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Martes, 24 de julio de 2007
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Fragmentarios 70

Por Mario Alberto Perone
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El hombre era el más solidario de la cuadra. Ayer acudió presuroso para ayudar a su vecino a quien estaban asaltando. Los ladrones se llevaron todo, incluido su propio dinero. Recibió dos balazos en el vientre. Por comedido, le dijeron. En el hospital informaron que el paciente se encontraba absolutamente estable. Es decir, muerto.

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La mayoría de los libros que he comprado a lo largo de mi vida, son los que debería haber leído. Ahí están todavía, cerrados, vírgenes. Cada compra fue hecha respondiendo a una necesidad del momento. No puedo decir que están mal elegidos. Es más, ahora compruebo que mi criterio de entonces estaba bien orientado. En un porcentaje elevado, muchos de ellos siguen intelectualmente vigentes, a pesar de los espectaculares cambios de nuestros contextos culturales. En sus estantes, testigos silenciosos de mi irreparable desidia, me recuerdan diariamente mi propósito de leerlos apenas tuviese un tiempo para eso. Los libros se fueron acumulando, uno tras otro, a veces dos o tres comprados el mismo día, o recibidos como regalos, elegidos con acierto por relaciones que suponían en mí (equivocadamente) una envergadura cultural amplia y actualizada. Ahí están, con sus dedicatorias sinceras, y las fechas que me saltan a la vista, dolorosamente. El tiempo necesario hace rato que me sobra, y sin embargo, no los toco. Mi biblioteca, ordenada y pulcra, no es el comprobante de mis conocimientos, sino una especie de bofetada que esas letras, a las que nunca les he permitido decirme nada, le asestan a mi ignorancia cada día. Aún tengo remotas esperanzas de saldar esa agobiante deuda que tengo conmigo mismo. Pero el tiempo que, como dije, me sobra para eso, lo gasto en banalidades de todo tipo, postergando diariamente el compromiso (ya se sabe que esas promesas autistas son las que menos se respetan) como si el infinito estuviera disponible para mí en el fondo de los siglos, cuando la verdad es que ese infinito podría concluir abruptamente en cualquier momento, a la vuelta de cualquier esquina y sin aviso.

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Siempre creí que la ley del azar está por encima de todas las otras leyes que nos supimos dar. Aunque la proposición misma, "ley del azar" es en sí misma una contradicción: si es ley no es azar y viceversa. A veces intento comprobar que esa ley no me ha sido propicia precisamente en los juegos de azar, en los que nunca tuve la satisfacción de recibir por lo menos el valor de la apuesta. Entro a una agencia para jugar un "Quini 6" cuyo pozo acumulado es una enorme suma de ocho cifras. Hasta hace unas semanas, luego de recibir la lacónica noticia : "Su jugada no ha obtenido ningún premio, señor", pensaba ansiosamente en otra serie de seis números, a la que ataría mi destino, esclavo semanal de las leyes del azar. Como esta situación era invariable, adopté la costumbre de jugar siempre a los mismos números, para ahorrar tiempo, para no pensar demasiado, para esperar que las probabilidades fueran mayores de ese modo. La rutina cambió, pero los resultados son los mismos. Cambio de agencia. Elijo una a la que nunca he entrado. Hay un hombre que, según veo, hace lo mismo que yo. El agenciero recibe la boleta, la mete en la ranura y emite un breve: "Nada". (No estoy solo en la desgracia). El agenciero hace un pequeño bollo con la boleta y lo tira a un canasto, bajo el mostrador. El hombre vacila, le noto esa desazón incómoda de hilvanar una serie ganadora, y dice que esta vez, va a repetir la jugada, por lo cual le pide al agenciero la boleta que tiró, ya que no recuerda los números. Detrás del agenciero hay un espejo, y veo la mano del agenciero separar cuidadosamente la boleta reciente y tomar otra cualquiera para dársela al cliente. Éste la juega y se va lleno de ilusiones que le durarán una semana. Yo hago mi jugada, pero no repito la anterior. La actitud del agenciero fue, por lo menos, curiosa. Me voy, pensando que deberé prestar más atención a lo que me pueda decir un espejo de una agencia de loterías. La ley del azar (y alguna otra) ha sido quebrantada, creo, por uno de sus intermediarios. Y mientras sigo caminando, me pregunto si debí haber intervenido o no en defensa de un apostador a quien creí estafado, o si la escena no fue más que una suposición paranoica de mi mente, o si me salvé de una paliza memorable, o si el agenciero se quedó con el premio gordo, o si sólo fueron cuatro roñosos pesos los que quedaron en su bolsillo, que sería la opción que yo hubiese preferido.

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Entro a la "Galería Rosario" por el ingreso de calle San Martín y en ese instante se me produce la primera vacilación del dia: ¿comienzo a atravesarla por el paso de la izquierda o por el de la derecha? No es fácil la elección. ¿Con qué me encontraré en uno u otro caso? La existencia cambia constantemente y a veces esos cambios son tan imperceptibles que simplemente los ignoramos. Otras veces, un cambio o un encadenamiento de cambios puede ser de tal magnitud que nos altere la vida para siempre. Es ésto lo que yo quiero evitar, pero ignoro si lo lograré. Se espera recorrer una trayectoria cómoda, sin sobresaltos, y llegar a destino sin magulladuras ni trastornos. Algo así como se supone que hacen los cuerpos planetarios del sistema: siguen eternamente la ley del menor esfuerzo, aunque nadie pueda garantizar el "eternamente" que utilicé. Zapaterías, perfumerías, relojerías, regalos, automóviles, marroquinerías, lencerías, y varios de esos comercios nuevos que venden extraños aparatitos que seguramente jamás entenderé para qué sirven ni mucho menos cómo manejar. Todo es peligrosamente tentador, y a todo es necesario negarse, no sin esfuerzo. La tiranía de las cosas que brillan nos viene de muy lejos. Pero hoy acerté: elegí el recorrido de la derecha. En el otro, está el tipo que por uno con cincuenta te toma la presión por medio de ¡un aparatito! A veces, recurro a sus servicios, y cuando los datos que arroja se acercan más o menos a lo aceptable, sigo mi camino contento, como si hubiera ganado una módica batalla al iniciar la mañana.

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Hoy volví al café a las cuatro de la tarde, con la intención de ponerme a escribir esto que estás leyendo ahora. La misma intención traigo por la mañana, cuando llego con mis bártulos a la mesa preferida. Pero la mesa al poco rato se ve concurrida, (a veces desbordada), por personas con las que tengo muchas afinidades, y mi propósito de escribir queda nuevamente postergado. Viendo que esto se repite, y siendo casi incapaz de ponerme a trabajar en la soledad de mi casa, volví al café a las cuatro de la tarde. Saqué mis papeles, mis apuntes, pedí mi cortado, lo tomé despaciosamente y esperé. No pasó nada. Seguí esperando. Media hora más. Una hora más. Nada. No se me ocurría absolutamente nada. Mi mente estaba vacía. Se aproximaba una derrota, y no había más que aceptarla. Comencé a guardar mis papeles, mis apuntes, y me di cuenta de lo que me pasaba: necesitaba a Rodolfo sentado enfrente, con su dureza engañosa y su perenne actitud beligerante acerca de cualquier cosa, a Gilberto y su visita de médico de hospital de caridad y su curiosidad por saber 3.si Omar había venido o no, a Omar con su tenacidad inigualable trabajando en el libro de su amigo Gilberto, por el cual pregunta siempre lo mismo que él, es decir si vino o no vino y qué dijo, de Rubén con su erudición a cuestas derrochándola sobre oídos no demasiado atentos, salvo los de Rodolfo, que atiende con la misma intensidad las incontables tonterías que brotan de cualquiera y las sesudas elucubraciones que brotan sólo de algunos y de vez en cuando. Ahí, en el café a las cinco de la tarde, comprendí que estaba entrampado en una verdadera aporía, la cual, por el momento, no tengo ningún deseo de resolver ni motivo alguno para escapar de ella.

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