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Lunes, 14 de noviembre de 2005
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Cuento con final feliz garantizado

Por Sonia Catela
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Ese hombre camina por la vereda opuesta, al ritmo de mi paso. Se desplaza paralelo, se ata con una línea recta a mi cuerpo. Me sigue. El perro que trota a mi espalda se detiene cuando yo vacilo y cobra velocidad si me apuro. Mantiene la distancia que nos separa, será un metro y medio. Me sigue. El hombre de la vereda de enfrente lanza un chasquido de tanto en tanto. Le añade la palabra "Ded", "Ded". Se dirige a su perro, al perro que se me pega atrás. "Ded" da un brinco y recompone la separación justa; recupera el paso quizá perdido. Ando por lo que queda de calle Buenos Aires a la una y cuarto de la madrugada, una luz de tanto en tanto, puertas cerradas. Salto hacia una cancel, oprimo los botones del portero automático de este edificio, varios botones, "estoy en apuros, ábranme", clamo; quienes podrían socorrerme se quedan en su refugio de silencio, adentro; alguien me putea. Doblo por 9 de Julio. También el hombre, también el perro. Corro un poco. Ambos me imitan con la caminata acelerada de un filme de cine mudo. De nuevo el eco de los "Ded, Ded" que retumba de pared a pared; rebotes de un comando. La masa de pelos y músculos se me prende al tobillo, la oscuridad se vuelve torbellino; un cascotazo acaba de reventar la bombita eléctrica. Ded, patas sobre mis hombros, me aplasta. Caigo sobre las baldosas. Su lengua lame mi cuello. Pasos corren por el empedrado. Al tacto: un peso en movimiento encima de mi clavícula; al oído, jadeos; al olor, el aliento carnívoro y animal; al sabor: aprieto los labios que Ded me babosea. -No tengo plata ,-le aclaro a la sombra que es el tipo.- No busco plata. Fuera, Ded -ordena la materia oscura. Suena suena esa voz, encaja en un surco hecho en mi recuerdo. -Te conozco-, le digo al tipo. -Me conoce- admite. -Mi familia no tiene solvencia como para pagar un rescate. -Lo sé-. Al tacto, dedos que aferran mis manos, -Por favor-, dice el tipo- junte las palmas-. Al tacto, una soga de yute atándome las muñecas. –Camine-, indica.

Vamos andando hacia el río, él a mi zaga, con su identidad bajo el sombrero de la noche. Cuando el foco más cercano me permita deshilar sus rasgos, me daré vuelta y sabré. La atadura, floja, se cae de mis muñecas. Mi captor no presta atención. Dice: -Le pido unas horas de su tiempo- con eso me sale el chapucero no la voy a atacar en ningún sentido. -¿Y mi salario..? Falto, me descuentan el día-. Si el chambón me quiere, que pague. ¿Para qué me quiere?

El hombre se detiene. Destraba el candado que cierra un amontonamiento de listones de embalaje. Una casilla. Entramos. Pero la luz de la lámpara encendida no me devuelve una cara que encaje con la voz; la fisonomía desconocida colisiona con esa voz oída y masticada. Quién es. –Siéntese- señala él, que necesita unas horas de mi tiempo; abre círculos en el aire con los dedos y coloca billetes sobre el camastro desordenado. Habla. Ha cometido un crimen nunca pensado como tal; no hubo sospechas; se calificó el episodio como accidente; él no tomó precaución alguna al respecto, la confusión envolvió al barrio por la impericia del médico, el atropello de la familia de la muerta, la poca práctica de los vecinos que la hallaron y borraron vestigios de la presencia de un tercero. Todos apreciaban a la víctima, mujer a que él quería. Una mujer separada. Con un hijo de una relación anterior. Él la mató.

-¿Por qué me eligió a mí para este relato?

-Simplemente, usted pasaba- responde mi secuestrador. No sospecharon de él. Encontraron un escape de gas en el calentador. Se enteró luego, deambulando por el barrio; algo se había derramado sobre la hornalla, él huyendo, sacando la almohada de la boca de la mujer, sus manos que sofocaban la cara de ella, ella de vuelta liada con su antiguo marido, traicionándolo, él viéndolos abrazados en un bar, él y la renuncia a sus planes de unión con la mujer, él retirando la almohada de la cabeza inarticulada de la mujer, la olla con leche derramándose sobre el fuego, el gas abierto, la confusión.

No soporto que este hombre insista, que diga una palabra más, que machaque su historia contra mis oídos, -déjeme salir- prácticamente lo derribo; él con esas manos sobre el cuello, como un sueño, dice, volviendo luego al barrio para cerciorarse de que lo había hecho y sí, repite, pero salvado por la impericia del médico, el desfile de vecinos tocando y desarmando, la coincidencia del escape de gas.

Este individuo está loco, me tomó en la calle por azar, sólo porque yo pasaba, como todas las noches, por la esquina de Buenos Aires y 9 de Julio, rumbo al hospital donde trabajo, este hombre no es el de la voz que sonaba en el teléfono preguntando "¿tu mamá está? ¿están solas?", se le parece pero no puede ser la misma voz. Esa voz nunca tuvo rostro. Sólo un sonido en el aparato "llamá a tu madre" no unas manos apretando la garganta de mamá, ¿a qué se refiere este sujeto? ¿de qué habla? ella murió accidentalmente "déjeme ir" lo empujo, "agarrá la plata" se me cruza con el dinero. Le tiro los billetes en la cara, no quiero oírlo, "tenía que decírtelo", remacha, no quiero que me siga ni escucharlo "yo la quería mucho a Martha" ni que me corra con los billetes en la mano intentando metérmelos en el bolsillo, vuelto voz a mis espaldas, vuelto voz que se aleja y se mete en un teléfono que ya no cesará de sonar para repetir "tenías que saberlo", "llamá a tu mamá", "yo la quería", "¿está sola?", "tenía que decírtelo".

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