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Domingo, 13 de septiembre de 2015
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Una visión acerca de las operaciones de deslegitimación de los procesos electorales

Teoría del fraude

La palabra "fraude" es sin dudas el término más grave que puede utilizarse en la vida democrática, pues de verificarse aquello que busca designar se desploma el entero aparato simbólico e institucional que sostiene nuestra organización comunitaria.

Por Juan José Giani*
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Por malo que sea, los sistemas electorales tienen varias instancias de control hoy en día.

Todo lenguaje consta de tres tipos de palabras: Las usuales, las sofisticadas y las estrepitosas. Las primeras capturan las rutinas del mundo, la reiteración de objetos o situaciones que al ser descriptas apenas golpean nuestra acostumbrada atención. Las segundas dan cuenta de la complejidad de las cosas, del sinnúmero de matices que presenta la realidad a un discurso que debe entonces esmerarse para ser más agudo en su capacidad expresiva. Las terceras trabajan sobre el estado de excepción, sobre el acontecimiento insólito que conmueve radicalmente las inercias y exige la máxima osadía lingüística. El estrépito es, sin embargo, una explosión ambivalente, pues si en algunas ocasiones marca la irrupción bienvenida de una denuncia salvífica, en otras puede tornarse el arma desbocada de un hablante inescrupuloso.

Veamos sino el caso de la palabra "fraude", tan asiduamente escuchada en los últimos días tras los comicios realizados en la provincia de Tucumán. Es sin dudas el término más grave que puede utilizarse en la vida democrática, pues de verificarse aquello que busca designar se desploma el entero aparato simbólico e institucional que sostiene nuestra organización comunitaria. Ser liberales o republicanos, privatistas o estatistas, nacionalistas o cosmopolitas, peronistas o radicales es un subproducto normativo de una condición esencial que permite desplegar esos contrastes, de un insoslayable piso de legitimidad que hace efectivamente audible todas las gamas del ejercicio argumentativo.

Tener perfectamente claro, lo que incluye por supuesto el consenso férreo y explícito de todos los participantes, cual es el contenido de la voluntad popular en el debido momento en que ésta constitucionalmente se manifiesta, constituye el nudo primordial de cualquier sistema político estable. Por lo cual, vociferar que ese requisito básico ha sido arteramente vulnerado requiere de datos contundentes, pruebas indisputablemente acumuladas, pistas que sean algo más que suspicacias subidas de tono. Por cierto que la Argentina ha conocido experiencias que grafican esa violación tan nociva (basta recordar la tan mencionada "década infame"), lo que sin embargo no autoriza al uso abusivo de un calificativo con aptitud para derrumbar gobiernos.

Tratemos por tanto de ser precisos. ¿Qué es técnicamente un fraude? Una voluntad premeditada y masiva de alterar la voluntad popular. Eso quiere decir que es imprescindible distinguir las triquiñuelas que pueblan cualquier elección (en nuestras tierras y en tantas otras) de la existencia de un dispositivo organizado para beneficiar deliberadamente al poder de turno. Por cierto que esas picardías (transversales a todos los partidos) no tienen porque ser toleradas o consentidas, pero bajo ningún aspecto corresponden ser rotuladas bajo el paraguas impugnatorio de una calamidad democrática.

Ahora bien, quitemos del análisis por un instante la especificidad del episodio Tucumán, al por otra parte solo conocemos parcialmente. Aunque supongamos la pervivencia a esta altura de ruines planificadores o de dirigentes mendaces, en la democracia moderna implementar un fraude es prácticamente imposible. Y eso por la sencilla razón de que la instrumentación de un comicio conlleva la articulación de una serie de controles escalonados, concatenados y simultáneos; lo que hace que cualquier intromisión en escala de una circunstancia anómala sea prestamente detectada.

Enumeremos. Autoridades de mesa que no pueden pertenecer a un partido político, fiscales confiables propios de cada lista, fuerzas policiales o de gendarmería para custodia o traslado, empleados del Correo, la justicia electoral de cada jurisdicción y (en el peor de los casos) el Poder Judicial como instancia final de apelación. Sumemos a esto un elemento para nada menor. La supervisión que los medios masivos de comunicación y las nuevas tecnologías de la comunicación efectúan por su cuenta y cargo, y que en escasos minutos difunden por el mundo la más mínima irregularidad. Bastan como ejemplo las famosas urnas quemadas en la provincia del Norte.

Puesto de otra manera. Cualquier político, aún el más torpe o despiadado conoce al dedillo estos ingredientes, lo que desalienta comportamientos deplorables que rápidamente lo dejarían muy mal parado. Listado inapelable de restricciones que funciona como muralla frente a intentos a que veces pueden pergeñarse para malversar las preferencias ciudadanas.

Para el caso tucumano caben a su vez tres observaciones adicionales. La primera es, ¿qué sentido tendría que una fuerza política diseñe un fraude cuando hace apenas pocas semanas (el 9 de agosto para las PASO nacionales) José Alperovich triunfó (sin mácula alguna) con el 57% de los votos? Una suerte de gratuidad del mal muy rara en un político. La segunda, no queda claro como se consumaría un fraude selectivo, en decir que se aplica para el rubro gobernador pero se no verifica para el segmento intendente, en el cual la oposición se impuso en los principales bastiones urbanos de la provincia.

Y la tercera. Si bajo la candidatura de José Cano se encolumnaron el radicalismo, el Frente Renovador, el PRO y peronistas disidentes como Domingo Amaya es inadmisible que no haya habido un control propio vía fiscales, antídoto infalible contra cualquier atisbo de trampa. No parece serio que una alianza política que aspira a administrar una provincia o un país no esté en condiciones de montar un sistema propio de garantías.

El ímpetu agitativo que todavía circula puede provenir de apresuramientos, de una contienda sofocante o de malestares no necesariamente desechables, pero es dable sospechar que quienes hoy lo ejercen procuran crear un escenario de deslegitimación si, como es razonable presumir, en las elecciones de octubre los márgenes que separan un triunfo en primera vuelta para Daniel Scioli o un ballotage resultan extremadamente estrechos. Eso se llama jugar con fuego.

Veamos ahora otro punto. En algunos comentarios sobre lo ocurrido se ha mezclado la percepción sobre el desarrollo del comicio con la evaluación que puede tenerse sobre las condiciones morales y políticas de los aparentes ganadores. Caudillismo, nepotismo, autoritarismo (convalidada ésta por cierto con la estúpida represión desatada sobre manifestantes disconformes) han sido algunas de las imputaciones escuchadas.

La plausible polémica sobre la calidad de un gobierno siempre es relevante, pero lo lógico es darla centralmente al interior del proceso electoral en cuestión, que debe garantizarse sin oscuridades justamente para que sea el pueblo tucumano el que opine sobre quienes deben ser las personas que regirán en el futuro sus destinos. Que un gobierno sea malo o bueno, por si aún cabe recordarlo, debe establecerlo primeramente el votante de cada territorio, y si fuese malo eso no habilita a volverlo sospechoso sin pruebas lapidarias de un fraude de proporciones.

En la misma dirección, ha reaparecido en el contexto de este clima ofuscado la controversia sobre la relación entre el clientelismo y el comportamiento electoral de los ciudadanos. Denominamos clientelismo al intento de colonizar una conciencia careciente en aras de torcer su alineamiento político. Inclinación deplorable que aún se ejerce en la mayoría de los partidos y que debe ser erradicada si aspiramos a construir mayores niveles de dignidad ciudadana.

Pero cuidado, el que apela espuriamente a la dádiva muchas veces resulta burlado, pues quien la recibe hace en el cuarto oscuro finalmente lo que quiere; y al momento de elegir autoridades el pobre (que no por pobre es un desvalido moral) pondera otras cosas. Méritos de los oficialismos que trascienden al bolsón o incompetencias de la oposición que se limita a denunciar. En democracia, las hegemonías políticas perdurables nunca se explican exclusivamente por un puro inmediatismo del faltante material.

En el frenesí de los contrapuntos, por último, todo se confunde. El intrincado y poco recomendable sistema electoral tucumano o los habituales episodios de sustracción de boletas lleva a que ahora luzca políticamente correcto predicar drásticas reformas. Sobre esto, bien valen dos puntualizaciones. Que un determinado sistema electoral abunde en falencias no lo convierte bajo ningún aspecto en fraudulento, y si de cirugías institucionales se trata, cualquier mejora que se introduzca debe tender a un perfeccionamiento del vínculo representativo y no únicamente a garantizar transparencia.

La denominada lista sábana muestra contraindicaciones que invitan a ser subsanadas, pero las alternativas hasta ahora promocionadas no entusiasman. La boleta única debilita a los partidos políticos, difumina la dimensión ideológica de la competencia, personaliza al extremo las candidaturas y afecta la gobernabilidad de los ejecutivos. Y el voto electrónico, si elimina el elemento papel, borra el control posterior al comicio por parte de miles de ciudadanos de a pie.

El debate queda abierto y es sin dudas auspicioso, pero quitando del medio el cacareo oportunista y la impúdica y necia apelación a la palabra "fraude".

*Filósofo

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