardarán un poco más, espiando preventivamente, por si alguien controla desde alguna casa sus movimientos, y al no considerar peligro alguno, entonces sí, desplegarán desordenadamente el camino hacia el Sur, hacia la amplia zona de los cañadones que rodea una vegetación de juncos y un verdín casi repelente cubre las grandes superficies de las aguas, y de aquí o allá surgen unas flores acuáticas que rodean hojas redondas como platos gigantescos.

Mientras van hacia allí, cortando campo y saltando alambrados donde unas ariscas lechuzas los espían desde los postes que sostienen esos alambrados, ven nubes de polvo que levantan los carros de los tamberos con su estrépito de tarros vacíos volviendo de la Cremería luego de entregar el segundo ordeñe del día. El primero fue al alba, casi noche, cuando aún el grillo mantenía la noche con su techo de estrellas y balaban los terneros gimientes, llamando a sus madres.

Este segundo "tambo" como se le llama al ordeñe de las primeras horas de la tarde es inferior al del amanecer, se hace en forma tranquila aunque el calor apriete sobre aquellos viejos establecimientos que carecen de toda mecanización, de toda protección salvo algún techo, algunas chapas clavadas sobre cuatro postes que no era suficiente para dejar de sentir la desprotección y la intemperie metiéndose en los huesos cuando la lluvia calaba a través de la ropa. El tironeo de las ubres de las vacas se hacía como en los tiempos más remotos, mientras hoy, el mundo giraba con su plato de fuego sobre el campo y las poblaciones donde además de los tamberos sólo un grupo de niños tejían con sus travesuras inocentes un mapa donde urdió la infancia su trama más querida y entonces esos pocos pescadores despreocupados, con sus cañitas caseras y sus modestos anzuelos irán alegres, entre cardales, pájaros, alguna liebre casual y fugitiva, trotando invencibles y eternos hasta el fin de los tiempos.

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