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Domingo, 25 de septiembre de 2011
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Entrevista con Claudio Fernández, el científico que eligió volver al país y al que la presidenta le pidió la foto de sus dos hijos.

"Quiero devolverle algo a la sociedad que financió mis estudios"

Cuando decidió volver era jefe en el Max Planck, el instituto alemán
que es la meca en avances en química biofísica. Fernández, entre otras cosas, descubrió cómo se produce el Parkinson. Conoció a Cristina en la inauguración del Instituto de Biología Molecular de Rosario. Aquí vive en una casa que comparte con estudiantes.

Por Luis Bastús
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Claudio con su mujer Laura y sus hijos Irina e Iván, en su casa de Villa Soldatti, de donde él es oriundo.

El científico a quien el lunes pasado la presidenta Cristina Fernández le pidió quedarse con la foto de sus hijos, durante la inauguración del edificio del Instituto de Biología Molecular y Celular de Rosario (IBR) es el mismo que descubrió cómo se produce el Mal de Parkinson y cuál es la clave para neutralizar esa enfermedad. La meca de la investigación en química biofísica, el Instituto Max Planck, en Alemania, lo acogió en 2002 con los brazos abiertos y lo habilitó para liderar su propio grupo de científicos. Sus descubrimientos impactaron en la comunidad científica del mundo, porque abren el camino hacia el control de implacables enfermedades neurodegenerativas y porque además supone un negocio potencial de cientos de millones de dólares para la industria farmacéutica. Pero el doctor Claudio Fernández ﷓de él se trata﷓ eligió volver a su país, y seguir con lo mismo desde aquí. "Ahora se puede", valora. Como investigador independiente del Conicet cobra 8.700 mensuales. Comparte el alquiler de una casa chorizo con tres estudiantes cerca de La Siberia, y cada viernes es uno de los porteños que en la terminal, bolso al hombro, se toma el ómnibus a Buenos Aires para volver a casa, tras una semana de trabajo. Una vez en Retiro, sabe que tiene aún 50 minutos de colectivo para llegar a su hogar, en el nada sofisticado barrio de Villa Soldati. Allí lo esperan Irina e Iván, los chicos de la foto que emocionó a la presidenta. Y Laura, claro, quien aquella tarde del lunes no entendía cómo ni por qué la imagen de sus hijos habían llegado a manos de la presidenta y ahora ella la veía en la tele. Mucho menos entendieron los chicos.

Fernández cuenta que esa tarde la comitiva de visita avanzó por el flamante edificio a inaugurar, con la presidenta delante, que saludó uno a uno y que hubiera seguido de largo si no fuera porque un colega pidió sacarse una foto y entonces el ministro Lino Barañao reparó en él. "Quiero que conozcas al doctor Fernández", le propuso. Y en dos minutos debió contarle su vida de científico repatriado. "Le dije que lo más importante para mí era haber podido volver para que mis hijos pudieran crecer aquí, y le mostré la foto que siempre llevo conmigo. Que ellos puedan crecer felices, con sus abuelos, en su país, es más importante que cualquier logro científico y eso es lo que agradezco. Ella me pidió quedarse con las fotos y después lo contó en el Parque España. Darle esa foto a esta presidenta fue un homenaje a mis hijos", revisa.

Este porteño de 44 años dialogó con Rosario/12 en su breve oficina del laboratorio de neurobiología estructural que funciona en el IBR, donde investiga con su equipo de siete becarios doctorados y el valioso instrumento de resonancia magnética nuclear (RMN) que la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica y el Conicet instalaron en 2006 y que está a cargo suyo. Para la mayoría de los mortales, el espectrómetro es algo parecido a un termo gigante de un millón de dólares; pero allí, en el predio de Ocampo y Esmeralda, es la puerta a horizontes impredecibles.

Exilio voluntario

Fernández es bioquímico y farmacéutico, por carreras que cursó en simultáneo, en la UBA, y esa es una historia aparte que contará más adelante. Rosario lo prendó cuando en los '90 vino a hacer un posdoctorado. Pero en aquellos años la producción científica prácticamente no existía aquí. Se fue a trabajar a Florencia, Italia, como tantos que no volvieron. El regresó aquella vez e intentó en vano hallar una razón para quedarse. En un congreso lo contactó el prestigioso instituto alemán "Max Planck", un epicentro mundial de la vanguardia científica, y hacia allá fue por tres meses a prueba. "Para un científico, es el sueño del pibe", comparó.

Fueron años de viajar a menudo quince días a laboratorios de primer mundo para avanzar en sus investigaciones, ante la falta de recursos y tecnología en Argentina. "Esos quince días eran la posibilidad de mostrar ese trabajo en un congreso internacional o en una revista de divulgación, y eso daba notoriedad a la investigación y atraía subsidios. Así que dormía sobre los escritorios, no salía del laboratorio. La contra era que no podía llevar a ningún estudiante para formar", contó.

Su especialización en el método de RMN lo tornó valioso para el interés del instituto alemán, así que lo nombraron jefe de grupo y allí se estableció con Laura y con Irina, la beba. Corría 2002. "Una cosa es Florencia y otra es Alemania, por clima, por idiosincrasia. Pero trabajar en el Max Planck como jefe de grupo es una posibilidad que pasa una vez en la vida, y acá a los científicos nos mandaban a lavar platos, no como ahora que nos convocan", valoró. "La diferencia entre un científico argentino y un alemán no es genética, es ambiental: si estás en un edificio como este que inauguramos ahora, con los recursos adecuados, y sin enredarse en problemas administrativos, los resultados se verán. Así que pedí llevar un grupo de estudiantes de Rosario, Santa Fe y Buenos Aires", señaló. Lo difícil estaba en casa. "Me llevé a mi familia, mi niña muy pequeña y mi hijo que nació allá, y los enfrenté a otra sociedad. Yo no tuve un choque cultural porque en mi laboratorio la mitad eran argentinos. Pero Laura sí: tenía que ir al supermercado sin saber cómo se dice papa en alemán, si se enfermaba la nena, yo volvía a las once de la noche. ¿A quien llamar? ¿Qué decir? Mi nena al año y medio estaba en un jardín de infantes con treinta chicos que hablaban otro idioma, sin abuelos, sin primos, con un invierno que a las tres de la tarde es de noche durante ocho meses. Uno no se da cuenta porque está en el laburo, pero ellos estaban todo el día encerrados en casa, con nieve y 25 grados bajo cero afuera, con la televisión en alemán. Laura me acompañó porque sabía lo que me costó llegar ahí y lo que significaba esa oportunidad, pero fue muy duro. Por eso sentí que debía agradecer la apuesta por la ciencia y la tecnología que Argentina se dio en los últimos años, y que antes no había, porque permitió que Irina e Iván hoy estén creciendo felices en su país".

Para Fernández, haber traído su investigación al IBR y continuar haciendo desde aquí ciencia de impacto es saldar una cuenta pendiente. "Es devolverle algo a la sociedad que financió mis estudios. Trabajar en Parkinson, poder decir que tenemos una estrategia que antes no existía y que la descubrimos en Rosario en 2009, nos permitirá intervenir terapéuticamente para en 4 o 5 años entrar en fase clínica sobre pacientes humanos. Eso es mejorar calidad de vida. Este país me formó, y cuando estaba listo para transferir conocimiento, me tuve que ir afuera. Entonces ahora siento que no estoy en deuda. Los impuestos que ustedes pagan, acá están"

La otra cara del regreso es conjurar cuatro años de sensaciones densas, que anudan el alma. Como la noche en que Claudio volvió tarde a casa ﷓Laura e Irina dormían﷓ y sobre la mesa vio el dibujo de la familia. Irina había dibujado a ella misma, a mamá con Iván en la panza, pero papá no. "Y... papi, vos estás en el trabajo", le dijo con naturalidad. Claudio nunca más se despegó de ese dibujo. "Para no olvidarme", explica.

El investigador contó que a partir de un discurso en el que una autoridad del Max Planck le reconoció sus revelaciones él cayó en la cuenta de que su lugar estaba en Argentina y no allá. "Estaba generando conocimiento en una sociedad que entiende el valor del a tecnología, pero que no es la sociedad que invirtió quince años en mi formación", se culpó.

Hoy Fernández quiere aprovechar la red institucional que se involucra en la promoción científica. Su equipo es financiado por el Conicet, el Ministerio de Ciencia y Tecnología, la Sociedad Max Planck y la Fundación Alexander von Humboldt. Por eso gestiona con el gobierno provincial, la UNR y el instituto alemán un convenio para generar aquí una escuela de científicos prestigiada por la calidad del centro científico europeo. "Estoy seguro de que si seguimos así, en treinta años Santa Fe tendrá un premio Nobel", se entusiasma.

La clave de todo.

Claudio Fernández asume que hay colegas que volvieron, pero que muchos siguen en el exterior y que no quieren volver. Entonces ¿por qué él sí quiso? "Creo que la diferencia está en el origen", dice y desenrolla una historia que bien puede argumentar una novela.

"Yo nací a diez cuadras del Parque Indoamericano, en Villa Soldati. Mi viejo era fletero, mi mamá era ama de casa, había hecho un curso de corte y confección pero con la frustración de no haber podido seguir estudiando. En Soldati, o la pegás con el fútbol o te quedás ahí nomás. Pero ella fue mi impulsora. A los seis años me mandó a estudiar inglés, me hacía jugar con mezclar soluciones, me compraba el Anteojito para que leyera. Y me fue encauzando. En casa no había un cobre: si nadie llamaba pidiendo un flete, agarrate Catalina. Y sin embargo mi viejo decidió que yo iba a estudiar. Me acuerdo le dije: 'Vieja, mirá que cuando en la secundaria el profe explica algo y yo la agarro, cuando tengo dos ideas hay compañeros que tienen quince'. Ella me dijo: 'No importa, Claudio. El tipo más inteligente no es el que tiene más ideas, sino el que le saca el jugo a las poquitas que tiene. Cuando tengas una, morí con esa, no tengas veinte y quedes en nada". Ella me inyectó la idea de la perseverancia".

El lunes pasado, la presidenta se despidió de Rosario con un llamado a "trabajar para que muchos ivanes e irinas sigan volviendo". Estaba pensando en los hijos de Claudio y de Laura.

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