Impresiona y conmueve ver -y escuchar- a la presidenta hablando a sus seguidores, mayoritariamente jóvenes, en los patios de la casa de gobierno. La escena que se produce resulta, por llamarla de alguna manera que no escapa a los lugares comunes, electrizante. Ella y ellos, la oradora y su auditorio, en esa especie de ágora, parecen potenciarse mutuamente. Hay un intercambio notorio de energÃa que los enardece recÃprocamente, pero ese enardecimiento no traspasa los lÃmites de lo razonable, de lo conveniente: ella sabe administrarlo. Quizás convenga denominarlo, entonces, enfervorizamiento, generando un neologismo escasamente agraciado, pero que tiene la utilidad de ser simétrico respecto de ese otro sustantivo derivado de un verbo como enardecer. La simetrÃa morfológica serÃa, de tal modo, lo que justificarÃa su postulación. HabrÃa, asÃ, un estado compartido -el enfervorizamiento- que permitirÃa esa suerte de comunión laica, y -por qué no- pagana. Comunión ritual, hecha de gritos y saltos y coros y cuerpos que devienen en Uno, por paradójico o utópico que suene, por no decir imposible. Pero de esas imposibilidades está hecha, sin dudas, la pasión polÃtica, por no decir la creencia y la fe. Ella, como un imán, atrae esa energÃa multitudinaria, cuando no la despierta. Basta con que se asome al balcón -repárese en la figura: asomarse al balcón, con toda la prosapia que supone, pues hay un sólo linaje en la historia argentina que la posibilita y la autoriza- para que la multiplicidad de identidades personales congregadas se transformen en un mismo nombre, en una común identidad, que a todos engloba y contiene, incluso a ella misma. AsÃ, cuando su palabra cataliza esa fusión que roza lo mÃstico, aunque sea tan sólo en el instante efÃmero en que es aclamada, el magnetismo recÃproco alcanza todo su esplendor. Lo mejor, para su sucesor, será no intentar emularla. No podrÃa hacerlo, y probablemente no querrÃa. Despertará, quizás, algunos aplausos, que serán en todo caso como los ecos tardÃos y apagados de una fuerte tormenta, o como las hojas dispersas que quedan desparramadas, aquà y acullá, cuando ese temporal ha cesado.
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