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Domingo, 20 de enero de 2008
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Nadie sabe adónde va la noche

Por Beatriz Vignoli *
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-A Satchmo -le dije al taxista.

Sabía de oídas que Satchmo era un boliche bailable para gente "adulta". Yo no sabía dónde quedaba pero supuse que el taxista sí. De hecho lo sabía, así que me llevó. Dejé las dos flores en el asiento del taxi, como olvidándomelas.

-Que se divierta -me dijo, cortés o irónicamente, mientras me daba el vuelto.

El lugar se veía bastante animado, aunque lo poblaban la clase de hombres que yo detesto. Nuevos ricos con camperas de descarne, de los que entran al bar con la radio del auto en la mano y la dejan en la mesa como un arma; esa clase de hombres. Playboys, bon vivants, Isidoros Cañones. Adictos al asado: crueles por exceso de proteínas y vitamina B. Canosos y tostados, como un negativo de hombre. Ganaderos, en fin.

Me senté a la barra, pedí un whisky importado y me dediqué a observar a las mujeres. Parecía como si alguna siniestra dictadura del futuro las hubiera fabricado una por una, amasándolas en carne picada, y luego las hubiera forrado en piel. Si uno se ponía a calcular la cantidad de horas de gimnasio, quirófano, cama solar y peluquería que llevaban echadas encima aquellos cuerpos, llegaba a la conclusión de que se encontraba

solo en medio de un montón de máquinas de gastar tarjetas de crédito.

Decidí completar la tarea inconclusa de emborracharme mientras contemplaba mi reflejo en el espejo que había detrás de la barra y detrás del barman. Pensé en cierto cuadro impresionista, el nombre de cuya modelo recordaba en otros tiempos: las bujías de París pintadas como iridiscencias en la superficie de un vaso de cointreau, el nacimiento de la luz artificial y de la noche tal como la conocemos ahora.

Esas manchas luminosas en el fondo del espejo empezaban a parecerme abstracciones en un cuadro. Me llamaron especialmente la atención unas cositas brillantes color turquesa. Eran, efectivamente, turquesas. Colgaban al cuello de una mujer que tenía alguna edad indefinida después de los cincuenta. De ojos color miel, muy erguida, bronceada, "bien puesta", como suele decirse, con el cabello teñido de rubio y un suéter de un beige opaco que parecía dorado, la mujer era una figura interesante dentro del cuadro que formaba el espejo.

Sus únicos dos colores remitían a la arena y al mar. ¿O acaso la ebriedad había empezado a desarrollar en mí algún rasgo autista de sensibilidad exclusivamente cromática? ¿Los impresionistas serían alcohólicos?

-Hola -dijo la mujer en el espejo.

-Bonitas piedras -dije.

-Corresponden a mi signo. Me llamo Fanny.

-Funny -observé. La mujer que estaba sentada a mi lado, la misma, se rió.

-¿Vos también sos profesor de inglés?

-De literatura inglesa. ¿Sos profesora de inglés?

-Lo fui. Ahora soy bruja.

-Me lo temía -dije. Me pregunté por qué querría asustarme. ¿Era una táctica?

Me preguntó mi nombre y se lo dije.

-Rick, como en Casablanca -comentó. "Cinéfila", pensé.

-Bueno, soy el dueño de este bar, en realidad.

-¿En serio?

-¿Y ves aquellos que están allá? Son nazis.

-Sos adorable.

-Gracias.

-Dejame adivinar. Sos de Libra.

-Sí, y a que vos sos de Acuario...

-Touché. María, él es Rick.

María -una anciana dama pálida de grandes ojos azules, cabello blanco y un aire entre extranjero y excéntrico- llegaba sonriendo del baño y se sentó junto a ella.

-Salud -dijo Fanny, y las dos abrieron sendas latas de cerveza Guinness.

-Son Guinness porque estamos tratando de batir un récord -dijo María.

Fanny se rió, más por indicar el chiste que porque le hubiera causado gracia. Pedí una Guinness yo también. La abrí yo mismo; no quería

perderme ese placer. Una diminuta marea saltó de adentro cuando tiré del filoso abridor de estaño.

-Here's looking at you, kid -dijo Fanny guiñándome un ojo. Bebimos generosos tragos de cerveza. ¡Mala actriz! Estaba robándome mis parlamentos. Y entonces pensé que si esa otra viejita con aspecto de poeta polaca era Víctor Laszlo, yo era Ingrid Bergman y la idea de serlo la verdad que mucho no me gustaba.

-Por las dudas -brindó María.

Fanny -algo incómoda- lanzó otra carcajada artificial.

-Estamos festejando las bodas de oro de nuestra amistad -dijo-. Hace cincuenta años que somos amigas. Ella también es profesora de inglés. Él también -explicó, volviéndose a María-. Enseña literatura.

-Litera dura -comentó enigmáticamente María-. ¿Dura dura?

-No le hagas caso -la excusó Fanny-. Mi amiga es amiguita del alemán...

-¿Del alemán?

-Herr Alzheimer -bromeó Fanny.

-Arterioesclerótica erótica ﷓añadió María en un susurro pícaro. Se rieron las dos.

Pensé que parecían más bien el sombrerero loco y la liebre de marzo. Una vez más, ¿quién era yo? ¿El lirón o Alicia? Ninguna de las dos ideas me entusiasmaba.

María vestía de azul claro, haciendo juego con sus ojos. Decidí asustar a Fanny.

-Me he dado cuenta de que me atraen todas las cosas azules que brillan -dije.

-¡Un azulejo! -exclamó María.

-¿Qué? -resopló Fanny. La senilidad de María parecía avergonzarla.

-El azulejo es un pájaro coleccionista. Lleva al nido cosas azules que brillan.

-Ah -dijo Fanny.

-So you do speak English? -preguntó María alterando la gramática.

-Yes, I do -respondí, como un buen alumno. "Tu caballerosidad es tu ruina", solía decirme mi mujer. "¿Nunca vas a aprender a decir no, gracias?"

En el equipo de sonido del bar empezó a sonar "Be bop a lula". Había una barrita de viejos subidos al escenario de karaoke y estaban divirtiéndose.

-¿Bailás? -dijo Fanny.

-Sí, vamos a bailar.

-Sabés bailar rock'n roll, ¿no es cierto? Te lo pregunto porque pronto no va a quedar nadie que sepa bailarlo. Es decir, a lo Elvis, con vueltita y todo eso. Quiero decir, vamos a quedar, pero ya no vamos a poder movernos. Y las generaciones jóvenes no lo aprendieron; no es como el tango. Los que sabían bailar el shimmy ya están todos muertos. Un último rock'n roll antes del geriátrico nunca mató a nadie. ¿No es cierto?

-No, claro -dije.

Mientras bailábamos, con la vueltita y todo eso (y con muchísimo cuidado de no caernos, porque ya muchas acrobacias no podíamos hacer), Fanny me confesó su edad.

-Tengo setenta. Tengo bisnietos.

Admiré su espíritu. No deseaba su cuerpo.

María nos miraba desde la barra. Me imaginé que se habrían pasado los últimos cincuenta años jugando ese juego: la linda vivaz y la princesita tímida, una haciendo que sucedieran las cosas y la otra contemplando los hechos desde su torre atemporal.

Con todo, no eran grotescas. Tenían estilo.

Cuando terminó "Be bop a lula", me despedí de Fanny con una reverencia.

Ella se reía como una muchacha.

***

-Dígame -le pregunté al taxista-. ¿Dónde puedo encontrar una profesional?

-¿Cuánto piensa gastar?

El taxista, de unos cuarenta años muy mal vividos, parecía una de esas viejas estrellas de rock completamente quemadas por la droga. Llevaba una camisa de verano de mangas cortas, muy colorida, echada sobre un suéter negro de mangas largas: la idea infantil de la elegancia que tiene un ex presidiario. Apoyaba el codo izquierdo en la ventanilla abierta, para fumar sin molestar al pasajero. Hablaba con voz ronca y con un cierto estilo. A lo mejor era sólo una vida de trabajo lo que

lo había consumido así.

-¿Cuatrocientos pesos? ¿Quinientos? Lanzó un silbido.

-Turista, ¿no es cierto?

-No.

-Déjeme darle un consejo. No lo tome a mal. De hombre a hombre: si yo tuviera la pinta que usted tiene, no pagaría un centavo por una mina. Usted tiene un problema. Tiene un problema de autoestima, como dice mi mujer.

-¿Y a la sesión de psicoanálisis me la incluye en la tarifa del viaje?

-Disculpe. No quise ser grosero. Usted escribe o algo así, ¿no es cierto?

-Enseño literatura.

-¿Qué opinión le merece Kensington Lagarto?

-Sus poemas juveniles, traducidos al inglés, no son tan malos. Suenan como baladas populares medievales. Y por favor dígame dónde encuentro una buena puta.

-Lagarto sabría ﷓dijo el taxista.

-No esté tan seguro.

-Disculpe. De hombre a hombre. ¿Qué quiere exactamente?

-Una puta.

-¿De las que cobran?

-Sí. Una prosti, un gato, una trola, una turra, una ramera, una meretriz.

-¿Para hacer qué?

-Lo de siempre. ¿Me está cargando? Lo de Adán y Eva. Lo que hacen papá y mamá para hacer bebés. Coger. Fifar. Garchar. Culear. Transar. Joder. Singar. Ponerla. Mojar la chaucha. Enterrar la batata. Bañar la nutria. Llámelo como quiera.

-Disculpe. No quiero ser grosero. Pero hay especialidades.

-¿Cuero negro, esas cosas?

-Bondage, lluvia dorada...

-¿Qué me recomienda?

-Disculpe, no quiero ser grosero, pero ¿a usted qué le gusta?

-Me gustan las mujeres. ¿Es tan complicado?

-¿Pero qué le gusta hacerles? ¿Qué le gusta que le hagan?

-Todo.

-Ah, perverso polimorfo. Nos vamos entendiendo -dijo el taxista.

El taxista detuvo su vehículo. Un escalofrío me corrió por la espalda. Nos habíamos detenido en una esquina llena de chicos y chicas. Las dos calles que se cruzaban (una avenida y una lateral) bajaban luego hacia la Costanera y el río. Había unos cinco o seis boliches, digamos, decentes en esa cruz de cuatro cuadras. Desde el río soplaba una brisa fría y vigorizante que era como una irónica parodia del aire de la primavera. Venían efluvios de humo de marihuana desde algunos rincones y recovas antiguas. Deseé tener dieciocho años. La noche estaba en su apogeo.

-Bájese -me ordenó el taxista.

-¿Por qué?

-¿Se va a perder esto?

-¡Pero es un jardín de infantes!

-Vaya a Luna -me indicó, señalando por una de las calles que bajaban.

-No contestó mi pregunta.

Por toda respuesta me extendió una tarjetita roja satinada. La guardé en el bolsillo. Le pagué el viaje, me deseó suerte y le mandó saludos a Kensington Lagarto.

-¿De parte de quién? -pregunté.

Pero ya se lo había tragado la noche luminosa.

***

Caminé cuesta abajo hacia el río. Me detuve a mitad de cuadra ante el edificio de dos pisos de comienzos del siglo pasado que, reciclado, había sido en la planta baja una librería, y en la planta alta un boliche parecido que se llamaba San Telmo. Tenía la misma verja de hierro en la entrada y el mismo patio central en la planta baja, pero ahora lo decoraban detalles modernos bastante absurdos en chapa imitación bunker antiatómico. Las chicas de pelos violetas, borceguíes

negros y ojos de mapache que se apiñaban en las escalinatas de entrada a la planta alta parecían salidas de la misma historieta apocalíptica. Me sentí un viejo tonto con mi sencillo traje bueno y mi sencillo deseo de sexo, forjado en siestas anteriores a Chernobyl y al sida. Lo que prometía este lugar era algo un poco más distante y complicado; yo no atinaba a imaginarme qué.

No subí. Pagué mi entrada y me quedé paseando entre la ex librería, convertida en bar y salón de pool, con dos mesas de juego, y otra sala al otro lado del patio, nueva, que tenía luces suaves y sofás muy blandos: una especie de chill out room, supuse, para los bailarines de la planta alta. No había mucha gente en ninguna de las dos. La multitud estaba en la calle o estaría en la terraza de la planta alta. Las luces de las dos salas de la planta baja eran cálidas, agradablemente ambarinas.

Nada del efecto "antro" (Sarlo dixit) que yo recordaba de la pista de baile en la planta alta, un recuerdo de las pocas veces que fui luego de que perdí a Miriam, antes de conocer a la madre de mi hijo.

Me acerqué a la barra del bar junto a la mesa de pool y pedí un whisky importado. Tenían. Era caro, tuve que pagarlo contra entrega pero tenían mi marca favorita de whisky importado. Me senté a beber en la barra y a mirar a las jugadoras de pool de la única mesa ocupada. Eran dos, jugaban mal y estaban como en su casa. No parecían prestarme ninguna

atención. Era temprano: la otra mesa todavía estaba libre. Yo estaba comenzando a desesperarme (la desesperación me había acometido siempre en algún momento de la noche en Luna, ex San Telmo) cuando la vi entrar.

Era ella: era mi pequeña Miriam. Llevaba minifalda negra de algún material grueso y brilloso, medias negras, suelta la espesa y ondulada melena castaña rojiza; dejaba ver buena parte de sus pechos espléndidos bajo un suéter de angora gris perla (suave, suave como toda ella) y me miró con sus ojos que no eran ni azules ni verdes ni grises ni del color del acero, sino lila.

Cuando me miró, supe que no era Miriam. Era otra mujer, parecida a lo que ella había sido años atrás. Pero las cejas, los ojos, los pómulos eran idénticos: la misma curva superciliar, las mismas facciones. Esos rasgos se reiteraban como una cifra, como una letra de algún alfabeto sagrado y secreto. Ella era un clon de Miriam, al que mi imaginación seguramente enriquecía con más semejanzas. Debía tener un poco más de treinta, pero conservaba un encanto aniñado y nada pueril de princesita que hubiera vivido toda su vida en un palacio ajardinado entre firmes muros paternos. Era casi Miriam. La misma piel de seda, el mismo cabello de fuego.

Bajita y algo menuda pero no flaca, tampoco gorda: las curvas de sus muslos y de sus nalgas les hacían eco a las de esos rotundos pechos ovales, pese a que sus brazos eran finos, y finísimas sus manos. Así la fui envolviendo con la mirada. Como acariciándola a la distancia. Ella parecía estar acostumbrada a ser cuidada y querida, incluso a ser objeto de veneración.

Tal era el mensaje de la pulcritud de sus zapatos y de su cartera (gris satinado oscuro, haciendo juego), de su perfume floral caro, de la cadenita de oro que rodeaba su cuello pálido y de su cara tan discretamente maquillada que no parecía llevar maquillaje alguno. No podía dejar de mirarla, tan parecida era a mi primer amor. La invité a jugar al pool.

Aceptó. Se rió nerviosamente, pero con una dulzura que me desarmaba.

A Miriam, cuando la perdí, la pinté de memoria. El hijo de la amiga de una amiga mía -un muchacho a quien le había hecho fama de clarividente su supersticiosa madre- vio el cuadro colgado en mi casa y me aseguró que había un alma allí. Los alquimistas, en su época, se jactaban de hazañas parecidas. A Miriam, cuando nos despedimos, le inundé el dorso de la mano derecha con mis lágrimas, mientras ella dormía. Cuando despertó, tenía charquitos entre los nudillos, como salados lagos de deshielo entre cumbres rocosas. Y de su mano bebí con la lengua mi propia sal. Se parecían a aquellas manos estas de la desconocida, que rodeaban el taco de pool como si fuera el puntero de un pizarrón, con una delicada torpeza que empezaba a resultarme cautivante. Tenía las uñas tan bien pintadas que parecían al natural.

-¿Cómo te llamás?

-Judith. ¿Vos?

-Holofernes.

Esa risa. Esa dulce risa. "Quiero enamorarme de esta mujer", pensé.

-¿Qué hacés?

-Soy escritor.

-¡Ay, como Kensington Lagarto!

-No sé quién es ése -mentí.

¿Era yo un erotómano con una imaginación desbocada, o realmente esta chica de buena familia de clase media adoptaba poses putescas cuando se inclinaba sobre la mesa de pool para tirar? Jugaba bien, además, y cada bola que ella hacía entrar en las entrañas metálicas de la mesa con ese rumor a túnel me producía un escozor de placer. "Lo hace a propósito", me dije sin poder apartar la vista de su escote, que ahora había bajado peligrosamente casi hasta tocar el paño verde. "¿Me lo hace a propósito?" era la pregunta. Y me lo hacía a propósito. Posaba cada tiro. Curvaba hacia adentro la cintura; sacaba cola. Agachaba la

cerviz y levantaba la cabeza para mirarme con sorprendida inocencia (y con los labios entreabiertos como para besarme) cuando me descubría espiando los contenidos de su escote que la fuerza de gravedad -con la obvia complicidad de su leve descenso cervical- tendía a poner al descubierto. ¿Estudiaría danza? ¿Cómo controlaba mi tentadora ese cuerpo sinuoso? Mi Gran Hermano se daba por aludido. Ya me dolía. Mientras yo erraba tiro tras tiro, compuse mentalmente una carta apasionada: "Tiénteme. Clave sus espuelas en los ijares de mi deseo. Usted es una maestra en eso. Necesito que sea cruel como una adolescente. Sólo usted puede...".

-Gané -dijo riéndose con dulzura. Se me acercó.

"...llevarme a niveles tan deliciosamente discapacitantes de lujuria que llegue a pensar seriamente en pedir una pensión al Estado para dedicarme nada más que a...".

-¿Qué hacés? -preguntó. Temí estar lo suficientemente ebrio para haber perdido el control y estar haciéndole alguna guarrada; pero mi mano derecha sostenía erguido el taco mientras mi izquierda, tan inocente como inconsciente, estaba acariciando el borde de madera de la mesa de pool con una insistencia sospechosa.

-Seguime provocando, que me encanta.

-¿Yo te provoco?

-Sí, y me encanta.

-Pero...

-Más. ¡Más! Enloqueceme, Judith. Haceme perder la cabeza...

-¿Qué soy, tu bailarina del caño?

"No, mi princesa, no se confunda. Usted es mi Venus de las Pieles". (Punto.) "Déjeme que bese su látigo y que crea en usted. (Punto.) Suyo, HOLOFERNES".

-No te ofendas, por favor...

-No me ofendo. Puedo serlo... un ratito.

Mientras decía esto, retrocedió hacia un rincón en penumbras de la sala prácticamente desierta. La seguí. La arrinconé. La miré a los ojos y sin decirle palabra arrimé el taco de pool, erecto, a un punto entre su media izquierda y el ruedo de su falda. Ella me sonrió y tomó el taco. Yo abrí los brazos en cruz y apoyé una mano sobre cada pared: quería recibir de lleno, donde fuese, todo lo que quisiera hacerme con esa lanza, todo lo que ella tuviera para darme.

Los faldones del saco de mi traje colgaban a los dos lados de mi cuerpo como alas que la cubrían a ella de toda otra mirada. Entonces ella echó el taco hacia delante entre sus piernas y empujó su parte de arriba ligeramente hacia abajo, como si hubiera sido un caballito de madera. Y sin dejar de sonreírme apoyó sobre él sus pechos, uno a cada lado, mostrándome más de ellos de lo que yo podía soportar ver sin volverme

loco. Entonces le rogué, en un susurro, que se moviera. Se movió unos cinco centímetros hacia abajo. Luego, unos veinte más hacia arriba. Repitió eso varias veces. Al fin, besó la punta del mango del taco, sin dejar de mirarme con esa inocente picardía de niña depravada que me perdía.

Le arranqué el taco de entre las manos, lo arrojé a un lado y la abracé. El deseo me paralizaba como un veneno. Un veneno que a la vez era un elixir de vida. Apoyé mi Gran Hermano sobre sus medias y comencé a balbucear incoherencias amatorias. "¿Húm?" me preguntaba ella, haciéndose la tonta. "¿Qué más?" me acicateaba mi amazona implacable. Y yo me sometía, yo la obedecía: yo le confesaba al oído en un susurro todo lo que tenía ganas de hacerle. Con lujo de detalles. Así pasaron unos minutos deliciosamente infernales durante los cuales llegué a estar casi completamente fuera de mí.

No tanto como para revelarle lo más oscuro de mis deseos realizables en el plazo inmediato. ¿Qué pasaría si la raptaba y la arrastraba a un lugar privado, al baño por ejemplo, le desnudaba esos magníficos pechos y la poseía contra la pared o contra la puerta (buena idea la puerta, evitaría que la abrieran desde afuera)? Violación, tal era el término técnico. Mi destino: comisaría, cárcel, justicia taliónica popular en ambas. Me imaginé a veinte presos haciendo cola para sodomizarme. Pero estaba tan excitado que la idea apenas si me aterrorizaba.

-Vamos a cualquier hotel -le supliqué.

-No.

-¿Tenés algún hotel predilecto que te guste en especial?

-No, no.

-¿Preferís que vayamos a tu casa? ¿Vivís sola?

-¡No!

Se desprendió de mi abrazo con brusquedad y se puso fuera de mi alcance.

-¡Judith!

-¡No me toques!

Cruzó corriendo el patio. La seguí. Se desmoronó en uno de los sofás de la otra sala. Me senté junto a ella.

-Soy muy histérica -dijo-. Me siento muy culpable.

No quería oír sus explicaciones. Acababa de hundirme en el sombrío abismo mental de donde venía rescatándome a mí mismo encontrando a cada rato razones triviales para vivir. El contorno de unos pechos, un par de ojos del color del acero, unas piedras azules; unos versos de Shakespeare, el fulgor del sol en el cabello de una mujer desconocida que se parecía de lejos a mi hijo; un par de lindas piernas, el recuerdo de una chica a quien pinté de memoria, a quien sin duda amé: todo aquello, todos esos tentempiés, todo había desaparecido. Me hallaba en el fondo de un pozo de frustración y desesperanza.

El tiempo de mi existencia había vuelto a ser una pura duración negra y lisa como un páramo. En los parlantes de la sala sonó un verso: "I'm not here".

No sé quién era el poeta, pero envidié su poder de síntesis.

-No estoy aquí -dije-. No me hables.

("Imaginen", escribió un filósofo judío, "una vida donde las decisiones cruciales se tomaran basándose en el estribillo de una canción de moda". O algo así.)

-A veces hago cosas que después...

"Desaparecé de mi vista y de mi vida mientras todavía conservo el dominio de mí mismo", me hubiera gustado decirle, pero temí que sonara como una amenaza. Que de hecho, lo hubiera sido.

-Entonces, de coger ni hablemos -gruñí.

Se rió dulcemente, con esa risa que era como una cascada en el bosque de una película cuyos efectos especiales reprodujeran convincentemente lo que uno se imagina que debe ser el reino de las hadas y de los elfos. Se rió porque mi frase era el remate del chiste del caballo verde. Cuando me quise acordar, Holofernes tenía la cabeza apoyada en el regazo de Judith y ella me estaba contando el chiste del caballo verde. Su vientre

y sus muslos eran cálidos bajo mis orejas. Confié en que cambiaría de idea.

-Puedo hacerte feliz -dije.

-No quiero casarme con vos -replicó, bostezando.

-﷓No era una propuesta matrimonial. Puedo hacerte feliz todo el fin de semana.

-Es muy poco tiempo.

-Entonces el próximo también.

-No.

-Puedo besarte muchísimo.

-No.

-¿Bañarte? ¿Enjabonarte?

-No.

-¿Secarte, quizás?

-Me seco sola.

-¿No es aburrido?

-No.

-No tenés código, Judith. No tenés código. Ni piedad.

Desistí. Me deprimí. Mi Gran Hermano se redujo a casi nada. Ella parecía disfrutar de esa especie de tierna camaradería, esa intimidad como de velatorio. Parecía complacerla el solo hecho de estar ahí y de que yo estuviera ahí. Piedad sí tenía. ¡Y cómo me hundía en la miseria su piedad! Su caridad, su lástima, su beneficencia. A cambio de mi lujuria y en vez de amor.

Me enfureció al principio comprender que ella jamás pasaría a la acción conmigo (estábamos desperdiciando la noche, o lo que quedaba de ella; y yo soy un hombre práctico, orientado a resultados más que a procesos) pero tampoco lograba irme. Necesitaba compañía y ternura casi tan desesperadamente como necesitaba sexo. Y su ternura era viscosa: me mantenía pegado como adentro de una crisálida. Su risa me envolvía como una baba paralizante. Éramos una madre y su niño enfermo. En vez de curar mi mal (tenía todo para hacerlo) ella me consolaba. Me pareció una crueldad, en cierto modo. Pero no podía acusarla de crueldad. Ahora ella me estaba acariciando la cabeza (la cabeza, la cabeza) como a un gato gris. Yo me dejaba hacer. Mi cuerpo era un ovillo de dolor, y me dejaba hacer.

"¿Y?" me preguntó el dios del amor, que entró volando por la puerta que daba al patio y ahora se mantenía en vilo aleteando a toda velocidad como un colibrí, a medio metro del alto cielorraso. O al menos eso me imaginé. "¿Te estás enamorando?".

"¿Por qué habría de hacerlo?".

"Lo pediste. Ni bien la viste. Me invocaste. Ya ni te acordás...".

El dios del amor me apuntó con una de sus flechas. Le pedí clemencia. Tiró igual, pero a errar. "Cumplo órdenes del destino", se excusó, y desapareció.

Me levanté de un salto. Le expliqué a Judith que me había dormido y había tenido una pesadilla. Me preguntó si me había aburrido con su charla. Le contesté (una pequeña venganza) que sí. Recién ahora notaba que eso de oro que colgaba de su cuello eran las dos letras hebreas que componen jai, 'vida'. Mi frustración y mi vergüenza se confabularon para ir a sacar de su ostracismo a un antiguo y muy impresentable ciudadano de mi subconsciente: el odio racial. Se me ocurrieron varios comentarios sarcásticos. Los reprimí a todos. Sólo le dije que tenía que irme. Tenía sueño. Me apenaba despedirme.

La viscosidad de su ternura casi malsana me mantenía adherido a su pequeño cuerpo vigoroso, aún joven, inútilmente sensual; pero le dije adiós.

-No te vayas... -me rogó.

Mi depresión aumentaba: me deprimía tanto quedarme como irme. No tenía salida. Era un dilema de hierro. Un dilema kafkiano. O de The Clash. Decidí al fin perderle todo el respeto a esa chica. Por su culpa yo era ahora un pobre hombre bomba, y estaba por explotar. Al fin, no sin conservar ciertas formas, mi ira estalló:

-Verduga -le susurré al oído, sin dejar de acariciar su larga y ondulada cabellera. Su cabello flamígero y oceánico era tan suave que me quemaba en las manos. Me quedaría esa sensación de suavidad grabada en los nervios de las palmas de mis manos-. Maldita criminal de guerra. -Las palabras me salían pesadas y pastosas, como si no provinieran de mi cerebro sino de un chip inserto en él por investigadores marcianos recién bajados del espacio exterior-. Torturadora. Me infligiste el suplicio de Tántalo. ¿Sabés lo que es eso? Sentite culpable. Sentite muy culpable. Si llego a casa y me infarto, vas a ser imputable de tormento seguido de muerte.

-Ufa. Qué exagerado. ¿Te regalé un show erótico y encima te quejás?

La besé. Un beso casto, sobre sus labios castamente cerrados.

-Buenas noches, Judith.

-Adiós, Holofernes -me saludó con tristeza-. Vos también sos culpable.

* Fragmento de la nouvelle homónima publicada por la editorial Bajo la Luna.

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