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Sábado, 25 de marzo de 2006
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Te recuerdo "Ana"

Por Por Hugo Alberto Ojeda

A David Andenmatten

Hay un tiempo que no termina.

Tiene más de 30 años de uso, es la tapa de una olla de acero Gamuza. Marca. Es un regalo de casamiento. Sobrevivió los desprendimientos de mudanzas y separaciones. Tiene roto el mango. Mejor escrito, hace mucho que no lo tiene. Y cuando la uso, para destaparla y probar si los spaghettini ya están al dente, meto la punta de un cuchillo Tramontina en la ranurita donde debería atornillar el respuesto del mango de bakelita.

No hay forma de decir adiós.

Es una olla de acero inoxidable con un diseño de la última modernidad, tan de los '70 y con un no sé qué de Bauhaus, donde el uso práctico se prolonga en la belleza. La tapa, dada vuelta, sirve de sartén. Nunca acepté comprar otra, es una olla con algo de compañera y le tengo mucho aprecio. ¿Por qué dejo pasar los años sin buscar el repuesto?

El crimen permanece.

Era en Baigorria, una tarde del otoño del '75 y la represión salvaje caía sobre la huelga de Villa Constitución. En el departamento de la calle Orsetti estábamos "Ana", con su bebé, el Mono y yo. Era una reunión de estudio y nos habíamos distendido. Hacía un mes que la célula se había formado. Entre amargos y criollitas, nos habíamos pasado la tarde con el librito de Politzer, tratando de manejar aquellas ideas que irremediablemente nos llevarían a la victoria y al fin de la injusticia. Para siempre.

Nunca supe el nombre que "Ana" tenía en el DNI. El Mono se fue y "Ana" se quedó. Quería entrar en Fader y un amigo mío le iba a enseñar a bobinar motores. El vago avisó que llegaría más tarde y teníamos hambre. "Ana" improvisó una cena con lo poco que había mi heladera. Una tortilla de papas, arvejas, cebollas y huevos. La cocinó en la tapa de esa olla. "Ana" no pudo entrar en Fader. Un mes y medio después nos cambiaron de célula. Se subió al "9 de Julio" que entraba hasta la John Deere y nunca la volví a ver, ni supe nada más de ella. Nunca la reconocí en una foto de "familiares", ningún cumpa me pudo dar referencias suyas.

Ya no sé si el mango de bakelita se quebró o se quemó. Tampoco puedo precisar cuando fue la primera vez que fui hasta esa casa de repuestos que está por Entre Ríos, casi Ricardone. Y "el dolor dulce" de su recuerdo me paralizó en la vereda, obligándome a seguir. Los detalles de su rostro se me fueron borrando con los años.

Cada vez que preparo algo en la olla, se me hace presente aquel delicioso empeño que poníamos al discutir si Rosario era más revolucionaria que Córdoba. Estuvimos poco tiempo juntos, los objetivos intensos le dieron profundidad definitiva a las vivencias compartidas. Entonces, ella tenía un bebé de pocos meses, no llegaba al año y lo traía a las reuniones. Cero descartables en los lejanos setentas. Pañales de algodón y bombachas de goma. Era rubio y ella lo llamaba Pablo. Tal vez esa critatura a la que amaba tanto no se llamara así o fuera una niña. Formas de la supervivencia clandestina.

Nuestra primer cita había sido un anochecer de verano en San Luis y Santiago. Después fuimos a tomar un café en el Lourdes, un barcito que estaba al lado de la iglesia. Quedamos en vernos tres días más tarde, la espiral de la Historia pareció acelerarse, todo fue vertiginoso. El villazo, la compañía de monte, el ataque al batallón. Todo parecía tener un final feliz, aunque el camino fuera largo y escabroso. No fue así.

Era rubia, delgada, petisita, "Ana" tendría unos 23 años en el '76. Fue una de las miles de mujeres anónimas con esas cualidades humanas que no entran en las descripciones hechas palabras. "Ana" tenía esos gestos esenciales que sostienen la perseverancia de los sueños, era capaz de hacer en los momentos más jodidos esas pequeñas cosas que hacen los grandes cambios.

A su vida, no hay forma de decirle adiós.

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